El tránsito hacia el más allá: rituales mortuorios en el Ecuador

La buena muerte era morir reconfortado y en paz con Dios, mientras que con los militares julianos, lo era morir por la patria.

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Según los historiadores, en Egipto los funerales iban precedidos de una junta pública: si la vida del difunto había sido intachable se procedía a los funerales, caso contrario el cadáver era enterrado en una fosa común llamada Tártaro, ni los poderosos podían escapar al juicio. Al quien moría dejando deudas no se le hacían funerales hasta que alguna persona cercana a este las pagara.

Por Fernando Hidalgo Nistri

Las evidencias nos dicen que no siempre se ha muerto igual en el Ecuador. Como todo, los rituales y las actitudes ante este hecho han evolucionado y han ido en paralelo a los valores y a los sentimientos de más vigencia del momento. Pero los sentimientos ante la muerte no solo difieren según la época sino que también vienen predeterminados por el ámbito sociocultural o por el étnico. Una cosa es “pasar a mejor vida” en los exclusivos y esterilizados hospitales de pago y otra la muerte entre los waoranis o en alguna remota aldea de los Andes. Desde luego, puestos a elaborar tipologías, también hay una gama muy amplia de sensibilidades si se tienen en cuenta las peculiaridades de determinados sectores sociales del país. Solo por dar un ejemplo: en el mundo delincuencial, la muerte ha sido banalizada a unos extremos inquietantes. La crónica roja es un lugar privilegiado que refleja lo poco valorada que es la vida en esos ámbitos. Basta ver el despliegue de irreverencia de ciertos titulares: “Creyó que se iba a una fiesta y no sabía que se iba al más allá”, o este: “Refresquero de one [de una] a la Casa Blanca [cementerio], jaba de biela le cayó en el mate”.

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Los atenienses lavaban y perfumaban el cuerpo del difunto, lo exponían en el vestíbulo de su casa y se procedía al entierro con gran solemnidad; la comitiva la formaban flautistas, los hijos, los parientes y los amigos y las mujeres iban lanzando gritos y mesándose los cabellos. El cadáver era quemado e inhumado, se pronunciaba el elogio del difunto si era personaje importante o había muerto por la patria y se terminaba la ceremonia con un banquete.

Pero no entremos en menudencias y evitemos la tarea de inventariar las diferentes sensibilidades mortuorias. Limitémonos a un ejercicio de comparación a lo largo del último siglo y medio, un lapso de tiempo en el cual las actitudes ante la muerte y las maneras de afrontarla experimentaron importantes cambios. Detalles aparte, si hemos de establecer los criterios diferenciadores capaces de fijar el antes y el después de estas sensibilidades, estos se reducen a dos: el paso de su exposición al de su ocultamiento y el proceso de su desritualización. Todos estos cambios de actitud hay que atribuirlos a la fuerte secularización que ha sufrido el país a lo largo del siglo XX y desde luego a ese modo de ser más superficial y jovial del ecuatoriano moderno.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX la muerte fue un acontecimiento al que se le dio un enorme protagonismo. Esta centralidad provino ante todo de las propiedades pedagógicas que la Iglesia le atribuyó. Para la religiosidad de la época la muerte era un espectáculo edificante con capacidad de mover conciencias. Los cadáveres, a la vez que mostraban el poder infinito de Dios, también volvían evidente eso que tanto denunció la Iglesia de la época: las miserias de la carne. El cuerpo de un difunto era algo así como un monumento que mostraba en toda su crudeza la caducidad de las cosas terrenas y lo pueriles que resultaban las vanidades de este mundo. Los “saludables” horrores de la muerte relativizaban el valor de las cosas materiales y empuntaban la voluntad hacia esa gran tarea que era la salvación del alma. Como bien afirmaba un religioso de la época, “la enseñanza cristiana nos dice que el pensamiento de la muerte, tan fecundo en su terror, es el primer maestro del corazón”. Este recurso pedagógico no era en absoluto una novedad. Todo lo contrario, ya se había apelado a él para incentivar el “enderezamiento” de los díscolos y poco preocupados por el negocio de la salvación. Para muestra ahí está el cuadro del infierno de la iglesia de la Compañía de Quito, todo un compendio de pesadillas que ha venido atormentando a generaciones enteras.

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Los vikingos ponían los cuerpos en barcos funerarios. En la antigüedad la cremación solía ser considerada una práctica bárbara que se usaba por necesidad en tiempos de guerra o plagas.

Todos estos valores que las autoridades eclesiásticas le atribuyeron a la muerte dieron lugar a que en torno a ella se instituyeran costumbres que ahora nos resultarían extravagantes y completamente fuera de tono. Una de ellas consistía en exponer públicamente los cadáveres. Durante décadas fue común velar los cuerpos totalmente al descubierto y en los casos de personas de reconocida notoriedad hasta se los hacía desfilar por las calles. El cadáver del famoso José M. Proaño, uno de los más importantes impulsores de la devoción del Sagrado Corazón, efectuó un largo recorrido por la ciudad antes de ser inhumado. Pero desde luego en el Ecuador tenemos un magnífico ejemplo de esta manía de convertir la muerte en un espectáculo público: este es el caso de las exequias de García Moreno a cuyo cadáver momificado se le hizo presidir su propio funeral.

El deseo de conferir centralidad a la muerte también se manifestó a través de la costumbre del luto. En esto la Iglesia fue implacable y no permitió salidas de tono. Algo que llamó la atención de algunos viajeros que visitaron el país en el siglo XIX fue el aspecto lúgubre que daba a las ciudades una población eternamente vestida de negro. El luto como todo lo relacionado con él estuvo cuidadosamente reglamentado tanto en la forma de llevarlo como en lo relativo al tiempo de duración. Normalmente se prescribía para uno o dos años según el grado de parentesco. Tomando en cuenta la altísima tasa de defunciones de la época, resultaba que los lutos empalmaban unos con otros, de modo que la sociedad de la época permanecía eternamente enfundada en la sobriedad del negro.

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Los hinduistas realizaban una ceremonia fúnebre con ofrenda de elementos llamada antyesti, previa a la cremación del difunto y la posterior disposición de las cenizas en algún río sagrado.

Otra forma de visibilizar la muerte fueron los traslados de los cadáveres al cementerio. Sobre todo si se trataba de gente pudiente o con notoriedad manifiesta, las procesiones tendían a adquirir proporciones casi apoteósicas. Había cuatro tipos de funerales, cada uno acorde a las posibilidades y el rango del difunto. A fin de cuentas el espectáculo de la muerte también servía para escenificar y reafirmar el estatus social. Caballos engalanados con crespones negros tiraban de una carroza fúnebre decorada al más puro estilo barroco. Detrás iba el cortejo de luto riguroso en un silencio sepulcral. Solo se oía el repicar de las campanas y el golpe sobre el suelo de los cascos de los caballos. A lo mucho alguna leve sonata fúnebre que contribuía a solemnizar el acto. El traslado al cementerio era toda una puesta en escena que hacía de la ciudad un auténtico teatro. Momentáneamente la vida se paralizaba no solo para rendir culto al finado sino para meditar sobre la muerte.

Esta cultura tanatoria, sin embargo, tuvo fecha de caducidad. Su declive empezó a producirse a partir de la década de los veinte e incluso antes. En torno a estos años ya comenzó el desmontaje de unas cuantas piezas del viejo andamiaje funerario. Hay varios indicios que hacen ver a las claras cómo las cosas evolucionaban por otros derroteros. Un dato significativo: la jurisdicción sobre la muerte pasó a manos del Estado y a ser un asunto más propio de las autoridades sanitarias y del registro civil. Pero lo más revelador del nuevo clima fue la novedad de los entierros laicos: los masones, por ejemplo, en nombre de la tolerancia y de la libertad de cultos instauraron sus propias ceremonias fúnebres.

Desde luego esta ruptura de la tradición no solo se explica por los triunfos del laicismo, sino que también incidieron los profundos cambios que se experimentaron en el interior de la Iglesia. De promover una religiosidad estricta, purista y sofocadora de los goces de la vida, se pasó a una mucho menos rigorista. Poco a poco la vieja pedagogía basada en el temor y en la violencia fue a parar al cuarto de los trastos viejos. Para avivar la fe ya no se apelaba a lo terrorífico, sino que más bien se optó por una religiosidad más plácida y relajante. Fortiter in re, suaviter in modo, esta era la nueva consigna. La sangre y las escenas violentas fueron expulsadas del territorio iconográfico. Su lugar fue ocupado por esas imágenes más tranquilizadoras de las estampas que solían repartirse en bautizos y primeras comuniones. Los cadáveres y lo truculento retrocedieron en favor de motivos tan tiernos y reconfortantes como el ángel de la guarda o esos regordetes niños Jesús recostados en su cuna.

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En el budismo se utiliza agua en los funerales, se vierte en un recipiente situado ante los monjes y el cuerpo del difunto. A medida que el agua se desborda, los monjes recitan: “Como las lluvias llenan los ríos y fluyen hacia el océano, de la misma manera alcance lo entregado al difunto”. Para los budistas el agua simboliza pureza, claridad y calma, y para ellos es crucial vivir en armonía con el medioambiente.

De todas formas los años veinte todavía estuvieron lejos del momento crítico de ocultamiento de la muerte. Si bien es cierto que se extinguieron costumbres ya consideradas como extravagantes y contrarias a la salud pública, la muerte siguió ejerciendo una importante función pedagógica. Fue en esta década cuando aparecieron fórmulas totalmente inéditas de honrar a los difuntos. Ahora el espectáculo de la muerte fue administrado por el Estado para sus propios fines. Aunque hay precedentes, este paso fue llevado a cabo por los jóvenes oficiales que participaron en la Revolución juliana. Ellos son los que introdujeron prácticas como, por ejemplo, el culto al soldado desconocido o esa modalidad de oración laica que es el minuto de silencio. Pero aquí los rituales en torno a la muerte ya no tenían como objetivo la salvación del alma sino la glorificación del lar patrio. ¡Qué dulce es morir por la patria!, este fue uno de los gritos de guerra que profirieron los militares julianos.

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Los judíos creen fervientemente que los muertos serán resucitados y que aquellos que vivieron una vida haciendo el bien serán recompensados. Se cree que el terminar con una vida humana es terminar con un mundo entero y que el salvar una vida significa salvar un mundo entero también. Los judíos siempre son enterrados bajo tierra, no cremados.

Cuando realmente tomó fuerza la tendencia a rebajar el protagonismo de la muerte fue a partir de los años setenta. Para esas fechas la cultura funeraria ya cayó en picado. En esa década fue cuando en nombre del buen gusto finalmente se empezó a ver mal cualquier referencia a la muerte; todo un anuncio de su definitivo ocultamiento. Las fuertes transformaciones mentales que sufrieron sobre todo las élites y las clases medias son las que crearán las condiciones para que el óbito se catalogue en términos de fracaso. Hay que tener presente que en los setenta hubo una inflexión que dio lugar a profundos cambios sociales. Muy pocas veces en un lapso de tiempo tan corto, la vida cotidiana de sus habitantes sufrió tantas sacudidas.

A partir de esas fechas, el ritual funerario se simplificó y se restringió a territorios más familiares. Para muestra basta ver las esquelas en las que solamente se comunica el óbito con esa escueta y estereotipada frase: “Fue enterrado en la intimidad familiar”. La tendencia a invisibilizarla, asimismo, se manifestó con la abolición del duelo y toda la antigua parafernalia: ropas negras, clausura de la televisión durante meses, etc. Desde los setenta en adelante los lutos prolongados más que un signo de buenas costumbres lo que detonan es ranciedumbre y olor a naftalina. También desaparecieron esos grandes cortinajes negros que solían presidir la entrada del lugar donde el difunto recibía su último homenaje. Las pomposas carrozas funerarias tiradas por caballos a duras penas si llegaron a rozar los sesenta y las largas caravanas al cementerio ya son historia. No menos significativo: ahora ya no se muere en la casa sino en el hospital. Con esta nueva modalidad, la muerte ha dejado de ser una experiencia doméstica. Pero indudablemente la más reciente y efectiva invención para eliminar todo vestigio que la evoque son las modernas cremaciones. Las cenizas se esparcen al viento o se las hecha al mar para que se difuminen; para que estén en todos los sitios y en ninguno a la vez. Con esta fórmula, buen indicio de una sociedad ya muy despreocupada de la religión, no solo desaparecen los cuerpos y los rituales funerarios, sino también las tumbas, esos memoriales que hacían recordar al difunto. A diferencia de antaño, los cementerios han dejado de ser lugares de meditación.

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Los tibetanos realizan el denominado entierro en el cielo. No entierran ni incineran a sus difuntos, a excepción de los menores de dieciocho años, las mujeres embarazadas y los muertos por alguna enfermedad infecciosa. En los demás casos el cuerpo es dejado en las afueras para que se lo coman los buitres. Se conoce esta práctica como jhator, que significa dar limosna a los pájaros.

La repugnancia que actualmente provoca la muerte, sin embargo, también se manifestó en ámbitos más triviales. Ahora resulta impensable el sacrificio de animales en los interiores domésticos. Hasta hace poco tiempo era frecuente que los bichos comestibles se faenaran en las casas. Tales espectáculos normalmente congregaban a todos los miembros de la familia y más. Incluso había un ambiente festivo. ¡Cuántas veces no he oído contar escenas macabras de degüellos de pollos, pavos, etc. Antiguamente la familiaridad con la muerte no daba lugar a blandenguerías y endebleces. El moderno movimiento antitaurino también forma parte de esta cultura tanatofóbica. En realidad buena parte de sus protestas vienen dadas porque las corridas son uno de los últimos reductos en que la muerte todavía se escenifica públicamente. Curiosamente las granjas de pollos y los camales donde se faenan animales a troche y moche no concitan la indignación de estos colectivos.

El ocultamiento de la muerte es un fenómeno estrechamente relacionado con los procesos de secularización y descreimiento. El no creer en un esperanzador más allá ha desembocado en una cultura para la cual la muerte significa una extinción radical, un generador de miedo y de angustia existencial. La tragedia se amplifica aún más si se tiene presente que esta da al traste con ese bien supremo inventado por la modernidad: el yo. Antiguamente este mal trago se paliaba gracias a que tanto la creencia como el rito ofrecía consuelo y tranquilidad a los agónicos. La fe en una vida nueva armaba psicológicamente al moribundo a la hora de afrontar los finales. A todo esto se le llamó la buena muerte. Hasta la aparición de las modernas clínicas, el hecho de la muerte fue considerado como algo natural e irrevocable que solía asumirse con toda la resignación del caso. La circunstancia misma de que la medicina no había salido del paleolítico daba lugar a que no se la combatiera con el ímpetu con el que ahora se hace. Cuando venía, venía y se la aceptaba sin más. El llamado encarnizamiento terapéutico o los cuidados paliativos eran impensables. Esas escenas propias de los enfermos terminales rodeados de tubos, catéteres y más artilugios le hubieran parecido estrambóticos al hombre del siglo XIX. El miedo a la nada, en definitiva, es lo que impulsa todos esos esfuerzos que hoy se hacen por retrasar lo más que se pueda ese aterrador y último momento de la vida. Para ello la sociedad ha previsto un vasto equipo de médicos, de sanitarios y una nutrida colección de fármacos.

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La fe católica cree que la muerte es el viaje que emprende el alma del fallecido hacia el cielo, el purgatorio o el infierno. Si el fallecido llevó una vida terrenal libre de pecado irá al cielo; si cometió pecados no tan graves, podrá ir al purgatorio; pero si llevó una vida que haya ido en contra de los mandamientos de la Ley de Dios, su alma tendrá que ir al infierno. También se cree que algún día llegará el juicio final, día en que Cristo retornará y los muertos resucitarán.

La ausencia de un horizonte en el más allá impulsa a querer vivir intensamente en este mundo y a disfrutar al máximo las posibilidades que ofrece. De hecho hay una multitud de personas que piensa seriamente que la vida es una estancia de un fin de semana en un parque temático. Dentro de esta liviandad, la muerte es considerada algo así como el aguafiestas. Por esto mismo la sociedad actual, más superficial y más jovial, tolera cada vez menos esas senectudes artificialmente prolongadas. La vejez tiene mala fama: si antes era respetada y daba estatus, hoy es un signo de decadencia y de preocupación. Hoy ser uno mismo es sinónimo de ser joven.

Las nuevas actitudes ante la muerte unidas al problema del envejecimiento ha hecho el agosto de todas esas técnicas rejuvenecedoras como la cosmética y la cirugía plástica. El hombre moderno ya no tolera las derrotas puntuales que el tiempo le infringe a diario. Las ansias de prolongar la juventud han desembocado en la búsqueda de recursos que hagan posible este milagro. Actualmente el mantenerse joven es una virtud. Ahora el personal tiene a su alcance un magnífico arsenal de sustancias de última generación para estos propósitos. Ahí están las cremas antiage, el bótox, el ácido hialurónico o las modernas siliconas que hacen auténticos milagros. Nunca antes habían tenido tanto éxito los profesionales del maquillaje o los masajistas. La obsesión por mantener el cuerpo joven y las carnes prietas, asimismo, ha hecho florecer la cultura de los gimnasios y la popularización de técnicas como el fitness o el pilates. ¡Cuantos/as cuarentones/as o cincuentones/as aparecen ahora como garbosos/as y espléndidos/as treintañeros/as!

Distintos funerales

 • Enterrado bajo tierra: es una de las prácticas más usuales para despedir a una persona fallecida. Desde las más sencillas que consisten en cavar un hoyo, depositar el cuerpo adentro de una cueva, cubrirlo con piedras; hasta las más laboriosas que son las tumbas de los faraones situadas en el valle de los Reyes.

• Inmersión en el mar: es la manera usual en que proceden los marineros, es tal su amor por el océano que incluso en la muerte prefieren reposar ahí.

• Adentro de una edificación: antes se solía construir un monumento suntuoso (un mausoleo) para enaltecer la memoria del difunto. Entre los más impresionantes están el Taj Mahal en India y el Tesoro de Petra en Jordania.

• Disolución: debido a los problemas ecologistas, se han buscado formas menos contaminantes, así un nuevo sistema de patente escocesa trata los cadáveres por emulsión. Consiste en sumergir el cuerpo en una solución de agua con hidróxido de potasio a una temperatura de 180 ºC, lo que hace que la descomposición, que normalmente ocurre en un lapso de hasta veinte años, se produzca en cuestión de dos o tres horas.

• Plastinación: es una técnica inventada por el anatomista Gunther von Hagen que consiste en preservar los cadáveres extrayendo los líquidos corporales por medio de solventes, para luego sustituirlos por resinas elásticas. El proceso requiere unas 1 500 horas de trabajo y cuesta mínimo 50 000 euros.

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