Por Mónica Varea
Puedo ver Midnight in Paris, película dirigida por Woody Allen y actuada por Owen Wilson, innumerables veces, me identifico con esa sensación de que todo tiempo pasado fue mejor, con ese sueño imposible de volver atrás. He llegado a la conclusión de que ese sueño en cierta medida se cumple a través de los recuerdos que caen a borbotones.
Consciente o inconscientemente me niego a ver hacia adelante, me niego porque si lo hago ya no me topo con palabras halagadoras como ilusión, sonrisa, abrazo. No, las palabras que vienen son raras, no se deben pronunciar en voz alta porque suenan a mala palabra, como piorrea, divertículo, miedo. Palabras feas que sin excepción nos enfrentan a la realidad.
Todo tiempo pasado fue mejor, toda risa, todo abrazo, ahora las fuerzas flaquean, los temores llenan las noches y los días y las tardes. La cuenta del médico sube mientras los ingresos bajan. Las comidas y la vida son desabridas. Los dolores se agudizan igual que la soledad.
Perdemos dientes, perdemos pelo, perdemos sueños, pero seguimos viviendo. Yo intento engañar al mundo riéndome de las tristezas e ignorando los dolores, sin ver los dedos que se tuercen, los miedos que se quedan, las ausencias que oprimen.
Lo malo de la vejez es que llega despacio, llega a escondidas, agazapada; lo terrible es que nuestra cultura no la acepta, no la respeta, no la entiende. Es por ello que tratamos de ocultarla, mentimos nuestra edad, pintamos nuestras canas, estiramos nuestra piel, como si con eso oliera distinto, como si ocultándola desaparecieran los recuerdos que se agolpan, las despedidas que duelen, los adioses que enferman.
Los jóvenes creen que el viejo finge y a veces su amabilidad duele como golpe. Unas amigas y yo llegamos al teatro con demasiada anticipación, hacía un viento que calaba los huesos, la fila era larga y no había esperanza de que abrieran, de pronto un guardia salió y amablemente nos invitó a esperar adentro sentadas, ¡gracias, qué amable! le dijimos, sin pensar que el hijueputa contestara: “es que medio especialitas les veo”.
No, los jóvenes no se percatan que ya les llegará, es solo cuestión de tiempo. Fui al banco y una amable cajera me pidió que pusiera el dedo en un lector de huellas. ¿Cómo?, pregunté con cara de no oigo nada, pero a la tercera vez logré oír y obedecí, ella con cara de viejasordaemierda, pero sin perder la sonrisa, me dijo: pero ponga recto el dedo; está recto, respondí; ¡enderece el dedo!, gritó molesta; ¡está recto!, insistí, con cara de respeta mi artrosis o hablo con el Tuco Acosta; ahí nos entendimos.
Es terrible salir en día de pico y placa y a la vuelta de la esquina toparse con un policía, mientras el hombre se acerca una piensa 1 001 excusas creíbles para esquivar la multa, todo para que el desgraciado se acerque y diga con compasión: siga madrecita, ha sido tercera edad. No hay otra opción que poner cara de cojuda y tragarse las palabras: ¡me faltan siete años, maldito, siete años!
¿A qué hora pasé de “mamacita” a “madrecita”?