El sacramento de la confesión

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 465-Febrero 2021.

A simple vista, como los recién nacidos, todos los ancianos son iguales. Es ella, me dijo la asistenta señalando discretamente a una diminuta anciana perdida en una tumbona de jardín, bajo un parasol. Estaba vestida con una blusa floreada, un jersey de cuello alto y un pantalón de franela azul y zapatillas. Dejé el ramillete de geranios sobre la mesita y me doblé para besar su frente. Sus ojos plomizos burbujearon no sé si de contento o por simple turbación. Mi madre, que era una tromba, había terminado reducida a esa viejecita, un suspiro, un gorrión, un esqueleto infantil aún vivo y con el cráneo casi calvo. Estás guapa, mamacha, le dije, tomando una silla y sentándome al frente. No dijo nada, pero me miró como si me dijera: en cambio, tú estás viejo. Sus manos ajadas temblaban una sobre otra, como si estuvieran atadas con una cuerda invisible. Estuve en casa de tu hermana Angelina, allá en Albura, le dije, y tampoco dijo nada.

Seguí contándole sobre la tía y los bloques multifamilares que habían terminado con la casona. También le conté de París, del Jardín de Plantas, del monumental edificio de la Philharmonie, al que veía desde mi ventana en la Villete. Miré hacia donde sus ojos parecía que miraban incisivamente, al fondo del vasto jardín. Un gato atigrado jugueteaba con el cuerpo seco de un pájaro. La asistente llegó con una bandeja de puré de zanahoria con un pétalo de jamón, un pocillo de yogur y una infusión. Yo la reemplacé en darle de comer y beber, mientras le seguía soltando frases al aire, reminiscencias, alusiones al tiempo, al ancianato. Pero ella estaba en otro mundo en el que yo no existía. O, quizá, como siempre, estaba resentida. Casi dos horas pasé a su lado, hasta que dobló su cabeza hacia un costado y, con la boca semiabierta y oscura, empezó a resoplar.

En la segunda visita todo ocurrió de manera casi idéntica y en la penúltima fue peor. Había pasado una noche tormentosa entre pesadillas y un porfiado afán por bajarse de la cama, que la habían atiborrado de calmantes. Parecía muerta salvo en el constante sobresalto de sus dedos. En la víspera de mi viaje, irrumpí en el ancianato sin previo aviso, ya que de todas maneras tenía que verla una última vez. Terminaban de bañarla, de tal manera que por un segundo vi su esqueleto y sus escombros. Preferí salir al jardín que contorneaba el pabellón. Cuando volví a la habitación la encontré por vez primera despierta. Esbozó una sonrisa al reconocerme. Le di un beso en el pómulo.

—Tengo sed —me dijo. Acerqué a sus labios un biberón con agua que tenía en su mesita de noche.

—Prefiero que no me visites —me dijo—. Cuando te necesité no viniste.

—Pues, ahora te necesito yo.

—No mientas.

—Necesito que me digas la verdad.

—¿Verdad de qué? En esta vida no hay verdades sino infamias.

—Como la de haberme mentido que tu amado Arnulfo era mi padre. Pues, casualmente, me he enterado que él no podía tener hijos.

De pronto, se quedó yerta y con los ojos cerrados como para siempre. Parecía que ni siquiera respiraba y yo sabía que era capaz de todo, hasta de morirse si ello le convenía.

Un asistente con aire de carcelero me pidió que saliera, que las horas de visita habían concluido. Tomé la chaqueta y me acerqué hacia la cama. Pegando mi boca en su oreja glacial le espeté:

—¡Dime quién mierda fue mi padre!

Naturalmente, no dio señales de vida.

Ya cuando cruzaba la puerta de salida, la escuché algo que por poco no lo entiendo, o que más bien entendí aunque me sonó a incongruencia. A delirio senil.

Di media vuelta y volví a entrar en la habitación. Con ganas de escupirle en la calavera le dije:

—¿Qué has dicho?

—Lo que oíste —me respondió con voz de ultratumba y los ojos vacíos apuntando al techo.

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