Por Fernando Hidalgo Nistri.
Fotografía: Ministerio de Cultura. Fondo Fotográfico del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.
Edición 436 – septiembre 2018.

El problema del cambio climático es un tema actual, recurrente y debatido. Reportajes de prensa y documentales hechos por especialistas en el asunto ponen en evidencia el retroceso de los glaciares. Asimismo, de año en año las cámaras de los satélites artificiales nos muestran el paulatino colapso de la banquisa del océano Ártico y cómo se desprenden plataformas gigantescas de hielo del continente antártico y se van fundiendo a medida que alcanzan las aguas cálidas de otras latitudes. Todos estos fenómenos de nueva data han impactado con fuerza en nuestra forma de pensar y de imaginar el futuro. Curiosamente, la ciencia que tradicionalmente ha sido una fuente productora de optimismo para la humanidad hoy está contribuyendo a incrementar sentimientos apocalípticos y el pesimismo. La sensación de una catástrofe inminente alimenta aún más las inseguridades que tanto caracterizan a una época convulsa como la nuestra.
El calentamiento global no afecta en exclusiva a las zonas polares, también golpea y con virulencia a los Andes tropicales que se extienden desde Venezuela hasta Bolivia. Los nevados ecuatorianos, por lo tanto, no son una excepción y también se han resentido severamente con este fenómeno. No es necesario retrotraerse mucho en el tiempo para constatar esta realidad y, lo que es peor, el recrudecimiento con su transcurrir. Desde hace unos cuantos años, venimos siendo testigos de cómo los glaciares retroceden paulatinamente o desaparecen por completo. Basta ver el aspecto que mostraban los Ilinizas en las décadas de los sesenta y setenta con el que ahora nos ofrecen y nos desconciertan. Ejemplos de estos hay unos cuantos. La fragilidad de los hielos andinos y su capacidad de reacción ante las variaciones meteorológicas ha llevado a los científicos a calificarlos en términos de “indicadores sensibles del clima”. En la actualidad son considerados como verdaderos libros de registro en donde es posible leer la historia de los cambios climáticos que ha venido sufriendo el país. Desde hace unos años, se realizan catas profundas en varios de nuestros volcanes y, gracias a ello, ahora tenemos una secuencia preliminar de las variaciones atmosféricas acaecidas en los Andes tropicales.
Para ver y contextualizar las cosas con mayor perspectiva hagamos un poco de historia geológica y remontémonos a unos cuantos miles de años atrás. Tal como afirman los científicos, el planeta ha soportado cuatro grandes glaciaciones, siendo la última la denominada Würm o Wisconsin. Este fenómeno duró un lapso comprendido entre los treinta mil y los once mil años antes del presente. Según Walter Sauer, las lenguas glaciares descendieron a cotas de 3 200 y 3 000 m. En el Pichincha, por ejemplo, el límite parece que estuvo en los 3 200, mientras que en Cushnirumi, cerca de Otavalo, en los 2 800 m. No obstante, también hay que tener presente que los glaciares bajaban de las montañas y alcanzaban los valles aledaños hasta los 2 300 m. En otros lugares descendieron a cotas aún menores. Tal es el caso de uno situado en el cantón Girón, que llegó hasta los 1 750 m y de otro en Macuchi, que alcanzó la increíble cota de los 1 600 m. Un famoso glaciar descendía desde el Rucu Pichincha, por la quebrada de Rumipamba, hasta el valle de Quito. Esta inmensa lengua de hielo fue la que alimentó la antigua laguna que hasta hace relativamente poco tiempo cubría la planicie que se extendía desde El Ejido hasta el viejo aeropuerto. Todavía son perfectamente visibles esos clásicos valles glaciares en forma de U que escarbaron y labraron estas potentes y afiladas masas de hielo. Solo por citar uno de los más significativos, ahí está el de Paluguillo que desciende desde la Virgen de Papallacta hasta las proximidades de la parroquia de Pifo. Valles glaciares también se pueden observar a simple vista en el volcán Ilaló.
Esta época fue también la que tanto la Sierra como la Costa albergaron caballos andinos, mastodontes, tigres dientes de sable, megaterios, etc. Los restos fósiles de esta fauna extinta se pueden encontrar aún hoy en las quebradas de ciertos barrios del norte de Quito o en las provincias de Chimborazo y Carchi, y del cantón Santa Elena. Durante el período glacial, el paisaje y los ecosistemas también fueron radicalmente diferentes a los que hubo en ese Ecuador previo a las biocenosis que ocurrieron en los últimos 500 años. Así, unas condiciones climáticas de mayor sequedad, producto de la disminución del régimen de lluvias, dieron lugar a que la superficie forestal sufriera una contracción de gran envergadura. El evento glaciar hizo desaparecer las antiguas selvas tropicales de la Costa y de la región amazónica, apareciendo en su lugar grandes sabanas salpicadas con rodales aislados de bosques. Otro tanto parece que ocurrió con las antiguas florestas situadas en el interior de los valles andinos.
Cuando concluyó la última “edad de hielo”, hace aproximadamente unos diez mil o doce mil años, el clima empezó poco a poco a moderar sus rigores y a parecerse cada vez más al actual. Ese fue el momento en que la superficie forestal empezó la reconquista del territorio y que los distintos pisos climáticos sufrieron un proceso de reacomodo que, en términos generales, coincide con el que ahora conocemos. En este sentido, y si vemos las cosas desde la perspectiva de la larga duración, hay que señalar que las selvas amazónicas, los bosques andinos y la franja del páramo son fenómenos relativamente modernos.
Sin embargo de lo dicho, los científicos han detectado que el clima y los glaciares andinos no permanecieron estáticos, sino sujetos a dinámicas muy activas. Variaciones en el comportamiento de la temperatura y la humedad han dado lugar a episodios de expansión y de contracción del nivel de las nieves perpetuas, de manera periódica. Se puede decir que los glaciares han tenido un comportamiento de tipo pulsante. Para ser exactos, el planeta ha sufrido lo que hoy se conoce como “pequeñas edades de hielo”: períodos en que las temperaturas bajaron y los hielos expandieron considerablemente su área de distribución. Esta peculiaridad dificulta enormemente tener la certeza de si la desaparición de las nieves perpetuas es fruto de la polución ambiental a consecuencia de los gases de efecto invernadero o si se trata de fenómenos naturales ajenos a las actividades humanas.
Concretamente, la historia de los glaciares andinos da cuenta de que uno de estos eventos ocurrió entre 1300 y 1880 antes del presente. Por lo menos en lo que respecta al Ecuador, este fenómeno tuvo su pico de máxima intensidad entre 1630 y 1730, y posiblemente un pequeño repunte en la década de 1830. A estas fechas y hasta que no empezó a tener lugar el colapso de los glaciares, se calcula que la línea de equilibrio de las nieves perpetuas pudo haberse situado entre 200 y 250 m más abajo que la actual. Por las evidencias que proporcionan los glaciólogos se estima que esta última pequeña edad del hielo pudo haber empezado su repliegue definitivo a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Las fechas, sin embargo, no son concluyentes: todavía hay estudios en curso. Me limito a decir que desde aproximadamente unos 250 años a esta parte el retroceso de los glaciares ya es un hecho incontrovertible. Al principio, este fenómeno fue relativamente moderado pero luego, a partir de la década del setenta, se aceleró de manera dramática: un estudio preliminar de su comportamiento da cuenta de que en los últimos treinta o cuarenta años el Ecuador ha perdido el 38% de sus glaciares. Si contabilizamos desde mediados del siglo XIX, las cifras arrojan una disminución de 50% de esta superficie. Concretamente, el año 1976 puede considerarse como el annus horribilis de los hielos andinos ecuatorianos.



Veamos tres casos significativos que, además, tienen el aval de haber sido meticulosamente monitoreados por los científicos: en 1976 se estimaba que el Cotopaxi tenía una superficie helada de 21,3 km2, pero veintiún años más tarde esta ya se había reducido a 14,6 km2 hasta que, finalmente, en 2006 apenas si alcanzaba los 11,8 km2. El caso del Chimborazo presenta, asimismo, un cuadro dramático: hasta el año 1997 los cálculos daban una pérdida de poco menos de 12 km2, pero si se analiza lo ocurrido en el lapso comprendido entre 1962 y 1997 las cifras dan cuenta de 60% de reducción. El Antisana no fue una excepción: desde 1956 se ha comprobado la desaparición de hasta 50% de sus glaciares. Estudios más recientes y más prolijos son pesimistas y advierten que la tendencia seguirá a más y con paso firme. Ventisqueros más modestos como los del Iliniza sur o del Carihuairazo se asegura que tienen los días contados.
Si esto dicen los geólogos y los glaciólogos, veamos ahora las evidencias que muestran los testigos que tuvieron la oportunidad de ver en vivo y en directo la línea de equilibrio que en su tiempo mantenían los hielos andinos. Si bien las fuentes históricas resultan algo escasas y arrojan poca información, sí tenemos algunos datos verosímiles que permiten darnos una idea del estado de las nieves perpetuas en el Ecuador. Los testimonios proporcionados por los hombres del siglo XVIII, momento en el que concluía el máximo de la pequeña edad del hielo, son muy elocuentes. La Condamine describió los Andes quiteños de la siguiente manera: “Sus cimas se pierden en las nubes y casi todas están cubiertas de enormes masas de nieve tan antiguas como el mundo”. Antonio de Alcedo y Herrera, el autor del Diccionario geográfico histórico de las Indias Occidentales y buen observador, proporciona datos que nos dan una buena idea de la magnitud de los glaciares en esa época. De la cordillera de Guamaní, esto es del macizo montañoso que se halla al oriente de los valles de Tumbaco y de Pifo, señala que sus cumbres estaban “siempre cubiertas de nieve”. Los volcanes Imbabura, Yana Urco y Pasochoa, que es muy raro verlos teñidos de blanco ahora, albergaban una potente capa de nieves perpetuas. Algo parecido ocurría con el Pichincha que, asimismo, fue descrito como un nevado en toda regla. Este dato también es corroborado tanto por La Condamine como por Humboldt. Más aún, el volcán era frecuentado por cuadrillas de indígenas que se dedicaban a explotar el hielo acumulado para luego venderlo en los mercados de Quito. Igualmente llamativo es el caso de los Cubillines, un complejo montañoso situado entre el Altar y el Sangay. Ahí los hielos permanecían estables todo el año y las tormentas eran frecuentes. Un documento procedente del Archivo General de Indias da cuenta de que, a finales del siglo XVIII, las nevadas eran de tal magnitud que dificultaban enormemente las actividades mineras que ahí se intentaban llevar a cabo.
Las fuentes históricas, mucho más seguras del siglo XIX, también describen la secuencia de los severos cambios climáticos que sufrió el Ecuador. Los trabajos de Reiss y de Stübel, dos prestigiosos y meticulosos geólogos que exploraron el Ecuador hacia mediados de la década de 1870 arrojan mediciones muy precisas sobre los límites del nivel de las nieves perpetuas. Su informe no deja margen para la duda. El Sincholagua, que ahora carece por completo de glaciares, albergaba por esos años una capa de nieve que en algunas partes descendía hasta los 4 570 m. En el Quilindaña, que hoy ofrece un panorama semejante al anterior, el límite inferior de los hielos fluctuaba, según el sitio, entre los 4 364 y los 4 470 m. Más llamativo aún es el caso que nos ofrecen los dos picachos de los Ilinizas en donde las nieves ya empezaban a ser dominantes a partir de los 4 653-4 771 m. Respecto del Corazón, La Condamine observó que su cima “estaba siempre cubierta de nieve” y que, además, “sobrepasaba con 40 toesas (unos 78 m) el límite de los hielos perpetuos. El Carihuairazo también arroja cifras que repiten el mismo esquema. Ambos geólogos determinaron el borde inferior de las nieves en los 4 500-4 675 e inclusive observaron que en el flanco este del macizo descendían a la ahora inconcebible cota de los 4 386 m. El caso del Antisana es aún más dramático: en cuatro puntos medidos las lenguas de los glaciares alcanzaban cotas situadas bajo los 4 784 m y había una en la vertiente sur que llegaba a los 4 216 m. Finalmente, tenemos las mediciones que se hicieron en el Cotopaxi y cuyas cifras nada tienen que ver con las actuales. En la década de 1870 la línea de equilibrio de las nieves se situaba en casi todos los flancos a una altura media en torno a los 4 750 m. Incluso en la cara este, una de las más expuestas a la humedad procedente de la hoya amazónica, el glaciar bordeaba los 4 300 m. Cien años más tarde, esto es en la década del setenta el nivel promedio de las nieves ya se situaba en torno a los 4 850 m.
Los geólogos que estudiaron en los años cincuenta los nevados ecuatorianos también se percataron del proceso de contracción de las masas glaciares andinas. El ya citado Sauer, un científico que trabajó largo tiempo en el Ecuador y que incluso ocupó el cargo de geólogo del Estado prestó mucha atención al fenómeno. Por lo menos una de las pruebas la obtuvo en el Cerro Hermoso, la montaña más alta de la legendaria cordillera de los Llanganatis. Basado en estudios que anteriormente habían hecho Andrade Marín y la misión Kakabadse en 1936 y en 1940, respectivamente, determinó que ahí los glaciares habían desaparecido en un brevísimo lapso de entre quince y veinte años. De hecho, en los años cincuenta, el hielo ya solo se acumulaba de manera esporádica en las cumbres del macizo. Nada que ver por lo tanto con lo que midieron Reiss y Stübel casi siete décadas atrás. Ambos geólogos comprobaron la existencia de grandes bancos de nieve en cotas tan bajas como los 4 242 m. Actualmente se barajan muchas hipótesis pera explicar este colapso. En unos casos se echa la culpa a las altas concentraciones de CO2; en definitiva, al modelo energético “carbonizado” que impera en el mundo. Pero estudios más recientes y más sólidos están relacionando el fenómeno con el calentamiento del océano Pacífico. El Niño, por lo visto, es un evento que propicia su mengua, mientras que La Niña produce efectos contrarios.
Impresionantes
Los glaciares acumulan más del 75% del agua dulce del mundo y, a su vez, estos representan el 10% de la superficie terrestre.
1. GLACIAR PERITO MORENO (ARGENTINA) Sin duda, es uno de los glaciares más conocidos e impresionantes del mundo. Con cinco kilómetros de longitud y 60 metros de altura.
2. GLACIAR PETERMANN (GROENLANDIA) Situado en el noroeste de Groenlandia, esta gran lengua de hielo de 70 km de longitud y 15 km de anchura es el glaciar más grande del hemisferio norte.
3. GLACIAR NEGRO Y JOKULSARLON (ISLANDIA) Es el mayor lago glaciar de Islandia, dada su situación geográfica, durante el invierno se pueden contemplar algunas de las auroras boreales más impresionantes del mundo.
4. GLACIAR DEL KILIMANJARO (TANZANIA) Con 5 892 metros, es la montaña más alta de África.
5. GLACIAR DE OLDEN (NORUEGA) Es muy visitado y destino de numerosos cruceros que navegan por los fiordos. El glaciar está situado a unos 15 km del pueblo de Olden.
6. GLACIAR GREY (CHILE) Tiene seis kilómetros de ancho y más de 30 metros de altura. Debido al aumento de las temperaturas, actualmente el glaciar está en retroceso y pierde superficie a lo largo de los años.
Fuente: www.eltiempo.es