El silencio

Por Anamaría Correa.

Ilustración: María José Mesías.
Edición 466-Marzo 2021.

Decidí que es mejor gritar. El silencio es el verdadero crimen en contra de la humanidad. Nadezha Maldestam (escritora rusa)

El silencio y sus formas: hay todo tipo de silencios, los silencios que te salvan y los silencios que matan. Los que te salvan son quizá los menos frecuentes, porque rara vez andamos perseguidos, huyendo de nuestro asesino, como en la película de Hollywood en que el silencio previene que te delates ante algún enemigo mortal. Pero, en la vida real, el silencio casi siempre resulta ser un arma mortal para nuestra humanidad. Por eso digo que hay silencios tan aparatosos que, por el ruido que provoca su vacío, te dejan sorda, desconcertada y perdida. Hay también los silencios de complicidad con la maldad, los silencios de miedo en los que te callas por el temor a la represalia y los silencios que conceden el abuso y le dan vida y poder al autoritario.

A veces las circunstancias de la vida nos fuerzan a gritar. A romper, aunque sea por instantes, el silencio. Resulta liberador, entonces, concederse un momento de alarido. Ir a un lugar remoto de la naturaleza y gritar hasta quedarnos sordos y liberar de nuestro interior la impotencia y el dolor.

Las más de las veces, sin embargo, el alarido es imposible y nos quedamos en el silencio. Sucede en la cotidianidad, cuando callamos frente a una injusticia, cuando la comodidad nos lleva a concentrarnos en otras cosas y preferimos fijar la vista en otros sucesos más agradables e, incluso, cuando tenemos demasiado miedo de perder nuestra zona de confort, nuestro trabajo y nos acogemos a ese estado insoportable e indigno, que se encuentra en el barrio de la autocensura.

Entonces, sin exagerar, cometemos un crimen contra la humanidad, contra nuestra humanidad. Y sí, porque no importa cuán grande o pequeño sea el evento frente al cual estamos callando, el silencio que nos imponemos es una traición a nosotros mismos y, por eso, nos sentimos incómodos e impotentes. Y si, por alguna razón, no sentimos esa incomodidad será porque ya hemos cedido por completo a nuestra capacidad de resistir, y la complacencia y complicidad con lo abominable será parte de nuestro modus vivendi sin siquiera despeinarnos.

Eso, los ecuatorianos, ya lo conocemos. Hemos callado colectivamente frente al abuso, la corrupción, el fraude, el atropello de otros, el autoritarismo grosero, el robo, las mentiras, las desigualdades, el saqueo, los amigos con contratos, las sapadas, las palancas y el pillaje de nuestros recursos. Y así seguimos, condescendientes, porque el rato que nos tocara a nosotros quizá nos comportaríamos de la misma manera.

Pero no escribo de nuestros desastres colectivos o microsuicidios políticos, hoy mi relato es personal. Porque nadie está a salvo de caer presa del silencio y, hoy, mientras escribo estas letras, siento una desazón profunda porque me acogí al silencio, cuando mi interior daba gritos. Porque me callé cuando tenía indignación, y con tristeza les puedo decir que conozco las comisuras y bordes del territorio de la autocensura.

Son sinuosos esos límites y me hacen recordar lo frágiles que somos cuando ciertas situaciones nos ponen al límite. Cómo nuestra humanidad y valores deben ser perpetuamente reevaluados y criticados, cuando la vida nos pone en circunstancias de prueba. Por los que esta vez no callaron, mi brindis, mi admiración y eterno agradecimiento.

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