El purgatorio.

Por Huilo Ruales.

Ilustración Miguel Andrade.

Edición 424 – septiembre 2017.

Firma--HuiloTenía un gran patio de piedra y veinte cepos de tres metros cuadrados en dos pisos. Estaba ubicado en la calle Venezuela, cuando después de haberse empinado hasta la basílica, esta se convertía en un tobogán que aterrizaba en la Plaza Grande. Todos sus arrendatarios eran hombres solitarios, más que solos. Había vendedores, burócratas, universitarios de provincia, extranjeros sin documentos (entre ellos, había un mendocino que, en las noches, convertido en compadrito, cantaba tangos en un asadero del norte), solterones, divorciados, maricas, fantasmas. Había un pintor que más que pintar sufría de reumatismo y del avaro espacio para sus bastidores inmensos. Un diminuto detective con aire de lego medieval que devoraba novelas policiacas. Un ayudante de cocina en el hotel Colón Inn. Un abogado de abolengo que tenía su casa y su familia en Bellavista, pero que ocupaba el cepo del Purgatorio para sus desmanes amatorios. También había un poeta en trance a tiempo completo, de aquellos que andan por los tejados y caminan por las calles con los intestinos al aire. Un poeta oral con voz de buey y una dicción que todo aquello que salía de su boca parecía poema. Demiurgo, lo apodaban.

Al fondo del segundo patio, en una mediagua cercada por una verja de hierro, vivían las únicas mujeres del Purgatorio: Carlita, se llamaba la hija, una muchacha fea con ojos de pescado y dientes en exceso, pero que tenía un cuerpo de bailarina del Tropicana. Su madre se llamaba Maclovia y era una bruja que administraba la casona, cobraba el alquiler la víspera, cortaba el agua y la luz y, en suma, hacía un infierno la vida de todo mundo. Allí tuve mi refugio que consistía en un cepo con una litera, un tubo cerca del techo con tres armadores de alambre y una mesita coja para mi vieja Brother. Allí empecé a escribir una novela sobre el Purgatorio, donde una bruja llamada Maclovia cortaba la luz para acallar el traqueteo de mi Brotherita, que cabalgaba como si estuviera follando con todos los jinetes del apocalipsis. Naturalmente, a la luz de una vela, el personaje principal se convertía en un Raskolnikov andino que propinaba la debida muerte a la maldita vieja.

¿Quién no aspiraba a quebrar el gaznate de la Maclovia, o en una chamiza, en medio del patio de piedra, quemarla viva? Eso casi ocurre un sábado muy temprano. Como si se hubiera fumado unos tres metros de bareto, la bruja empezó a aullar desde el patio blandiendo su guadaña. El Demiurgo era el supuesto responsable de su trance. Lo normal en ella hubiese sido que subiera las escaleras y tumbara la puerta del poeta y lo expulsara del Purgatorio a palazos. Pero algo así como el miedo la tenía clavada en el patio, gritando como posesa: Baja hijodeputa, si eres hombre. Si no sales, llamo a la policía. Hasta que el Demiurgo, enorme como un gladiador romano en calzoncillos y borracho, salió de su cepo y empuñando la baranda, mugió: Aquí estoy, mater admirabilis, qué se le ofrece. Y detrás de él, en bragas y dentro de una camisa del poeta, apareció la Carlita. La Maclovia, reducida a un diminuto dragón de cartón piedra, a una simple vieja con cara de muerta, los vio como la primera escena del infierno adonde, con todo sentido de justicia, estaba destinada. Vaya para la casa, mami, que ya voy, le dijo la Carlita, enroscándose en la cintura del Demiurgo. El Purgatorio entero contempló sin creer a la bruja, soltando la guadaña, bajando la cerviz y encaminándose obediente rumbo a la mediagua. Después se declaró la fiesta unánime. El trago, la comida, la música, la hierba, cundían, circulaban y en el medio, chumadita y feliz, la Carlita era la reina del Purgatorio.

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