Por Mónica Varea
Hace poco presenté el libro El edificio”, de Xavier Terán Vásconez. Acepté hacerlo por tratarse de él, porque no soy una buena presentadora.
Pensé decir que el autor ha trabajado el libro tomando como pretexto la letra de la canción El edificio del grupo Bacilos, o que este bello álbum ilustrado es mucho más que un libro y que erróneamente se suele pensar que los libros de este tipo son para niños, etc. pero me resultaba aburrido, así que empecé a pensar en el ser humano que fue capaz de crear un libro con música que no suena pero se siente.
Hace unos ocho años entraron a mi librería un padre y su hija, el momento de hacer la factura les pregunté el nombre y nos descubrimos como primos segundos y primos segundos; nos descubrimos como chagras, ambos nacidos en Latacunga donde según dicen había solo tres líneas telefónicas: Varea-Terán, Terán-Varea y Equivocado.
Años después me llamó a decir que había hecho un libro y quería publicarlo. Me quede helada, los prejuicios me ganaron, estaba segura de que iba a llegar con un ladrillo, nada más y nada menos que loas al trabajador de seguros en su día clásico. Me dolía el estómago, me sudaban las manos y los bochornos menopáusicos eran de una intermitencia brutal, pero cuando vi El Edificio, todavía en pañales, me emocioné y le dije: ¡esto es bellísimo!
Desde ese momento, mi relación con Xavier pasó a la fase 2, a la de la conversación rica, llena de humor, de risas, de recuerdos, sobre todo de recuerdos, porque a pesar de la diferencia de edad (Xavier aún no llega a la menopausia), ambos hemos vivido en los mismos lugares, hemos respirado el mismo aire y hemos amado la misma tierra, pero sobre todo ambos compartimos el recuerdo hermoso de los atardeceres en Locoa, la finca familiar de los Terán Vásconez, ambos recordamos ese sol entre amarillo y naranja de las tardes de verano y el sabor del canguil con queso.
Ese espacio, ese tiempo, ese sabor y esa calidez eran, sin duda, el paraíso, y fue justamente ese paraíso el que él y yo compartimos, sin saberlo, sin notarlo, solo sintiéndolo y lo volvimos a sentir gracias a la memoria. Lo mejor fue descubrir que ambos ¡somos hijos de Equivocado!
Al ver el libro me acordé de una vieja anécdota: dicen que de poetas y locos todos tenemos un poco pero, sin duda, nuestro amado tío bisabuelo Alberto Varea Quevedo, el Abechico, ganaba en ambas categorías.
Abechico solía ir la casa de mis padres y llevar de visita a su nieto Miguel Andrade de dos años, alardear su gracia y viveza, finalmente, antes de despedirse, el abuelo tocándose la cabeza le preguntaba al pequeño: ¿hijito qué tenemos aquí? El niño, tomando la suya con ambas manitas, respondía: ¡el talento amontonado!