Por Jorge Ortiz.
Edición 464 – enero 2021.

Fue un operativo rápido, exacto, de una eficacia enorme: cincuenta monjes, entre ellos el abad del monasterio de Tashilhunpo, en el extremo suroccidental del Tíbet, fueron sacados de sus celdas, alineados en el patio central, subidos en camiones militares y llevados a un cuartel cercano. Una cirugía de alta precisión. Casi no hubo resistencia. Todo terminó en muy pocos minutos, sin conmoción ni alboroto.
Sin embargo, no eran los monjes, hombres silenciosos y apacibles, dedicados a la meditación, los objetivos de la fulminante acción militar de esa mañana de julio de 1995. No. A quien buscaban los soldados era a un niño de seis años, de familia pobre y expresión vivaz, que desde unas semanas antes vivía con sus padres en el monasterio, donde era cuidado y educado con dedicación especial. A él, Gedhum Chöekyi Nyima, nunca más volvió a vérselo. Tampoco a alguien de su familia.
Su drama había empezado mucho antes de que el niño naciera. Había empezado, en concreto, el 7 de octubre de 1950, cuando el ejército de la República Popular China entró en el Tíbet, lo ocupó por la fuerza y lo anexionó unilateralmente. Su líder espiritual, el Dalái Lama, tuvo que huir y refugiarse en la India. La invasión había sido ordenada en persona por Mao Tse Tung, quien un año antes, en octubre de 1949, había tomado el poder e implantado el régimen socialista.
Con su país ocupado y su guía en el exilio, el budismo tibetano no volvió a tener autonomía, aunque el segundo en su jerarquía, el Panchen Lama, sí logró quedarse en el Tíbet. Refugiados en el silencio y la soledad de sus lejanos monasterios, dispersos entre las montañas nevadas de la que es la meseta más alta y extensa del mundo, donde nacen los grandes ríos del Asia, los budistas mantuvieron su resistencia y sus ritos, a pesar de que muchos de sus monasterios fueron destruidos durante los años terribles de la ‘Revolución Cultural’, cuando Mao —en el período más crítico de su locura ideológica— pretendió suprimir con violencia todo vestigio de la cultura tradicional.
En 1989, poco después de haber criticado la persecución religiosa del régimen socialista chino, el Panchen Lama murió de un ataque al corazón tan súbito como misterioso. Fue por entonces que nació Gedhum Chöekyi Nyima, quien a los seis años de edad, en mayo de 1995, después de una búsqueda larga y paciente que siguió procedimientos de viejo arraigo en la tradición budista tibetana, fue reconocido por el Dalái Lama como la reencarnación del Panchen Lama. Dos meses más tarde fue secuestrado, en ese operativo rápido, exacto y de una eficacia enorme. Y, en efecto, nunca más se lo vio. Pero, entretanto, el gobierno chino había designado ya otro Panchen Lama, desconocido e impostor.
La reencarnación es, en el budismo, una convicción fundamental, porque el propósito de la vida es vencer el dolor y la muerte para llegar al nirvana, es decir a “la dicha de la renunciación”, el estado perfecto de liberación e iluminación, “el final del sufrimiento”, según lo describió el Buda Siddhartha Gautama hace veinticinco siglos. En esa tradición milenaria, el Panchen Lama es una emanación del Buda de la Luz Infinita y, entre otros deberes, tiene la responsabilidad de identificar —llegado al momento— a la reencarnación del Buda de la Compasión, que es el mayor líder temporal y espiritual del Tíbet.
El actual Dalái Lama, Tenzin Gyatso, cumplió ya 85 años, por lo que algún día, tal vez no muy lejano, necesitará un sucesor. Quien deberá encabezar la búsqueda de su reencarnación es el Panchen Lama. Pero el auténtico, el identificado en mayo de 1995 y secuestrado dos meses después, no podrá hacerlo: fue el preso político más joven del mundo y, un cuarto de siglo más tarde, sigue cautivo, nadie sabe dónde. Quien pretenderá encabezar la búsqueda será, entonces, el impostor. Y aparecerá un nuevo Dalái Lama, a órdenes del Partido Comunista. ¿Será ese el final de una religión sin dios, ni mesías, ni profeta, ni dogmas de fe, cuya continuidad empezó en el año 486 antes de Cristo, cuando el Buda Gautama se recostó en un bosque de mangos y, rodeado por sus discípulos, alcanzó la paz eterna de la extinción completa, rompiendo así el ciclo incesante de la transmigración del espíritu? El tiempo lo dirá.