El síndrome de Grimhilde

 

Si¦ündromeDeGrimhilde 

Por María Fernanda Ampuero

Ella tenía un espejo.

Y el espejo le decía que ella, Grimhilde, era la más guapa y más joven y más deseable del reino. Con voz de hombre. Ese detalle: con voz de hombre. Y todo estaría bien mientras su belleza se sostuviera en el espejo. Ya ni siquiera en el reflejo, sino en la voz, la afirmación: sí, lo eres, lo eres, lo eres.

Todas sabemos esta historia: una niña, Blancanieves, crece y, de pronto, es más hermosa que la hermosa y el espejo, que no sabe mentir, se lo dice.

—No, ya no lo eres.

La envidia se apodera de Grimhilde: ordena matar a la jovencita —como si así pudiera perpetuar su belleza— y bueno, ya saben, hay un cazador que desobedece, siete enanitos, una manzana envenenada y un príncipe. Pero antes del “vivieron felices para siempre”, la mujer destronada de la juventud y la hermosura, convertida velozmente en una bruja, pierde la razón. Muere loca, seca, arrugada.

Muere porque no pudo soportar no ser joven o, lo que ella creía sinónimo, no ser bella.

En pocos días cumpliré 40 años y yo, que siempre he creído estar por encima de las imposibles exigencias estéticas con las que atormentan a nuestro sexo, me he descubierto mirándome mucho, mucho, al espejo.

Mi espejo no habla, pero si hablara, como el de Grimhilde, tendría voz de hombre. Envejecer es tener miedo a ya no gustar a los hombres. ¿Cómo alguien como yo, empoderada, independiente, feminista, ha sido capaz de escribir algo así? Tengo la tentación de borrarlo, pero entonces estaría mintiéndome, mintiéndoles, mintiéndonos.

Supongo que la inminente cercanía de mi 40 cumpleaños me hace querer ser más auténtica, desnudarme ante ustedes: esta soy yo, con estas monstruosas contradicciones, con esta vergonzosa incoherencia. Qué vergüenza, por favor, no se lo digan a nadie: tengo el síndrome de Grimhilde.

El espejo, que son los chicos a los que resulto atractiva, me devuelven una imagen mía que solo me gusta porque le gusta a otro. No soy yo mirándome a mí misma. No. Soy yo mirándome a través de ellos. Si les gusto, es que soy guapa. Pero si no les gusto, entonces… entonces es que soy una bruja.

Pobre de mí, una mujer exitosa de 40 años, preguntándole al espejo:

—Espejito, espejito, ¿soy bonita? ¿Todavía soy bonita?

La maquinaria para crear la inseguridad femenina es tan omnipresente, millonaria, intensa y descuidera que parece querer que todas terminemos locas como la madrastra de Blancanieves.

Mujeres, amigas, es imposible cumplir con esos cánones. Pero ahí están: en los anuncios publicitarios, en la televisión, en las películas, en lo que nos conversan las amigas, en el frasco de champú, en los periódicos. La belleza, la delgadez, la juventud, la moda, es decir, cómo nos vemos por fuera, parece ser lo único importante.

Y, de hecho, lo es, porque, si no, no estaríamos hablando de esto.

Qué maravilloso sería poder decirles que a mí no me afecta nada de eso, que voy a cumplir 40, que estoy fantástica, que me siento mejor que nunca, que no necesito a nadie que me avale ni que me sostenga de ninguna de las maneras, que soy una amazona que, de hecho, no tengo espejos en mi casa y que les recomiendo a ustedes, lectoras queridas, que se amen como son y que no caigan en las trampas que nos tiende la sociedad para tenernos ocupadas con frivolidades y así no pensemos en cosas verdaderamente importantes como en que nos deben pagar los mismos salarios o en por qué nosotras tenemos una mayor carga en el trabajo doméstico que nuestras parejas si la casa es de los dos y los niños son de los dos.

Pero claro, una mujer furiosa no es seductora y una mujer que no es seductora es una mujer sola y una mujer sola es una mujer desubicada, que corre peligro en esta sociedad. Por lo tanto: píntate la cara, haz dieta, depílate, inyéctate bótox, compra ropa, hazte el alisado japonés, ponte mascarillas, anticelulíticos, antiestrías. Y calla mujer, calla, sé guapa y búscate un hombre, y luego sigue siendo guapa porque al hombre hay que ‘mantenerlo interesado’.

Es decir, no pienses: arréglate.

Yo me enfurezco, claro, pero luego caigo en la trampa de la imagen femenina, me miro al espejo como Grimhilde y me preocupo casi hasta las lágrimas porque cada día me voy pareciendo menos a mí misma y más a una señora que seguramente se llama como yo, pero que todavía no conozco bien y la odio un poco porque no sé qué ha hecho con mi imagen y pregunto al espejo si soy guapa y me dice:

—Y… más o menos.

Tranquilos, no he mandado a nadie a traerme el corazón de alguna jovencita.

No estoy tan loca… Todavía.

 

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