Edición 437 – octubre 2018.
Las grandes potencias volvieron a la rivalidad, tras el final de la guerra contra el terrorismo.
Cuando estalló, a finales de 2001, parecía evidente que esa guerra sería prolongada, extenuante, costosa y cruel. Una guerra de muchos años. Y es que el 11 de septiembre, cuando nadie lo esperaba (y menos que nadie la CIA, más despistada que nunca), un grupo radical islámico, Al Qaeda, había golpeado con fuerza enorme en los dos símbolos mayores del poder estadounidense, Nueva York y Washington, y, sobre todo, había demostrado que el terrorismo podía atacar en cualquier lugar, por seguro y resguardado que pudiera parecer. La amenaza era global. Ese atentado fue un llamado a las armas. Y una amplia alianza tomó las armas para la ‘Guerra contra el Terrorismo’. Pero, contrariando todos los análisis y vaticinios, esa guerra fue corta, focalizada y de baja intensidad.
Lo fue, en efecto, por una serie de motivos, el primero de los cuales tal vez fue que, buscado por aire, mar y tierra por el ejército de los Estados Unidos y sus aliados, que habían invadido Afganistán en octubre de 2001 e Iraq en marzo de 2003, el jefe de Al Qaeda, Osama bin Laden, se enterró en vida en un refugio secretísimo en Paquistán y perdió todo contacto con las células de su red. Y, claro, la red terminó despedazándose en una larga lista de grupos menores y de escasa capacidad operativa (Al Nusra, Al Qaeda en Iraq, Al Qaeda en la Península Arábiga, Al Shabab, Lashkar e Taiba, Al Qaeda en el Magreb Islámico…), que no pudieron resistir el contraataque aliado.
Uno de esos grupos, nacido en las prisiones estadounidenses durante los años iniciales de la guerra en Iraq, fue la Organización para el Monoteísmo y la Yihad, un desprendimiento de Al Qaeda que, al comenzar 2014, se convirtió en el Estado Islámico y que, en una ofensiva arrolladora que duró seis meses, llegó a controlar extensas porciones de los territorios de Siria e Iraq, unos ciento sesenta mil kilómetros cuadrados, donde vivían cerca de ocho millones de personas y donde incluso había petróleo para exportar. Pero ese éxito fue el principio del fin: salidos de las montañas y las cavernas y establecidos en ciudades, con oficinas, escuelas, templos y cuarteles, los combatientes islámicos no fueron demasiado difíciles de derrotar. Lo que hoy queda del Estado Islámico son rezagos y retazos. Y Al Qaeda ya casi no existía cuando los americanos cazaron a Bin Laden en mayo de 2011.
Todo lo cual no quiere decir, sin embargo, que haya llegado la paz y, por lo tanto, que las grandes potencias puedan alcanzar pronto acuerdos sólidos de desarme e incluso avanzar hacia la desnuclearización del planeta. Muy por el contrario, después de un comienzo de siglo en que las potencias veían al terrorismo como el único y gran adversario, el que las integraba en un frente común, hoy cada potencia ve a todas las demás como enemigos potenciales o, al menos, como rivales circunstanciales. Y con cada día que pasa los ánimos se exaltan y enardecen, al ritmo del recrudecimiento de los nacionalismos más militantes.
Más y más armas
Las consecuencias de esa desconfianza ascendente entre las grandes potencias ya se traducen en cifras: en 2017 el gasto militar mundial llegó a 1,69 millones de millones de dólares, un monto no alcanzado desde que existen registros confiables, en 1991. El de 2017 no fue un fenómeno pasajero. El incremento en la compra de armas fue de 10,1 por ciento en el lustro 2013-2017 con respecto al lustro previo, una escalada que no se veía desde los tiempos ya distantes de la Guerra Fría. El número más llamativo es el de China, que en diez años, 2008-2017, más que duplicó su gasto militar, que pasó de 108.000 a 228.000 millones de dólares anuales. La tendencia es tan clara que ya no quedan dudas: el mundo está viviendo una carrera armamentista de amplio alcance.
No se trata, por cierto, de una carrera armamentista clásica, como las de los dos siglos previos. No. Ya no se trata del tamaño de los arsenales, tanto convencionales como nucleares, sino del nivel de desarrollo tecnológico del armamento, en busca de precisión y eficiencia. La más reciente sofisticación, fruto del avance incontenible de la inteligencia artificial, son las armas letales autónomas (recuadro). Y en esta carrera por redoblar su poder militar no están involucradas tan sólo las mayores potencias. La carrera actual involucra a cada vez más competidores.
A la cabeza están, desde luego, los Estados Unidos, China y Rusia, países que, cada uno en su estilo y a su ritmo, están en medio de virajes políticos internos, que en los tres casos condicionan de manera decisiva sus agendas internacionales respectivas. En los Estados Unidos es el populismo rudo, agresivo y destructivo de Donald Trump. En China es el giro autocrático de Xi Jinping y su regreso al maoísmo. Y en Rusia es el afán de Vladímir Putin por rescatar los viejos esplendores imperiales por encima de un declive económico que limita sus ambiciones. Y en los tres casos aparece el nacionalismo como telón de fondo.
Detrás de las tres mayores potencias militares hay una serie de países —algunos ricos y prósperos, otros bien armados y con sensación de peligro— cuyos conflictos latentes les obligan a darle prioridad al frente militar. La India, por ejemplo, cuya importancia estratégica está en aumento rápido y constante, tiene conflictos potenciales con China y Paquistán. O Irán, enfrentado a Israel y Arabia Saudita. O Corea del Norte, que con su programa de armas atómicas mantiene en ascuas a Japón y Corea del Sur. Se trata, en todos estos casos, de rivalidades complicadas y duraderas, en las que un estallido súbito nunca es descartable.
Factores que hacen del comercio global de armas un negocio cada vez más rentable
• La guerra civil de Yemen: las importaciones de armas en Medio Oriente se duplicaron en los últimos 10 años, impulsadas por los conflictos abiertos en la zona, principalmente las guerras civiles de Siria y Yemen.
• El crecimiento de China: el país asiático se ha convertido en el quinto mayor exportador mundial de armas, detrás de Estados Unidos, Rusia, Francia y Alemania.
• Los conflictos africanos: África parece haberse comportado como la excepción en un mundo con un comercio de armas al alza. Si se comparan los períodos de 2008 a 2012 y de 2013 a 2017, las importaciones africanas cayeron 22%, las ventas de armas se miden por el valor total de los contratos, lo que oculta la presencia de las armas pequeñas y ligeras que se siguen utilizando en los conflictos africanos, sobre todo, la guerra civil en Sudán del Sur.
Fuente: www.bbc.com
Un horizonte tormentoso
En menos de dos años, desde que asumió la presidencia de los Estados Unidos en enero de 2017, Donald Trump se las arregló para dinamitar una estructura internacional que, con altibajos y con uno que otro quebranto, mantuvo al mundo libre de contiendas globales desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. De las conferencias de Teherán, Yalta y Potsdam emanaron acuerdos que dotaron a los países de una serie de instituciones (empezando, claro, por la Organización de las Naciones Unidas) para la resolución negociada de las controversias. Y, aunque la mayoría de los seres humanos sospeche lo contrario, la verdad es que esta era ha sido de las más pacíficas de la historia.
Incluso en los años más álgidos de la Guerra Fría, cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética se disputaban a diario cada palmo de poder e influencia en cualquier lugar del planeta, las dos superpotencias mantuvieron abiertos sus canales de diálogo, en especial para el control de armas y la no proliferación nuclear. Y los acuerdos que alcanzaron fueron significativos. Trump alteró ese rumbo y, como consecuencia, el mundo vive hoy el período de menor regulación bilateral entre las dos mayores potencias atómicas. Y la destrucción o el debilitamiento de alianzas multilaterales (antiguas y probadas, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte, o nuevas y prometedoras, como el Acuerdo Transpacífico) está determinando que el horizonte internacional se vea cada día más tormentoso.
La Unión Europea, sintiéndose vulnerable por la política siempre errática y caprichosa del presidente Trump, está cada vez más convencida de que debe tener, y cuanto antes, una capacidad propia de respuesta militar, no dependiente del poderío estadounidense. Con lo que es previsible que Europa tenga que aumentar año tras año su presupuesto de defensa, que ya es de ciento ochenta mil millones de dólares anuales. Es probable que el Japón tenga que transitar el mismo sendero. Incluso, tal vez, Corea del Sur. El que aún puede sentirse resguardado es Israel. Pero, ¿qué ocurrirá con los aliados árabes del Occidente después de las críticas agrias e incesantes de Donald Trump contra el mundo musulmán?
Uno de esos aliados musulmanes de los Estados Unidos es Arabia Saudita, que ya es el tercer país del mundo en compras de armas. Su guerra sin salida a la vista en Yemen y, sobre todo, su rivalidad de aspereza creciente con Irán (que refleja la animadversión de siglos entre árabes y persas y que es parte de la guerra civil en el islam entre sunitas y chiitas) auguran que los sauditas seguirán escalando su gasto militar. Y, por supuesto, los iraníes también lo harán, aprovechando su nueva y robusta alianza con Rusia, surgida de la interminable guerra civil en Siria.
Pero hay algo más: a principios de septiembre, la Organización Internacional de la Energía Atómica emitió un informe que liquidó el optimismo despertado por los ofrecimientos reiterados de Kim Jong-un: “la continuación y el desarrollo del programa nuclear de la República Popular Democrática de Corea del Norte es extremadamente preocupante”. En concreto, en el ‘laboratorio radioquímico’ ha sido detectada “notable actividad”, el reactor experimental de Yongbyon “mantiene su ciclo operativo” y en la central de Pyongsan sigue la construcción de un reactor de agua liviana y la extracción de uranio. Es decir que la bomba norcoreana no ha sido desactivada y, por consiguiente, las tensiones podrían reaparecer en cualquier momento. Y esas, por cierto, son malas noticias.
Parecería que a todos estos riesgos y puntos de fricción debe sumarse el factor humano: el mundo está hoy cruzado de líderes de mente inestable, propensos a la demagogia, el populismo y las posiciones extremas. El justo medio aristotélico ya a casi nadie le importa: la moderación y la sensatez no atraen votos. Por eso, sin que en la actualidad exista una disputa mayor y sin arreglo, como hubo en la era de los imperios que precedió a la Primera Guerra Mundial, o como hubo en la era de las ideologías que antecedió a la Segunda Guerra Mundial, o como hubo en la era de las hegemonías que desencadenó la Guerra Fría, las tensiones internacionales están escalando al vaivén de los excesos y los desplantes de unos líderes mundiales atropelladores y peligrosos. Todo lo cual —se supone— no desatará otra gran guerra, pero tampoco deja dormir en paz.
La tercera revolución en la historia de la guerra
“La decisión de terminar una vida humana nunca debería pertenecer a una máquina”. Esta frase suena, sin duda, a ciencia ficción, de la más barata y delirante, de aquella en que los robots se apoderan del mundo y se lanzan a exterminar la especie humana para ellos dominar el planeta. Pero no, no es una película mediocre y alarmista. Es, muy al contrario, un documento oficial de una organización respetada y seria, el ‘Future of Life Institute’, advirtiendo sobre el peligro de algunas de las nuevas tecnologías.
Ese peligro tiene un nombre cada día más conocido: armas letales autónomas. Ellas fueron, aunque vuelva a sonar a ciencia ficción, el tema central de la Conferencia Internacional Conjunta sobre Inteligencia Artificial, realizada en Estocolmo y a la que asistieron 170 organizaciones y unos dos mil quinientos expertos de todo el mundo. Y su admonición fue contundente: “la inteligencia artificial ya está preparada para desempeñar un papel cada vez más importante en los sistemas militares”.
Las armas letales autónomas son definidas por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos como “un sistema que, una vez activado, puede seleccionar objetivos y apuntar contra ellos sin necesidad de intervención humana”. Esas armas todavía no existen, pero al ritmo del avance de la tecnología es previsible que existirán muy pronto. A menos que, antes de que hayan sido desarrolladas, sean prohibidas.
Ya hay, en efecto, un movimiento amplio y resuelto para tratar de impedir la fabricación de armas autónomas que, según un manifiesto firmado en 2015 por más de mil científicos (entre ellos Stephen Hawking, Steve Wozniak y Elon Musk), serían “la tercera revolución en la historia de la guerra, después de la pólvora y de las bombas nucleares…”.
Lo que ya existe es armamento semiautónomo: aviones, o drones, o vehículos terrestres que pueden operar tan sólo en el entorno y en las condiciones determinadas por sus diseñadores o sus programadores. Ese es el caso del X-47B, un avión estadounidense no tripulado que puede aterrizar por sí mismo en un portaaviones y recargar combustible en vuelo sin intervención humana. Y es también el caso de determinados sistemas antiaéreos que ya estarían usando, entre otros países, Corea del Sur e Israel. Por su parte, Rusia, China y el Reino Unido tendrían ya, y estarían operando, drones semiautónomos para tareas de vigilancia y espionaje.
El siguiente paso serían las armas autónomas: para ejecutar la misión para la que fueran programadas, por ejemplo dispersar una protesta callejera, una tanqueta dotada con inteligencia artificial decidiría por sí misma qué hacer para superar los obstáculos que se le interpusieran, incluso disparando a matar o arrollando a una multitud. En un campo de batalla, el potencial de armas así sería incalculable. Es decir auténticas máquinas asesinas, para hacer realidad algo de la ciencia ficción más aterradora.