El sueño de Nicolás Herrera

el sueño de Nicolás

Por Rodrigo Villacís Molina
Fotos: Patricio Quelal

“… Y toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”, escribió don Pedro Calderón de la Barca, hace ya bastante tiempo, cuando era de oro la edad de la poesía española. Y todo parece darle razón, porque uno se hace ilusiones; esto es, sueña y esos sueños generalmente no pasan de ser tales. Pero lo que es también cierto es que, de todas maneras, hay que soñar, porque sin sueños no se puede vivir. La pura realidad, con sus contradicciones, sus contrastes, sus altibajos; con lo bueno y lo malo que tiene, no basta para sobrellevar la vida. Desde luego, hay sueños pequeñitos, humildes, y hay sueños ambiciosos y hasta desmesurados. Uno de estos sueños inalcanzables parecía el del pintor Nicolás Herrera (Los Andes, Carchi, 1961), cuando, sin los recursos necesarios, casi sin recursos, ciertamente, porque vivía solo de vender su obra, concibió una ilusión de tamaño heroico: construirse una casa-taller, una galería de arte y un museo para exposiciones permanentes; cosa que, salvo Guayasamín y alguna otra excepción, que debe haber, no han podido hacer entre nosotros ni los artistas económicamente más exitosos.
Pero con esa ilusión, que parecía más bien una utopía, Herrera comenzó modestamente, con un pequeño “centro cultural”, así nomás con minúsculas, años ochenta o noventa, instalado en la sala de su casa, ciudadela Bolívar, Ibarra, urbe a la que había emigrado años atrás su familia. Recuerdo ese “centro” como un espacio acogedor donde se exhibían cuadros de pequeño y mediano formato y platos de cerámica estampados con diseños de Herrera. Ahí estaban también la esposa del artista y una niña de pocos años, hija de la pareja, Soly, a la que llamaban Sol. Pero ese matrimonio no duró mucho y Herrera se marchó, dejándolo todo. Fue a vivir en Cuenca, donde realizó tres exitosas exposiciones individuales, en el Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura, en el Museo de Arte Moderno y en la Galería Larrazábal. Le fue bien, porque a la gente le gustaba su obra y la compraba. Pero al cabo de tres años decidió aventurarse, probar fortuna en otra parte, aunque no sabía bien en dónde…
Visitó Guayaquil y conoció ahí a Darwin Morales, de la Galería Gala, quien se constituyó en su representante durante un año, adquiriéndole toda la obra que producía, con lo cual vio incrementarse sus ahorros. Y más cuando pasó a trabajar, en exclusividad, con Josefina Jalil de Salgado, de la Galería Fragonard, quien habría de representarlo por ocho años muy provechosos. Pero esa relación comercial se dañó por un malentendido. Entonces Nicolás se conectó con Renato Escalone y Bernarda Pérez, de La Manzana Verde, para la cual trabajó, también en exclusiva, por tres años. Cuando esa galería abrió una muestra de Herrera, se vendió toda la obra, abundante, porque trabajaba sin descanso: “El pintor está en el papel de artista las 24 horas del día —dice en una entrevista—; por eso me sorprende cuando alguien me pregunta: tú pintas, ¿pero qué más haces? Para mí la creación es un proceso absorbente e ininterrumpido, que necesita una constante reactivación, con el estímulo de todo lo que asimilo a través de mis sentidos…”
Pero la obra de Herrera, que tuvo desde el principio buena demanda en el mercado del arte, se había ganado también el respeto de la crítica, porque, habiéndose dado a conocer en la Bienal de Cuenca (1987), alcanzó los primeros premios nacionales del Salón Luis A. Martínez, de Ambato (1988) y del Salón Mariano Aguilera, de Quito (1990). Los jurados de este último fueron la Dra. Inés M. Flores, Mario Monteforte y Oswaldo Guayasamín, quien incluso lo invitó a exponer en su galería de Bellavista. Herrera presentó en esa ocasión 40 cuadros, que también se vendieron en su totalidad. Esa sucesión de éxitos hizo que el nombre del artista se consolidara y que, por otro lado, como es entendible, su obra se cotizara cada vez mejor.
Herrera pudo disfrutar de esos ingresos cediendo a las tentaciones propias de la juventud; pero en su mente no había espacio sino para su sueño de la galería y museo. Mientras tanto, los comentarios elogiosos sobre su pintura aparecían, como hasta ahora, en la prensa y en los catálogos de sus exposiciones: “Apoyándose básicamente en el esquema del árbol —escribe Hernán Rodríguez Castelo, refiriéndose a una muestra en Todo Arte—, ha buscado la musicalización de las formas y el color; de las formas sujetando todos los elementos a ordenamientos rítmicos; del color, con sutiles variaciones de un mismo dominante. Ha construido una suerte de tótems de solidez escultórica, de perturbadora sensualidad, extraños, mágicos…”. “Los territorios que explora Nicolás Herrera —según Inés Flores— le sirven para acceder a los mundos imaginarios que traslada a sus lienzos. De allí el sugestivo resplandor y el encanto permanente de una obra que describe, en términos metafóricos, un cosmos accesible al espectador gracias a la magia del arte…”. Marco Antonio Rodríguez afirma a su vez: “El maestro Herrera urde su arte desde el borde de un abismo (…). Es el hermoso, sombrío lance de la creación auténtica. Ausencia de limitaciones. Desbordamientos… Es como si los personajes que pueblan su universo se apoderaran de él y ejercieran un tenaz dominio sobre sus pulsaciones”.
Pero, ¿cómo empezó? Como un autodidacta, viendo trabajar al pintor Fernando López, que estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad Central, y con quien compartía un pequeño departamento donde se alojó cuando vino a Quito a estudiar en la Politécnica Nacional (antes había pasado por el Seminario de Ibarra y por la Facultad de Administración de la Universidad Católica de la misma ciudad); pero se dejó seducir por el arte. Una larga, asombrada visita a los museos de la Casa de la Cultura, desde temprano hasta cuando cerraron, lo convenció de que lo suyo no eran las matemáticas y las calculadoras, sino la paleta y los pinceles. Les dio entonces la espalda a los números y se enamoró para siempre del color y las formas. Diríase que entró a esos museos un estudiante de ingeniería y salió un futuro pintor. “Entonces comencé a pintar en solitario, con pasión, a aprender por mi cuenta —dice, sin subestimar las naturales influencias del principio—; había descubierto mi destino…”. Muchas lecturas, muchas visitas a museos y exposiciones; pacientes, meticulosos estudios de la obra de los maestros y una práctica incansable, más unas incuestionables dotes naturales, hicieron que el artista que había, sin duda desde siempre, en Nicolás Herrera fuera insinuándose primero, y poco a poco tomando forma, creciendo, hasta adquirir las proporciones que ahora tiene y que no solo le han dado un nombre de relieve en la pintura (con exposiciones individuales en las principales ciudades del país y algunas del exterior, inclusive Estados Unidos y Europa), sino también en la escultura, que practica desde hace unos años, con obras importantes en el Núcleo de Imbabura de la Casa de la Cultura y en una plaza de San Gabriel, provincia del Carchi.
¿Y su sueño? Con todo lo ahorrado en más de una década, y previa una paciente búsqueda, en 1996, puede Herrera adquirir el terreno para hacer realidad la quimera que le animaba. Compra entonces ocho lotes de una urbanización planificada en uno de los lugares más bellos del norte de Ibarra, una suave colina con vista a la mítica laguna de Yahuarcocha: 7 600 metros cuadrados con un entorno ciertamente encantador. Ahí comienza por levantar su casa-taller. Había encargado a los arquitectos la elaboración de los planos; pero no solo de su casa-taller, sino también de un futuro museo; porque el lugar, dada su privilegiada ubicación, parece reclamarlo. Y el pintor considera que vale la pena cualquier esfuerzo para dotar a la ciudad que tan generosamente le acogiera, de un espacio destinado, con gran dignidad, a las artes plásticas; esto es, para exposiciones y eventos culturales. El proyecto parece muy ambicioso, y no son muchos los que, dados sus costos, lo consideran inviable para una sola persona. Pero Herrera no se arredra, consigue la aprobación de los planos por el Fonsalsi, negocia con arquitectos, ingenieros y proveedores de materiales de construcción, pagándoles parte en dinero y parte en cuadros, que ellos aceptan sin resistirse, porque saben que tienen un buen precio en el mercado.
Una exposición que realiza en el Centro Femenino de Cultura, de Guayaquil, y de la cual vende también toda la obra, le ayuda a construir la primera parte del proyecto, la casa-taller, a la que se muda y donde sigue trabajando, de sol a sol. Pero viene la catástrofe bancaria del 99 y, como dice Nicolás, “ya no hay quien compre arte”. Por eso, la segunda etapa del proyecto, destinada al museo, queda trunca, como un “bosque de columnas”, y Herrera, endeudado. Así transcurren seis años, pero en ese lapso hace alrededor de 15 exposiciones en Europa, tanto individuales como colectivas. Afronta ciertos problemas, que le ocasionan pérdidas. Por fortuna, un coleccionista de arte, el Dr. Carlos Pimentel, le adquiere una obra de gran formato, con lo cual puede pagar sus deudas. Y, más aún, las conexiones que le facilita este y otros coleccionistas, como el arquitecto Rafael Vélez, le dan un gran respiro económico.
Luego, y en consecuencia, vienen invitaciones para exponer en el exterior, con éxito de ventas, y donde hace amigos (Estados Unidos, Canadá, Francia, España) dispuestos a ayudarlo en el proyecto, que les parece admirable. Mientras las entidades culturales de ese momento lo ignoran por completo. Para continuar con la construcción, vuelve a canjear obra con materiales de construcción y el “bosque de columnas” comienza a adquirir las formas soñadas por Herrera: al fin la segunda etapa del proyecto, y más tarde, digamos recientemente, la tercera y final, que se financia con esculturas y con ventas en Estados Unidos, España y Alemania.
—Misión cumplida —dice ahora con satisfacción Nicolás Herrera—. Y ojalá la ciudad, la población, los funcionarios culturales aprecien esta obra que no es solo para mí, sino para todos.
El Museo tiene siete salas, destinadas tanto a la obra de Herrera, pintura, dibujo y escultura, como a la exposición de otros artistas nacionales o extranjeros; la última, un espacio con vista al suroeste, la ciudad de Ibarra, está destinada a café-galería —que atiende Soly, la hija del artista, también pintora— y a muestras de artistas noveles.
Hay que saludar ese esfuerzo, que demuestra que la distancia entre el sueño y la realidad, cuando nos proponemos, no es insalvable…

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