El rey que no había nacido

La ceremonia de coronación, que debía ser solemnísima, fue preparada con prolijidad y entusiasmo, siguiendo todos los severos protocolos de una corte, la de Persia, acostumbrada a la magnificencia y el esplendor.

El gobernante in utero fue el noveno líder del Imperio Sasánida, un poderoso reino persa en el actual Irán. Shapur II gobernó durante 70 años.

Ningún detalle debía ser desatendido. Y ninguno lo fue, en efecto, a pesar de que esa coronación tenía una dificultad singular: no había rey para coronar…

Y es que Ormuz II había muerto joven y de manera inesperada (es posible, incluso, que los nobles de la corte lo hubieran asesinado para detener sus afanes de reforma social) y, claro, el trono había quedado sin dueño. Los cortesanos se alborotaron: todos ellos, o la mayoría, suspiraban por la corona. No fue extraño, entonces, que los tres hijos del rey muerto fueran exterminados en los días siguientes. Y la lucha sucesoria estalló. Pero, de pronto, un rayo de sensatez iluminó Ctesifonte, la capital persa: no sólo esa lucha sería larga y enconada, sino que no iba a ser conveniente cambiar de dinastía porque los sasánidas habían sido exitosos y tenían el afecto del pueblo y, en especial, de la poderosa casta sacerdotal zoroástrica. Sería mejor que ellos siguieran gobernando. Pero, ¿quién? De Ormuz II ya no quedaban herederos.

Fue entonces cuando llegó una noticia salvadora: la reina había quedado embarazada. Ormuz II tendría un hijo póstumo. Y aunque todavía no había nacido, había que coronarlo sin demora para aplacar ambiciones y conjuras. De inmediato, la ceremonia de coronación fue preparada con meticulosidad y empeño. No hubo pormenor que no fuera anticipado. Y una tarde apacible del otoño del año 309 la corona fue primorosamente colocada sobre el abultado abdomen de la reina, mientras los nobles se arrodillaban ante su flamante soberano.

Fue así como, antes siquiera de haber nacido, Sapor II ya era rey. Persia tenía un nuevo rey, pero, según creían ellos, eran los nobles quienes tenían el poder. Y lo tuvieron, en realidad, diecisiete años, en los que gobernaron con desorden, tumulto y codicia, como era de esperarse de una camarilla de aristócratas repletos de discordias y ambiciones.

El niño creció, estudió historia y lenguas, adquirió conocimientos de astronomía y fue instruido en las técnicas de la guerra. Todavía era un adolescente, aunque culto e inquieto, cuando les arrebató el poder a los cortesanos y emprendió su propio gobierno. Y lo hizo de forma triunfal, con una expedición punitiva, muy eficaz, contra los árabes, que en los años previos habían incursionado una y otra vez en Persia e incluso habían saqueado Ctesifonte. Su popularidad creció.

Fue el suyo un gobierno extenso, en tiempos de agitación y turbulencia. Con aciertos y errores, con triunfos y reveses, Sapor II reinó en Persia desde antes de haber nacido y hasta el año 379, cuando murió. Fueron setenta años en el trono, más que ningún otro soberano en la historia del mundo, con una sola excepción: Luis XIV de Francia, el ‘Rey Sol’, que trece siglos después de Sapor gobernaría setenta y dos años, de 1643 a 1715. Nada menos.

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