Por María Fernanda Ampuero.
Edición 465-Febrero 2021.

Seguro recuerdan la deliciosa película La vida de Pi. Por si acaso, la resumo mortalmente: un hombre, Piscine Patel, Pi, naufraga en un bote salvavidas con un tigre de bengala llamado Richard Parker. Imagínenlo. En mitad del mar abierto un hombre y un tigre cada día más hambriento.
El pobre Pi, en perpetuo horror, aprende a pescar para satisfacer el hambre peligrosa de Richard Parker y, hombre y felino, en una danza de vida o muerte, consiguen sobrevivir juntos a unas peripecias increíbles.
Pienso mucho en La vida de Pi porque hace casi dos años vivo con una felina que rescaté en la calle.
En una esquina había dos niñas con un cartón al que le habían escrito la palabra “Adóptame”. Yo me asomé, debo confesar, con la esperanza de encontrarme un cachorrito. Llevo unos quince años deseando un perro, le tengo nombre y cariño, así que pensé que la vida me estaba dando la oportunidad de encontrar a mi mejor amigo.
Pero no.
Dentro del cartón había una bolita negra acurrucada sobre un trapito. Era nada. Una cosita insignificante que parecía debilucha, tal vez enferma. No me atreví ni a tocarla. Pregunté a las niñas qué era y me dijeron: “Una gata”. Así que nada de cachorrito.
Nunca me gustaron los gatos, respeto que existan, pero estaba segura de que no eran para mí. Quien haya tenido perros me entenderá: esa alegría cuando llegas a casa, esa mirada, puro caramelo de amor, ese perseguirte a todos lados, esa gratitud por cada cosa pequeña de la vida —un parque, una galleta, una caricia en la panza—.
Yo quería eso, la fiesta existencial de los perros.
Pero la mirada de las niñas era tan desesperada que imaginé a la madre diciéndoles: “Me sacan a ese animal de aquí inmediatamente o lo boto a la basura”. Necesitaban que adoptara a la gatita para que su mamá no hiciera con ella quién sabe qué.
Como en La vida de Pi, un felino llegó a mi vida sin yo desearlo, pero, a partir de ese momento, tuve que convertirme en su proveedora, en su madre, en su esclava.
La estrategia de la naturaleza para que no se abandonen a las crías es maravillosa. Los gatitos bebé son unas cosas preciosísimas que cuando bostezan o duermen te hacen mirarlos embobada. La estrategia de los gatitos para sobrevivir, no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas, es su belleza inconmensurable.
Una vez que le puse nombre la suerte quedó echada.
Bruja se llama la bolita negra. Bruja.
Desde entonces ella ha sido para mí lo que fue Richard Parker para Pi, una razón para mantenerse vivo.
Los gatos no son perros. Esto es así. Los gatos no anhelan tus caricias, no agradecen desmesuradamente su comida, parecen no necesitarte. Los gatos te adulan cuando necesitan algo. Los gatos a veces te muestran una indiferencia despiadada.
Pero entonces un momento, tal vez una fracción de segundo, deciden refregar su lomo contra tu pierna y aquello que deseaste tanto tiempo se vuelve realidad.
Mi gato me quiere: la sonrisa de dios, el guiño cómplice del ángel.
La manera que tienen los gatos de ser hace que esperes constantemente una demostración de afecto, una migajita, y, mientras tanto, procures que tengan la vida más cómoda posible. Yo a veces espío a Bruja mientras limpio de caca su arenero y creo, quiero creer, que me está agradeciendo, aunque su cara inescrutable y hermosísima parece pensar: “Eso, esclava, que quede bien limpio o te azotaré”.
Pi nunca supo si Richard Parker le agradeció por haberle salvado la vida. Después de la aventura increíble en altamar tocan tierra, el tigre se baja del barquito y se interna en la selva. Ya de mayor, Pi cuenta que se dio la vuelta para mirarlo por última vez, aunque de eso de verdad no está seguro.
Puede que no.
Sin embargo, Richard Parker fue la razón por la que Pi no se volvió loco de soledad y de pavor, y eso, salvar a otro mientras te salvas a ti mismo, es una cosa que los felinos hacen estupendamente.