Por Jorge Ortiz.
Edición 452 – enero 2020.
La conquista había sido arrolladora y sin desvíos: Alejandro III de Macedonia, ‘Alejandro Magno’, había conducido sus tropas con fijeza y energía hacia los ríos Indo y Oxus, venciendo en su camino a los pocos rajás y jefes tribales que osaron enfrentarlo.
Su único adversario difícil había sido Poros, un rey valiente y obstinado, a quien derrotó en la batalla del río Hidespes. El inmenso país (que abarcaba lo que hoy son Pakistán, Bangladesh, partes de Afganistán e Irán y, por supuesto, la India) se había convertido, así, en otra joya del imperio de Alejandro. Era el año 326 antes de Cristo.
Para entonces, la India ya era una fuente de religiones que, diferenciándose de casi todas las demás, no estaban inspiradas en visiones proféticas de plenitud mesiánica, sino que daban testimonio de la fragilidad de la vida humana, en un devenir sin final. Además de la conquista de los griegos macedonios, el subcontinente había sufrido dos siglos antes, en el VI antes de Cristo, la ocupación de los persas, que fue larga y cruel. Pero el dominio de Alejandro duró poco: el gran conquistador murió joven, antes de cumplir 33, en el año 323, en Babilonia. La India pronto recuperó su autonomía.
Fue por entonces cuando uno de los ministros del reino, llamado Kautilya, un brahmán reputado como pensador profundo, astrólogo serio y conocedor de ciencias y artes variadas, convencido de que la estirpe de los Nanda estaba ya agotada, promovió una sucesión en el trono y la llegada de una nueva dinastía, la de los Maurya, con él como consejero mayor. Se impuso, ante todo, la tarea de entender las estructuras políticas de la India, con sus muchas diversidades y complejidades, para entregar a los gobernantes una guía concreta para la acción. Su primera conclusión, en la que asentaron sus reflexiones y consejos, fue rotunda y sin vacilaciones: “el Estado es una institución frágil y vulnerable, por lo que el gobernante no tiene el derecho a arriesgarla por consideraciones éticas”. Realismo duro.
Su libro, el Arthashastra, es un manual de recomendaciones y advertencias no sólo para afianzar y proteger el Estado, sino también para neutralizar, subvertir y, en lo posible, conquistar a los reinos vecinos, en un mundo —según lo describe con claridad diáfana— en el que el arte de gobernar es un asunto práctico, que por lo general no coincide con el ámbito de la ética ni con los rumbos de la filosofía. Más aún, todos los recursos disponibles —las finanzas, la fuerza militar, la ley, la diplomacia, el espionaje, la cultura, las tradiciones, la opinión pública e incluso los vicios y debilidades del ser humano— deben ser usados por un soberano sabio para fortalecer y expandir su reino.
(Muchos años después, a principios del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe y Discursos sobre la primera década de Tito Livio, para instruir a Lorenzo de Medici sobre la forma de unificar Italia y librarla de sus enemigos: “debe —asegura, entre otras admoniciones de similitud asombrosa con las de Kautilya— comenzar por asumir que todos los hombres son perversos y están preparados para mostrar su naturaleza en cuanto encuentren la ocasión…”.)
La irrelevancia de la moral en las decisiones políticas es, en el pensamiento de Kautilya, como en el de Maquiavelo, algo más que una opción para el estadista: es un imperativo final, partiendo de la lógica brutal de que “el conquistador siempre se esforzará por acrecentar su propio poder y aumentar su propia felicidad”. Nada menos.
Después, la India fue conquistada y sojuzgada una y otra vez. Lo hicieron los árabes en el siglo VII, que impusieron el islam, una fe que perdura en Pakistán, Afganistán, Bangladesh e Irán. Y lo hicieron los turcos y los afganos en los siglos XI y XII, los mongoles en los siglos XIII y XIV, los mogoles en el XVI y, en fin, los europeos desde el XVII. Y los británicos allí se quedaron hasta 1949, cuando la descolonización resuelta al final de la Segunda Guerra Mundial acabó con los imperios. Y todo eso ocurrió a pesar de Kautilya y su Arthashastra…