Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 464-Enero 2021.
Mi padre era enorme y distante. Casi siempre tenía los ojos enrojecidos, como si viniese de salir de una piscina. Más que en casa, su vida la pasaba en la relojería, que era, como decir, un sinagoga donde el oficiaba. Un espacio ideal para ser, o, quién sabe, para dejar de ser. Viéndolo desde la puerta era como ver un ogro de espaldas destripando relojes, que en sus manotas parecían lentejas de metal. Le ocurrían cosas raras, como en los cuentos infantiles. Una vez, al destapar un reloj de oro, de su engranaje secreto salió volando un moscardón. Otra vez, todos los relojes, sean de pared, de piso, de muñeca, de bolsillo, se pararon a medianoche en punto. Incluso los relojes destripados. Incluso el reloj del rótulo que era una simple pintura.
Se levantaba después de que nosotros salíamos a la escuela y regresaba de la relojería cuando nosotros ya estábamos dormidos. De tal manera que lo veíamos casi siempre en sueños, como un holograma o un fantasma. Solamente los domingos íbamos con él y con mamá a la iglesia y al supermercado. Además, compartíamos juntos el almuerzo al que con frecuencia estaban invitadas la abuela y la tía, que eran su madre y su hermana. No sé qué tenía, pero aunque estuviese sentado a la mesa comiendo con nosotros, yo lo sentía como si estuviera de espaldas. Cuando hablaba nos ignoraba y siempre era a mi madre o a la suya a quienes se dirigía. Conmigo, la distancia era mayor, más que nada a partir de una tarde que sin anunciarle, como él lo exigía, fui a la relojería.
Estaba ubicada a medio camino entre la escuela y la casa, y esa tarde me había quedado jugando fútbol hasta que empezó a oscurecer. A pocas cuadras de haber salido de la escuela sentí la necesidad de ir al baño, así que empecé a caminar casi al trote, rumbo a casa. Cuando ya me aproximaba a la relojería el apuro se me volvió una inminencia. Sin dilaciones corrí hacia allá pero la encontré cerrada, aunque en su interior había luz. Me acerqué y golpeé a su puerta una y otra vez, con la desesperación del caso, incluso, gritando, papá. Pero como nadie contestó ni abrió, sin perder un segundo me deslicé detrás de un auto y me bajé el pantalón. Ya cuando pasé el apuro y me puse de pie, miré a la relojería y continuaba con la puerta cerrada aunque ya no había luz en su interior. Llevado por la curiosidad, me fui acercando con cierto sigilo. Estaba a pocos pasos cuando la puerta se abrió, lo justo como para que saliera el cuerpo flaco de un muchacho que con el hombro pegado a la pared se escabulló entre las sombras. La puerta volvió a cerrarse y yo me quedé un instante con el dilema de acercarme o seguir mi camino. Pero no hice ni lo uno ni lo otro y más bien me senté en un bordillo de la acera de enfrente, resguardándome detrás de un árbol y me quedé allí esperando no sé qué.
Días más tarde, cuando estábamos todos en la mesa, no pude evitar verlo con insistencia aunque de soslayo. Los pelos del pecho sobrepasando el cuello de la camisa, la boca llena masticando y a veces hablando, las manazas consteladas de lunares, como pesados animales empuñando los utensilios. Con ansiedad y por poco terror porfiaba en mirarlo sin poder quitarme la absurda idea de que ese hombre circunspecto y huidizo, sin que nadie se diera cuenta, aparte de mí, había sustituido a nuestro padre. Una impresión que se me borró a medias cuando por un segundo nuestras miradas se entrechocaron, produciendo un cortocircuito.
Esa sería la última vez que mi memoria lo registrara con tanta nitidez. Y, ahora que la evoco, aquella veta alilada, como un relámpago atravesando su sien, a la hora del miedo o el castigo.