Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 449 – octubre 2019.
Tenía tres años y las guarderías me causaban una mezcla de terror y náusea, depresión y vacío existencial. Me acuerdo clarito de mi lonchera azul, del termo con tapa roja; la ilusión y la angustia de mi primer día en prekínder.
“Cris, mira los juguetes, mira qué linda la escuelita”, insistía mi mamá, pero sus palabras causaban el efecto inverso. Mientras más me lo decía, más terrorífico me parecía ese universo de colores. ¿Quiénes eran esas personas ajenas con las que me abandonaba? Cuando mi mamá se iba, yo no me quedaba solamente llorando, no. Yo gritaba hasta ponerme azul. Mordía a las “tías”. Pateaba donde podía. El clímax llegó una mañana en la que, después de haberle escupido a la profesora o algo parecido, me llevaron castigada a la oficina de la señora rectora. Ella me miraba con severidad. Entonces, a los tres años y sin saberlo, hice mi primer acto heroico y anarquista. Vomité sobre su escritorio, encima de sus papeles. Y esa fue mi venganza adelantada al sistema educativo. Supongo que fui expulsada.
Después de pasar por varias apuestas de educación alternativa, decidí quedarme en la más tradicional. La belleza de una señorita maestra, que había sido reina de Quito, derrocó a cualquier pedagogía humanista. No me importó la educación Montessori; la cabellera de la chica, que a mis ojos parecía un hada, hizo que me quedara, al fin, en el prekínder.
Miento si digo que no quiero que mi hijo Lucas vaya a la guardería. De hecho, me he sentido culpable al escuchar a las otras mamás cuando dicen que si pudieran nunca les mandarían a sus hijos al colegio… que es una suerte pasar con ellos todo el día; después de pasar dos años y medio en la casa, jugando, lavando platos, trabajando cuando él duerme, he perdido un poco el sentido del tiempo, de mí misma; me he convertido en un ser fusionado cuyo mejor traje es la pijama. Ya no sé cómo es el mundo ni cómo soy yo… Extraño conversar con otro adulto, trabajar en oficina, salir a una reunión de lo que sea. Pero cuando salgo, le extraño a él. Entonces, cuando al fin decidimos que a partir de este año Lucas irá al prekínder, no pienso en el tiempo que añoraba y al fin tendré, sino en el abismo.
Nuestras “rutinas” familiares son desastrosas. De hecho, no existen. Lucas baila rock con el papá hasta las diez de la noche, le bañamos en las mañanas, no escucha La vaca Lola sino Queen, y en vez de jugar con cubos de madera habla con sus amigos imaginarios por un celular que ya no sirve; entonces, justo cuando conoce a su profe Waldorf, me pregunta, “¿dónde está mi celular?”. Si va a entrar a la guarde habrá que ordenar nuestras vidas. Decido poner horarios. Le doy la cena a las seis, después preparo el baño, y él, como si quisiera acolitarme, lo hace todo al pie de la letra. Mientras lo baño, ya estoy llorando. El tiempo se encoge. Veo el día en que entré al quirófano temblando, lo veo tomando teta por primera vez, como un cachorro; veo las montañas en las que le conté a mi madre de mi embarazo, y ahora mi niño va a la escuela. Tengo pesadillas. Estoy a punto de pedir que me devuelvan el dinero. Al otro día nos levantamos tempranito, él está feliz, le pongo su mochilita de dinosaurios, casi no alcanza a llevarla, tomamos una foto forzada, él finge una sonrisa mostrando los dientes.
Cuando llegamos a su escuela, mira todo con atención. Contra todo pronóstico, no llora. Solo observa. Cuando le digo que ahora se quedará con su profe, me dice que sí, y me da un beso. Mientras nos vamos, ve para otro lado. Se hace el valiente. La que llora soy yo; entiendo que a partir de hoy (quizá) se abre otro mundo, un universo paralelo en la galaxia en el que Lucas tiene experiencias de las que yo ya no soy parte. El bebé que abrazo por las noches es el mismo que en las mañanas suelta mi seno y va hacia la aventura, hacia eso que, aunque me duela el corazón, solo le pertenece a él.