El que ama siempre tiene la razón

Diners 464 – Enero 2021.

Por: Juan Fernando Andrade.
Fotografía: Shutterstock

A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen, fue uno de los libros más vendidos, leídos, comentados, amados y odiados del año 2020. Al parecer, el director neoyorquino sabe cómo arreglárselas para hacer de todo lo que toca un motivo de guerras napoleónicas. 

Esta es la pieza que faltaba. Ahora entiendo por qué no había podido terminar esto, esto que debí haber entregado qué rato. Tenía que terminarlo (o cerrarlo, como dicen en el mundillo del cine) hoy, martes primero de diciembre de 2020, el mismo día en que Woody Allen alcanza 85 años de edad, 55 películas en calidad de director, 80 producciones (cine, televisión, teatro) en calidad de guionista, 5 libros en calidad de autor y 2 discos de jazz en calidad de clarinetista. O, como él mismo diría: He hecho de todo: he sido comediante, guionista, actor de cine (¿ha sido una estrella de cine?, sin duda, pero no para todo el mundo), he salido con mujeres hermosas, le he dado la vuelta al mundo tocando la música que amo, y aún así siento que la vida me estafó.

Mientras escucho The Bunk Project, su banda, en Spotify, capto que se han añadido discos a la lista de reproducción, que hasta este año constaba básicamente de los monólogos y soliloquios que grabó en los sesenta y setenta. Ahora están disponibles, leídos en alemán, todos los capítulos de A propósito de nada, su todavía flamante autobiografía; y también en alemán pero también en portugués, italiano, noruego, neerlandés (lo que en este lado del mundo llamamos holandés) y sueco, unos discos que se llaman (o no se llaman, porque no están en español) 100 citas de Woody Allen. Esto no es nada raro, el cine del viejo Woody siempre ha sido mejor recibido y consumido y procesado en Europa que en su propio país; y bueno, los argentinos también lo aman, pero ya sabemos lo que piensan los argentinos de los argentinos. Y no me parece, como señala la mayoría, una cuestión de esnobismo intelectual, existencialismo narrativo o sofisticación cinematográfica: aunque sí de valor nutricional.

Woody Allen se define a sí mismo como un director irresponsable y descuidado y más de una vez ha dicho que intenta meter, en sus comedias, todas las bromas posibles porque si el espectador se ríe al menos no pedirá que le devuelvan el dinero. Y sí, algo de eso hay: hasta en la peor película de Woody Allen (más de una, para ser francos) está una de las mejores bromas de Woody Allen. Incluso las comedias “ligeras” del director/guionista/protagonista han sido desmenuzadas hasta los átomos de sus átomos para tratar de encontrar claves, señales ocultas o pistas hacia un tipo de nube interior, cuando, se ha cansado de decirlo: Solo pretendo ser gracioso. Ok, entonces pensemos en esto: ¿qué nos hace reír? Yo suelo divertirme mucho con amigos que leen demasiado para su propio bien, que ven demasiadas películas, que ven demasiadas noticias, que se amargan por ver demasiadas noticias, que expulsan a mujeres hermosas de sus vidas porque ellas no han escuchado la discografía completa de The Replacements (o no les parece gran cosa) y tonterías por el estilo. Y me río, muchísimo, cuando sufren porque saben que algún día, quizás hoy, van a morir como en los dibujos animados de la Warner: aplastados por un piano que cae del cielo.

Y, ahora sí, mi punto: si nos ponemos a pensar en todas esas cosas que nos hacen sufrir, no podemos escoger otro camino que la risa. Llorar sería irresponsable, incluso cuando parezca lo más coherente. Tenemos que reírnos. Reírnos fuerte y claro. Reírnos de largo. Reconocer con orgullo el hecho de que al universo nada le importamos, y seguir riendo, más fuerte que antes. Esto, sospecho (pero he estado equivocado antes), es lo que pasa con el público que tiene Woody Allen en Europa: disfrutan, sobre todo, de una conversación que, aunque conduzca a la desesperanza, alimenta, hidrata, nutre, con uno de sus cineastas más consentidos; y, nada es coincidencia, el mismo Allen dice que de niño prefería las películas europeas a las norteamericanas. Su público disfruta tanto como él, que, sobre su director favorito dice, Yo no voy a ver cine de Bergman para estudiar, tomar notas o estimular mi mente sino porque me lo paso bien. El cine es y debe ser entretenimiento.

(Para todo lo demás existen la argentina y sectaria Lucrecia Martel, el chanta mexicano González Iñárritu, el húngaro László Némes, el deprimido-mal-medicado Lars von Trier, los tan belgas como franceses y jugados hermanos Dardenne, el griego Yorgos Lanthimos (un duro) y varios otros de los que puedes hablar para sonar mucho más inteligente y culto y enterado y cinéfilo y al día y serio que hablando de Woody Allen).

En Europa, además, estaba anunciado el lanzamiento de A propósito de nada en francés, alemán e italiano para la primavera del año pasado, para luego salir en español el 21 de mayo. Pero nada de esto pasó y el chisme es más o menos el siguiente: La editorial Grand Central Publishing, una división del grupo Hachette, adquirió los derechos del libro para todo el mundo, pero tras un reclamo público de Ronan Farrow (hijo biológico de Woody Allen y Mia Farrow; aunque hablando de chismes, dicen que su verdadero padre es Frank Sinatra), periodista, cofundador del #MeToo y quien, investigaciones y artículos mediante, se encargó de llevar a Harvey Weinstein a la cárcel, reclamo al que se unieron decenas de empleados de la editorial, la compañía desistió en sus intenciones de lanzar el libro al mercado y le devolvió la totalidad de los derechos a su autor. Al día siguiente, Dylan Farrow, la hija biológica de Woody Allen y Mia Farrow que, según su madre y ella misma, fue abusada sexualmente por Allen cuando tenía siete años, dedicó un tuit a los empleados de la editorial: Para todos y cada uno de los individuos que, ayer, tomando un gran riesgo profesional, se mantuvieron solidarios con mi hermano, conmigo, y con todas las víctimas de abuso sexual: no hay palabras que puedan describir la deuda de gratitud que tengo con ustedes. Para alguien que, como yo, se ha sentido sola en esta historia durante tanto tiempo, lo de ayer fue un profundo recordatorio de la diferencia que puede hacer la gente cuando se une por aquello que es correcto. Muchas gracias, en serio.

A propósito de nada, es un recuento completo de su vida, tanto personal como profesional, y describe su trabajo en cine, teatro, televisión, clubes nocturnos y publicaciones. Allen también escribe de sus relaciones con familiares, amigos, y los amores de su vida.

A partir de ese momento, los titulares cambiaron. Los diarios, que anunciaban que la tan (y esto es cierto) esperada autobiografía del cineasta llegaría a las librerías en la primera mitad de 2020, pasaron a anunciar, primero, que el libro no vería nunca la luz en Estados Unidos; segundo, que en Europa solo una editorial española se arriesgaría a publicarlo. Eran días, digamos, de cristal: varias celebridades, sobre todo jóvenes o muy jóvenes (Greta Gerwig, el ahora llamado Elliot Page), habían dicho públicamente que se arrepentían de haber colaborado con Allen y que donarían su sueldo a fundaciones dedicadas al trato del abuso sexual en menores de edad (ahora bien, lo dice el mismo Allen en su libro: para poder hacer mis películas tal y como quiero, solo puedo pagar el sueldo básico a los actores, así que tampoco perdieron una fortuna). Y quizás lo más sonado fue lo del simétrico y ahora motivo de adoración y deseo Timothée Chamalet, que en 2018, tras haber rodado una película con Allen, se unió a la campaña en su contra; meses después, cuando ya había perdido el Óscar al que fue nominado por su más que eficiente interpretación en Llámame por tu nombre, Chamalet llamó por teléfono a Letty Aronson, hermana menor y productora de las últimas 27 películas de Woody Allen, y lo hizo para disculparse: según él, le habían aconsejado atacar públicamente al director para aumentar sus chances de llevarse la estatuilla.

Así las cosas, oscuras para unos y radiantes para otros, a menos de veinte días del tuit de Dylan Farrow, el lunes 23 de marzo de 2020 y sin ningún aviso, campaña de expectativa, promoción o estrategia publicitaria de por medio, las librerías de Estados Unidos amanecieron con una novedad en sus vitrinas: A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen. El silencioso estallido fue tal que, ese mismo día, el del lanzamiento del libro, Amazon se quedó sin ejemplares en su infinito stock, solo por decir algo.

Y bien, aquí algo de lo que es mejor salir rápido: si amas a Woody Allen, lo vas a amar un poco más (sí, es posible); si odias a Woody Allen, ¿por qué no te compras otro libro?

Y otra cosa de la que es mejor hablar de una vez. He leído en varias reseñas, incluso en las que defienden el libro con uñas y dientes y arrebatos fanáticos, que el viejo Woody gastó demasiadas páginas “defendiéndose”. No quiero ahondar en esto porque lo divertido es que ustedes lean las memorias de uno de los genios del siglo XX y no que yo haga aquí un resumen a lo libro leído en el colegio. Si me preguntan, cosa que nadie ha hecho, Woody Allen se encarga de revisitar las circunstancias bajo las cuales fue acusado de abusar sexualmente de su propia hija porque, según su recuento, y esto no lo digo como fanático (pero hay pruebas), aunque tampoco puedo decirlo como un observador imparcial o, mucho menos, como un perito, el crimen del que se lo acusa no pudo haber sucedido sin que mediara, al menos, una dimensión paralela en la que no pasa el tiempo y el crimen ocurre una y otra vez por toda la eternidad. Dicho esto, queda el otro escenario, horroroso por decir lo menos. Woody Allen y Mia Farrow, que nunca se casaron ni vivieron bajo el mismo techo, que siempre fueron novios y cuya relación, cuenta Allen, fue mutando rápidamente de lo pasional a lo profesional (se desvive en elogios para ella, dedicados, claro, a la actriz), estaban rodando en 1992 la que sería su última película juntos Maridos y mujeres. Por esos días, como sabe mucha gente, Mia encontró en el departamento de Woody polaroids en las que Soon-Yi, una de sus hijas adoptivas, 35 años menor que Allen, posaba con poca o ninguna ropa pero sí muchas ganas. (Lo verdaderamente increíble es que, una vez descubierto el romance, Farrow y Allen trabajaron juntos por un par de días más hasta culminar el rodaje de Maridos y mujeres, dicho sea de paso, una de las mejores cintas que hicieron). Meses más tarde, cuando ambos peleaban por la custodia de sus hijos, Farrow acusó a Allen de abusar sexualmente de Dylan. Y todo, todo lo que quieran saber al respecto, por lo menos en versión de Allen, está en el libro.

De izq a der.: Moses Farrow, Mia Farrow con Ronan Farrow en brazos, Soon Yi Previn y Dylan Farrow de la mano de Woody Allen, en Nueva York en 1988.

Queda la posibilidad, para quienes escojan creerla, de que la niña haya sido manipulada por su madre como parte de una venganza enferma y salvaje contra su padre: y que defienda sus argumentos hasta el día de hoy porque eligió el bando de su madre o, simplemente, porque cree que lo que ella le contó es verdad: después de todo, ninguna madre se atrevería a moldear de esa manera la mente y la vida de su hija, ¿cierto? Y queda la posibilidad, para quienes escojan creerla, y aunque Woody Allen no tenga antecedentes de ningún tipo (habiéndose rodeado siempre de actrices hermosas —así como hay las chicas Bond, hay las chicas Allen— ninguna ha sugerido siquiera que el director se pasó de copas durante una cena e insinuó algo indebido) de que, en caso de que algo haya pasado entre padre e hija, ese algo no sea considerado por la ley como un abuso sexual pero haya traumado a la pequeña para siempre.

El 23 de diciembre de 1997 Woody Allen y Soon-Yi Previn se casaron por sorpresa y en privado en Venecia.
Woody Allen y Soon-Yi durante su luna de miel en París.

En su columna de El País semanal, en octubre pasado, el español Javier Cercas escribió esto: “A veces me han preguntado qué libro aconsejaría yo a un escritor en ciernes, a un escritor que todavía no es escritor, pero quiere llegar a serlo; siempre respondo lo mismo: la Correspondencia, de Flaubert, un libro que contiene la batalla tremenda de un hombre común y corriente que, combatiendo contra sus propias limitaciones, consigue escribir algunas de las mejores novelas jamás escritas. Bueno, pues de ahora en adelante aconsejaré también las memorias de Allen, que antes que cineasta es escritor, o que es cineasta a fuer de escritor. A propósito de nada está plagado en efecto de cosas que ningún aspirante a escritor, o a cineasta, debería olvidar: la apología del trabajo (‘sudad la gota gorda’), el desprecio del espíritu competitivo, de la envidia del éxito ajeno y del narcisismo letal (‘la obsesión con uno mismo, esa traicionera pérdida de tiempo’), la conciencia de que la mejor recompensa de escribir o filmar no es otra que escribir o filmar, y de que el éxito auténtico consiste en llegar a filmar o escribir cosas que ni siquiera uno mismo imaginaba que sería capaz de filmar o escribir”.

A esto yo le sumaría un mérito aún mayor: la soltura. Me explico. Woody Allen no sabe ni cómo se llaman las cámaras, lentes o luces que usa en sus rodajes. Sus memorias no son, y demos gracias al cielo por esto, un manual de instrucciones para el cineasta que pone los fierros por delante de la historia o los personajes. Es decir, no hay capítulos en los que relate minuciosamente cómo logró tal o cuál escena, por qué puso la cámara donde la puso, por qué los actores miran hacia un lado y no hacia otro, por qué un plano cerrado transmite mejor ciertas emociones que un plano abierto. Tal vez, si hablamos de consejos prácticos, el único en que insiste es este: contrata gente talentosa y déjala trabajar en paz. Y, sin embargo, es un libro que tiene todo que ver con el oficio de escribir: prohibido olvidar que Woody Allen empezó a escribir chistes para columnistas de diarios a los dieciséis años y desde entonces no ha parado. Pero esto del oficio tampoco se explica porque los que de verdad saben no tienen que explicar absolutamente nada, basta con que muestren cómo se hace. Allen hace un recuento de sus películas (tiene sus preferidas, claro) como quien cuenta cómo le fue en la oficina cuando hubiese preferido estar en el estadio con una cerveza en la mano. Y, aquí vuelvo a mi punto: la soltura. La soltura con que escribe o recuerda a sus 84 años revela no el talento pero sí el oficio y el empeño y los músculos todavía tensos y bien definidos de quien no ha dejado de escribir una película al año (más obras de teatro, más artículos para el New Yorker, más libros de cuentos) desde 1965. Y, si de verdad quieren saberlo, uno se encuentra frente a un gran escritor cuando este escritor vive y escribe con soltura, o sea, cuando no se nota el inmenso esfuerzo que conlleva poner una palabra después de otra.

En mi triste carrera de editor, he aprendido a valorar como si fueran rubíes africanos no los buenos textos ni los buenos párrafos, lo que realmente me conmueve es una buena frase, una frase de esas que parecen haber estado siempre ahí, esperando por un par de dedos y otro par de ojos: una buena frase ya es bastante para quien pretenda escribir otra, o es, al menos, el comienzo o la posibilidad de algo imposible: escribir sin que se note que se está escribiendo. Pues bien, leyendo A propósito de nada, una lectura demorada, debo decirlo, porque subrayé casi todo el libro, me di cuenta de que el sueño existe: escribir la vida como si fuera, toda ella, digna de un recuerdo.

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