Fotografía: El Comercio.
Edición 466 – marzo 2021.
Una semblanza de Mons. José Mario Ruiz.

La planificación de la visita del papa se estaba complicando. Las reuniones de la cúpula de la Conferencia Episcopal con el Gobierno no resultaban fáciles, entre el deseo de este de monopolizar los actos y el de los obispos de manejar lo religioso. Aunque el papa era jefe de Estado y saludaría al presidente en el Palacio de Gobierno, su visita era, sobre todo, la de un líder espiritual, explicaban.
Fue el 22 de octubre de 1984 cuando se anunció la tan anhelada visita del papa Juan Pablo II al Ecuador. Poco después empezaron las reuniones entre los delegados de la Santa Sede, de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana (CEE) y del presidente León Febres Cordero. Participaban por la CEE el cardenal Pablo Muñoz Vega, arzobispo de Quito; el presidente de la conferencia, Bernardino Echeverría, arzobispo de Guayaquil, y otros obispos.
El momento más difícil llegó cuando se planteó que una de las actividades del papa sería un encuentro con los indígenas del Ecuador. El Gobierno, que se había negado a dar personería jurídica o dialogar siquiera con la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), y que había enfrentado varios conflictos con dirigentes y comunidades, se cerró en banda; no podía, no debía haber dicha reunión.
El secretario general de la CEE, Mons. José Mario Ruiz Navas, obispo de Latacunga, insistió en que esa reunión debía darse. Al fin, luego de varios días, los delegados del Gobierno trasladaron la aceptación del presidente Febres Cordero para una reunión a puerta cerrada del papa con algunos dirigentes indígenas. Ruiz les sacó de su engaño: lo que se planteaba no era una reunión pequeña sino masiva, pues los indios tenían tanto derecho a participar en una concentración con el pontífice como los jóvenes, los trabajadores o los pobladores del suburbio guayaquileño.
La resistencia de Febres Cordero, que temía desórdenes, fue quebrada por la combinación de tenacidad y diplomacia de Mons. Ruiz, que aseguró que no había peligro alguno ni para el papa ni para el Gobierno. Así logró que la reunión constase en la agenda del pontífice y que se celebrase en Latacunga y no en Riobamba, donde estaba inicialmente prevista. Cierto que ayudó que el aeropuerto de Latacunga ofrecía mejores condiciones, pero fue clave la relación que Mons. Ruiz mantenía con los dirigentes indígenas, que también prefirieron la capital del Cotopaxi.
En efecto, Ruiz, ordenado sacerdote en 1954 y consagrado segundo obispo de Latacunga en 1969, había sido un pionero en la pastoral indígena. Con un enfoque ligeramente diferente al de Mons. Leonidas Proaño, había apoyado la organización indígena del Cotopaxi. Había construido casas campesinas, primero en Latacunga y luego en las cabeceras cantonales, para acoger a los indígenas que acudían a las ferias o a hacer trámites, dándoles hospedaje, alimentación e, incluso, acompañándoles jurídicamente en sus conflictos. Había fundado radio Latacunga, instalando cabinas de transmisión en las comunidades, para que desde allí se compartieran noticias, clases y evangelización. Y había logrado traer a la Organización Matto Grosso, un destacado grupo italiano de asistencia técnica, cuyos voluntarios ya trabajaban en el desarrollo de las comunidades.
Por eso, años antes de aquellos debates previos a la venida del papa, Mons. Ruiz ya era conocido en toda la diócesis como el Taita, como lo llamarían hasta su muerte, el 10 de diciembre último. Oriundo de Pujilí, donde nació en 1930, no era para nada extraño al trato con los indígenas.
Por cierto, de Pujilí han salido valiosos sacerdotes y, al menos, cuatro obispos: el Taita Ruiz; Mons. Antonio González (que llegó a ser arzobispo de Quito y cardenal), cinco años mayor que él; Mons. Néstor Herrera (obispo de Machala), tres años menor que él, y Mons. Victoriano Naranjo (obispo de Latacunga), once años menor.
A la par que en los sesenta y setenta crecía la organización indígena, toda la cual surgió apoyada por la Iglesia, Mons. Ruiz había estado a su lado, caminando con ella, tanto en los núcleos comunales, como luego en la Federación de Indígenas del Cotopaxi (FICI) y, más tarde, en la confederación de toda la Sierra, la Ecuador Runakunapak Rikcharimuy (Ecuarunari).
Ya para 1984 esa organización había llegado a la mayoría de edad y, como era lógico, ya no dependía de la Iglesia sino que andaba su propio camino. Pero Ruiz tenía relaciones directas de amistad y confianza con su dirigencia. Yo mismo fui testigo de ello: pocos años después se produjo el primer levantamiento indígena. El presidente Rodrigo Borja nos encargó desde las primeras horas del lunes 4 de junio de 1990 a Andrés Vallejo, ministro de Gobierno, y a mí, secretario de la Presidencia, encontrar el camino para solucionarlo. Los dos coincidimos en que la Iglesia podía servir de puente con la dirigencia, que había roto de manera unilateral los diálogos que sostuvimos hasta tres meses antes. Vallejo habló con Mons. González, arzobispo de Quito, y yo con Mons. Ruiz. La gestión de los dos fue exitosa, y esa misma noche del 4 de junio ya pudimos celebrar el primer diálogo con los dirigentes indígenas en el Palacio Arzobispal de Quito. Al día siguiente, los diálogos se trasladaron al Palacio de Gobierno y Mons. Ruiz quedó como testigo. Aunque a los cuatro días concluyó el levantamiento, este cambió al Ecuador para siempre.
Rebobinemos a enero de 1985. Juan Pablo II estaba por llegar a fin de mes cuando ardió Troya: el Gobierno se negaba a que los indígenas le pusiesen al papa un poncho. No era una cuestión de protocolo: Gustavo Cordovez, embajador de carrera, experimentado y humanista director de Protocolo de la Cancillería, sabía que al papa le habían regalado de todo en las veinticinco giras que había realizado hasta entonces. La objeción era ideológica, política. Febres Cordero pensaba que era vergonzoso que un símbolo de los indios, opositores a su Gobierno, se lo pusiera al más destacado personaje mundial, así que se opuso terminantemente.
De nuevo fue la tenacidad de Mons. Ruiz la que se impuso. No era obcecación suya sino defensa de los indios, cuya decisión y cultura había que respetar. Como anfitrión del papa en Latacunga, supervisó todos los detalles, hasta el jueves 31 de enero de 1985, cuando la figura, la palabra y el carisma de Juan Pablo II llegaron ante una inmensa concentración de quienes habían sido marginados por siglos. A las ocho de la mañana arribó a la explanada del estadio La Cocha en Latacunga; fue recibido de manera apoteósica por unos 125 mil indios y campesinos provenientes de la Sierra, Costa y Amazonía (hay quienes dicen que el número era el doble). Momentos después Juan Pablo II recibió allí un poncho de Cacha y un sombrero de Natabuela, que se los puso sin aspavientos. Presenció el baile de los danzantes de Pujilí. Luego, quitándose el sombrero pero puesto el poncho, habló en español y en kichwa e invitó a los indígenas a preservar su cultura y a no considerar a la evangelización “un atropello a sus valores y costumbres”.
Destacó que los indios se ven obligados a emigrar a las ciudades por falta de tierras y por la injusta relación entre agricultura, industria y comercio. Como pueblos ancestrales y dignos, los instó a combatir la desnutrición y el analfabetismo. Los invitó a luchar por una vivienda digna, un trabajo justo y a poner fin a la migración. Insistió, ante gritos de júbilo, que “vuestra dignidad no es menos que la de cualquier otra persona o raza”.
Veintiún años estuvo Mons. Ruiz al frente de la diócesis de Latacunga. En 1989 fue nombrado arzobispo de Portoviejo, arquidiócesis que lideró dieciocho años desde el apoyo a los más pobres y a los jóvenes, con la creación de centros artesanales, dispensarios médicos y programas de saneamiento ambiental. Reconstruyó iglesias y casas parroquiales en todos los rincones de Manabí. Fue un líder reconocido en la lucha para que La Manga del Cura fuera de Manabí. Fundó una radio, Radio Católica de Manabí, y un seminario, el de San Pedro; llevó congregaciones religiosas del Ecuador y el exterior para atender la educación y la salud. Sus años de retiro, desde 2007, los vivió en la casa de su familia en Pujilí. El año pasado celebró sus cincuenta años de consagración episcopal. Y fue mi gusto entregarle como ofrenda la biografía del cardenal Carlos María de la Torre, que él y Mons. Herrera me habían encargado investigar y escribir, como homenaje a esa figura de la Iglesia que los escogió para que estudiaran en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.
Más aún, Ruiz fue secretario del cardenal De la Torre; con él asistió al cónclave que eligió al papa Juan XXIII y luego estuvo en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II. Fue el fundador y organizador administrativo de la Conferencia Episcopal, como su secretario por muchos años y luego su presidente de 1993 a 2006.
Mucho más habría que decir del Taita Ruiz. Pero las anécdotas del encuentro del papa con los indígenas y la del poncho, que fueron casi casus belli entre la Iglesia y el Gobierno de entonces, son suficientes para retratarlo como fue: sincero, frontal, de profundas convicciones, gran organizador y, a la vez, un pastor entregado a su grey.