El retroceso de los glaciares andinos.

Por Fernando Hidalgo Nistri.

Fotografía: Ministerio de Cultura. Fondo Fotográfico del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.

Edición 436 – septiembre 2018.

 

Glaciares-1
Glaciar los Crespos, Antizana. Foto: Hans Meyer, 1903.

El problema del cambio climático es un tema actual, recurrente y debatido. Repor­tajes de prensa y documentales hechos por especialistas en el asunto ponen en eviden­cia el retroceso de los glaciares. Asimismo, de año en año las cámaras de los satélites artificiales nos muestran el paulatino co­lapso de la banquisa del océano Ártico y cómo se desprenden plataformas gigantes­cas de hielo del continente antártico y se van fundiendo a medida que alcanzan las aguas cálidas de otras latitudes. Todos es­tos fenómenos de nueva data han impacta­do con fuerza en nuestra forma de pensar y de imaginar el futuro. Curiosamente, la ciencia que tradicionalmente ha sido una fuente productora de optimismo para la humanidad hoy está contribuyendo a in­crementar sentimientos apocalípticos y el pesimismo. La sensación de una catástrofe inminente alimenta aún más las inseguri­dades que tanto caracterizan a una época convulsa como la nuestra.

El calentamiento global no afecta en exclusiva a las zonas polares, también gol­pea y con virulencia a los Andes tropicales que se extienden desde Venezuela hasta Bolivia. Los nevados ecuatorianos, por lo tanto, no son una excepción y también se han resentido severamente con este fenó­meno. No es necesario retrotraerse mucho en el tiempo para constatar esta realidad y, lo que es peor, el recrudecimiento con su transcurrir. Desde hace unos cuantos años, venimos siendo testigos de cómo los gla­ciares retroceden paulatinamente o desa­parecen por completo. Basta ver el aspecto que mostraban los Ilinizas en las décadas de los sesenta y setenta con el que ahora nos ofrecen y nos desconciertan. Ejemplos de estos hay unos cuantos. La fragilidad de los hielos andinos y su capacidad de reac­ción ante las variaciones meteorológicas ha llevado a los científicos a calificarlos en términos de “indicadores sensibles del clima”. En la actualidad son considerados como verdaderos libros de registro en don­de es posible leer la historia de los cambios climáticos que ha venido sufriendo el país. Desde hace unos años, se realizan catas profundas en varios de nuestros volcanes y, gracias a ello, ahora tenemos una secuencia preliminar de las variaciones atmosféricas acaecidas en los Andes tropicales.

Para ver y contextualizar las cosas con mayor perspectiva hagamos un poco de historia geológica y remontémonos a unos cuantos miles de años atrás. Tal como afir­man los científicos, el planeta ha soportado cuatro grandes glaciaciones, siendo la úl­tima la denominada Würm o Wisconsin. Este fenómeno duró un lapso comprendi­do entre los treinta mil y los once mil años antes del presente. Según Walter Sauer, las lenguas glaciares descendieron a cotas de 3 200 y 3 000 m. En el Pichincha, por ejemplo, el límite parece que estuvo en los 3 200, mientras que en Cushnirumi, cerca de Otavalo, en los 2 800 m. No obstante, también hay que tener presente que los glaciares bajaban de las montañas y alcan­zaban los valles aledaños hasta los 2 300 m. En otros lugares descendieron a cotas aún menores. Tal es el caso de uno situado en el cantón Girón, que llegó hasta los 1 750 m y de otro en Macuchi, que alcanzó la increí­ble cota de los 1 600 m. Un famoso glaciar descendía desde el Rucu Pichincha, por la quebrada de Rumipamba, hasta el valle de Quito. Esta inmensa lengua de hielo fue la que alimentó la antigua laguna que hasta hace relativamente poco tiempo cubría la planicie que se extendía desde El Eji­do hasta el viejo aeropuerto. Todavía son perfectamente visibles esos clásicos valles glaciares en forma de U que escarbaron y labraron estas potentes y afiladas masas de hielo. Solo por citar uno de los más signi­ficativos, ahí está el de Paluguillo que des­ciende desde la Virgen de Papallacta hasta las proximidades de la parroquia de Pifo. Valles glaciares también se pueden obser­var a simple vista en el volcán Ilaló.

Esta época fue también la que tanto la Sierra como la Costa albergaron caba­llos andinos, mastodontes, tigres dientes de sable, megaterios, etc. Los restos fósiles de esta fauna extinta se pueden encontrar aún hoy en las quebradas de ciertos barrios del norte de Quito o en las provincias de Chimborazo y Carchi, y del cantón Santa Elena. Durante el período glacial, el paisa­je y los ecosistemas también fueron radi­calmente diferentes a los que hubo en ese Ecuador previo a las biocenosis que ocu­rrieron en los últimos 500 años. Así, unas condiciones climáticas de mayor sequedad, producto de la disminución del régimen de lluvias, dieron lugar a que la superficie fo­restal sufriera una contracción de gran en­vergadura. El evento glaciar hizo desapare­cer las antiguas selvas tropicales de la Costa y de la región amazónica, apareciendo en su lugar grandes sabanas salpicadas con rodales aislados de bosques. Otro tanto pa­rece que ocurrió con las antiguas florestas situadas en el interior de los valles andinos.

Cuando concluyó la última “edad de hielo”, hace aproximadamente unos diez mil o doce mil años, el clima empezó poco a poco a moderar sus rigores y a parecerse cada vez más al actual. Ese fue el momen­to en que la superficie forestal empezó la reconquista del territorio y que los distin­tos pisos climáticos sufrieron un proceso de reacomodo que, en términos generales, coincide con el que ahora conocemos. En este sentido, y si vemos las cosas desde la perspectiva de la larga duración, hay que señalar que las selvas amazónicas, los bos­ques andinos y la franja del páramo son fe­nómenos relativamente modernos.

Sin embargo de lo dicho, los científicos han detectado que el clima y los glaciares andinos no permanecieron estáticos, sino sujetos a dinámicas muy activas. Variacio­nes en el comportamiento de la temperatu­ra y la humedad han dado lugar a episodios de expansión y de contracción del nivel de las nieves perpetuas, de manera periódica. Se puede decir que los glaciares han tenido un comportamiento de tipo pulsante. Para ser exactos, el planeta ha sufrido lo que hoy se conoce como “pequeñas edades de hielo”: períodos en que las temperaturas bajaron y los hielos expandieron conside­rablemente su área de distribución. Esta peculiaridad dificulta enormemente tener la certeza de si la desaparición de las nieves perpetuas es fruto de la polución ambiental a consecuencia de los gases de efecto inver­nadero o si se trata de fenómenos naturales ajenos a las actividades humanas.

Concretamente, la historia de los gla­ciares andinos da cuenta de que uno de estos eventos ocurrió entre 1300 y 1880 antes del presente. Por lo menos en lo que respecta al Ecuador, este fenómeno tuvo su pico de máxima intensidad entre 1630 y 1730, y posiblemente un pequeño repunte en la década de 1830. A estas fechas y has­ta que no empezó a tener lugar el colapso de los glaciares, se calcula que la línea de equilibrio de las nieves perpetuas pudo ha­berse situado entre 200 y 250 m más abajo que la actual. Por las evidencias que pro­porcionan los glaciólogos se estima que esta última pequeña edad del hielo pudo haber empezado su repliegue definitivo a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Las fechas, sin embargo, no son concluyentes: todavía hay estudios en curso. Me limito a decir que desde aproximadamente unos 250 años a esta parte el retroceso de los gla­ciares ya es un hecho incontrovertible. Al principio, este fenómeno fue relativamente moderado pero luego, a partir de la década del setenta, se aceleró de manera dramáti­ca: un estudio preliminar de su compor­tamiento da cuenta de que en los últimos treinta o cuarenta años el Ecuador ha per­dido el 38% de sus glaciares. Si contabili­zamos desde mediados del siglo XIX, las cifras arrojan una disminución de 50% de esta superficie. Concretamente, el año 1976 puede considerarse como el annus horribi­lis de los hielos andinos ecuatorianos.

El Quilindaña. Foto: Paul Grosser, 1902.
El Quilindaña. Foto: Paul Grosser, 1902.
Glaciares de El Altar. Foto: Hans Meyer, 1903.
Glaciares de El Altar. Foto: Hans Meyer, 1903.
La ensillada entre el Iliniza norte y el sur. Foto: Arturo Eichler, 1948.
La ensillada entre el Iliniza norte y el sur. Foto: Arturo Eichler, 1948.

Veamos tres casos significativos que, además, tienen el aval de haber sido meticu­losamente monitoreados por los científicos: en 1976 se estimaba que el Cotopaxi tenía una superficie helada de 21,3 km2, pero veintiún años más tarde esta ya se había reducido a 14,6 km2 hasta que, finalmente, en 2006 apenas si alcanzaba los 11,8 km2. El caso del Chimborazo presenta, asimismo, un cuadro dramático: hasta el año 1997 los cálculos daban una pérdida de poco menos de 12 km2, pero si se analiza lo ocurrido en el lapso comprendido entre 1962 y 1997 las cifras dan cuenta de 60% de reducción. El Antisana no fue una excepción: desde 1956 se ha comprobado la desaparición de hasta 50% de sus glaciares. Estudios más recien­tes y más prolijos son pesimistas y advierten que la tendencia seguirá a más y con paso firme. Ventisqueros más modestos como los del Iliniza sur o del Carihuairazo se asegura que tienen los días contados.

Si esto dicen los geólogos y los glació­logos, veamos ahora las evidencias que muestran los testigos que tuvieron la opor­tunidad de ver en vivo y en directo la línea de equilibrio que en su tiempo mantenían los hielos andinos. Si bien las fuentes his­tóricas resultan algo escasas y arrojan poca información, sí tenemos algunos datos verosímiles que permiten darnos una idea del estado de las nieves perpetuas en el Ecuador. Los testimonios proporcionados por los hombres del siglo XVIII, momento en el que concluía el máximo de la peque­ña edad del hielo, son muy elocuentes. La Condamine describió los Andes quiteños de la siguiente manera: “Sus cimas se pier­den en las nubes y casi todas están cubier­tas de enormes masas de nieve tan antiguas como el mundo”. Antonio de Alcedo y Herrera, el autor del Diccionario geográ­fico histórico de las Indias Occidentales y buen observador, proporciona datos que nos dan una buena idea de la magnitud de los glaciares en esa época. De la cordillera de Guamaní, esto es del macizo montaño­so que se halla al oriente de los valles de Tumbaco y de Pifo, señala que sus cumbres estaban “siempre cubiertas de nieve”. Los volcanes Imbabura, Yana Urco y Pasochoa, que es muy raro verlos teñidos de blanco ahora, albergaban una potente capa de nie­ves perpetuas. Algo parecido ocurría con el Pichincha que, asimismo, fue descrito como un nevado en toda regla. Este dato también es corroborado tanto por La Con­damine como por Humboldt. Más aún, el volcán era frecuentado por cuadrillas de indígenas que se dedicaban a explotar el hielo acumulado para luego venderlo en los mercados de Quito. Igualmente llama­tivo es el caso de los Cubillines, un com­plejo montañoso situado entre el Altar y el Sangay. Ahí los hielos permanecían estables todo el año y las tormentas eran frecuentes. Un documento procedente del Archivo General de Indias da cuenta de que, a finales del siglo XVIII, las neva­das eran de tal magnitud que dificultaban enormemente las actividades mineras que ahí se intentaban llevar a cabo.

Las fuentes históricas, mucho más se­guras del siglo XIX, también describen la secuencia de los severos cambios climáticos que sufrió el Ecuador. Los trabajos de Reiss y de Stübel, dos prestigiosos y meticulosos geólogos que exploraron el Ecuador hacia mediados de la década de 1870 arrojan me­diciones muy precisas sobre los límites del nivel de las nieves perpetuas. Su informe no deja margen para la duda. El Sincholagua, que ahora carece por completo de glaciares, albergaba por esos años una capa de nieve que en algunas partes descendía hasta los 4 570 m. En el Quilindaña, que hoy ofrece un panorama semejante al an­terior, el límite inferior de los hielos fluc­tuaba, según el sitio, entre los 4 364 y los 4 470 m. Más llamativo aún es el caso que nos ofrecen los dos picachos de los Ilini­zas en donde las nieves ya empezaban a ser dominantes a partir de los 4 653-4 771 m. Respecto del Corazón, La Condamine ob­servó que su cima “estaba siempre cubierta de nieve” y que, además, “sobrepasaba con 40 toesas (unos 78 m) el límite de los hielos perpetuos. El Carihuairazo también arroja cifras que repiten el mismo esquema. Am­bos geólogos determinaron el borde infe­rior de las nieves en los 4 500-4 675 e in­clusive observaron que en el flanco este del macizo descendían a la ahora inconcebible cota de los 4 386 m. El caso del Antisana es aún más dramático: en cuatro puntos medi­dos las lenguas de los glaciares alcanzaban cotas situadas bajo los 4 784 m y había una en la vertiente sur que llegaba a los 4 216 m. Finalmente, tenemos las mediciones que se hicieron en el Cotopaxi y cuyas cifras nada tienen que ver con las actuales. En la década de 1870 la línea de equilibrio de las nieves se situaba en casi todos los flancos a una al­tura media en torno a los 4 750 m. Incluso en la cara este, una de las más expuestas a la humedad procedente de la hoya amazó­nica, el glaciar bordeaba los 4 300 m. Cien años más tarde, esto es en la década del se­tenta el nivel promedio de las nieves ya se situaba en torno a los 4 850 m.

Los geólogos que estudiaron en los años cincuenta los nevados ecuatorianos tam­bién se percataron del proceso de contrac­ción de las masas glaciares andinas. El ya citado Sauer, un científico que trabajó largo tiempo en el Ecuador y que incluso ocupó el cargo de geólogo del Estado prestó mucha atención al fenómeno. Por lo menos una de las pruebas la obtuvo en el Cerro Hermoso, la montaña más alta de la legendaria cordi­llera de los Llanganatis. Basado en estudios que anteriormente habían hecho Andrade Marín y la misión Kakabadse en 1936 y en 1940, respectivamente, determinó que ahí los glaciares habían desaparecido en un bre­vísimo lapso de entre quince y veinte años. De hecho, en los años cincuenta, el hielo ya solo se acumulaba de manera esporádica en las cumbres del macizo. Nada que ver por lo tanto con lo que midieron Reiss y Stübel casi siete décadas atrás. Ambos geólogos com­probaron la existencia de grandes bancos de nieve en cotas tan bajas como los 4 242 m. Actualmente se barajan muchas hipótesis pera explicar este colapso. En unos casos se echa la culpa a las altas concentraciones de CO2; en definitiva, al modelo energético “carbonizado” que impera en el mundo. Pero estudios más recientes y más sólidos están relacionando el fenómeno con el calentamiento del océano Pacífico. El Niño, por lo visto, es un evento que propicia su mengua, mientras que La Niña produce efectos contrarios.

Impresionantes

Glaciares-4Los glaciares acumulan más del 75% del agua dulce del mundo y, a su vez, estos representan el 10% de la superficie terrestre.

1. GLACIAR PERITO MORENO (ARGENTINA) Sin duda, es uno de los glaciares más conocidos e impresionantes del mundo. Con cinco kilómetros de longitud y 60 metros de altura.

2. GLACIAR PETERMANN (GROENLANDIA) Situado en el noroeste de Groenlandia, esta gran lengua de hielo de 70 km de longitud y 15 km de anchura es el glaciar más grande del hemisferio norte.

3. GLACIAR NEGRO Y JOKULSARLON (ISLANDIA) Es el mayor lago glaciar de Islandia, dada su situación geográfica, durante el invierno se pueden contemplar algunas de las auroras boreales más impresionantes del mundo.

4. GLACIAR DEL KILIMANJARO (TANZANIA) Con 5 892 metros, es la montaña más alta de África.

5. GLACIAR DE OLDEN (NORUEGA) Es muy visitado y destino de numerosos cruceros que navegan por los fiordos. El glaciar está situado a unos 15 km del pueblo de Olden.

6. GLACIAR GREY (CHILE) Tiene seis kilómetros de ancho y más de 30 metros de altura. Debido al aumento de las temperaturas, actualmente el glaciar está en retroceso y pierde superficie a lo largo de los años.

Fuente: www.eltiempo.es

 

 

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