
La letras impresas han sido a lo largo de la historia una de las herramientas más poderosas de transmisión, simbolización y expresión. Nos trasladan a épocas, nos narran historias, nos remiten valores, nos proyectan ideas.
Y si bien en las antiguas civilizaciones ya se utilizaban técnicas de impresión obedeciendo a esa necesidad tan humana de darle una imagen imperecedera al lenguaje, el origen de la tipografía tal y como la conocemos hoy —es decir, como el arte y la técnica de seleccionar y ordenar tipos de impresión— se sitúa en la invención de la imprenta en 1440, por Johannes Gutenberg.
La bella caligrafía de los monjes copistas del medievo inspiró a este herrero alemán el diseño de la primera fuente tipográfica de la historia: la Blackletter o Gótica.
Garamond, Bodoni, Jenson, Caslon o Baskerville son algunos de los apellidos ilustres que, a través de los siglos, nos han proporcionado el trazo ideal no solo para dar forma armónica y equilibrada según la idea, sino también para configurar sociedades, abanderar naciones, cismar religiones o, incluso, sustentar guerras.
Lo que la ciencia no puede apreciar
En uno de los discursos más visionados de YouTube, un hombre de unos cincuenta años habla desde un atril en lo que parece ser una ceremonia de graduación. Imposible no reconocerlo: es Steve Jobs. El gran Steve Jobs, CEO de Apple, dirigiéndose a la promoción de 2005 de la Universidad de Stanford y aprovechando los quince minutos que le han concedido para narrar tres “pequeñas” historias.
La primera trata sobre un joven Jobs que, tras abandonar la carrera que cursaba en la Universidad de Reed, decidió inscribirse en la mejor clase de caligrafía del país: “Fue maravilloso, histórico, artísticamente delicado, de una manera que la ciencia no lo puede apreciar. En nada de esto había la mínima esperanza de haber una aplicación práctica para mi vida, pero diez años más tarde, cuando estábamos diseñando la primera computadora Macintosh, todo regresó a mí (…).
Si nunca me hubiera anotado a ese curso, la Mac nunca habría tenido múltiples tipografías proporcionalmente espaciadas. Si no me hubiera dado de baja en la universidad, las computadoras personales nunca habrían tenido la extraordinaria tipografía que tienen”.
La Mac, lanzada al mercado en 1984, no ostenta el mérito de ser la primera computadora personal de la historia, pero sí el de ser el primer dispositivo de la era digital en abrir de par en par las puertas del arte tipográfico. Durante su fabricación, un Jobs obsesionado con la estética, reunió a un grupo de diseñadores y artistas al mando de Robert Palladino —su profesor de caligrafía— para crear las primeras fuentes digitales: Chicago, Geneva, Mónaco y Georgia.

Ya no hacía falta ser impresor, fundidor o tipógrafo experto para acceder a los catálogos de fuentes y experimentar con los pesos, los puntos, los cuerpos o los remates y componer un texto con una estética intencionada. Desde entonces, la producción de familias tipográficas se ha convertido en fuente inagotable para la creatividad de los diseñadores que trabajan con esa materia prima llamada letra.
Ars escribendi artificialiter
Si tiramos del ovillo de la historia, nos encontramos que en el siglo XI, en China y Corea, se empleaba una técnica de grabado a mano sobre planchas de madera conocida como xilografía y otra con tipos móviles de arcilla o metal, con la que se imprimieron obras como el Jikji, el libro impreso más antiguo del mundo. Sin embargo, la complejidad de sus sistemas de escritura hizo que la reproducción mecánica a gran escala fuera inviable.
Hasta el siglo XV, en Europa, se seguía empleando la centenaria técnica xilográfica para la publicación de hojas sueltas. Se grababan textos enteros en tablillas de madera impregnadas de tres colores de tinta —rojo, negro y azul—, y se traspasaba el escrito al papel con la ayuda de un rodillo. El problema era que la inversión en tiempo y madera para reproducir obras voluminosas era inasumible.
Además, los monasterios dejaron de ser los únicos espacios productores de libros, pues los burgueses establecieron talleres laicos en los que los copistas reproducían en lengua vulgar manuscritos de obras religiosas y profanas, originando, en cierto modo, una incipiente industria del libro, que, pese a los esfuerzos, era incapaz de satisfacer la demanda.
En este contexto de insostenibilidad y ansias de modernidad, un orfebre alemán llamado Johannes Gutenberg se valió de tinta, papel, punzones para marcar monedas y una prensa de vino para idear un método de copia mecánica de libros al que llamó ars escribendi artificialiter.
Su enorme innovación, tal y como afirman Alberto Corbeto y Marina Garone en su Historia de la tipografía, fue idear un sistema de impresión tan sencillo como revolucionario, en el cual “las letras se podrían fabricar separadamente, organizar en un infinito número de nuevas combinaciones y reutilizar constantemente”.
En 1448 Gutenberg se asoció con el calígrafo Peter Shöffer y el banquero Johann Fust para imprimir la obra más monumental de todas: la Biblia. Se la conoció como la Biblia de las 42 líneas. La tipografía gótica diseñada por Shöffer para este proyecto era muy poco legible: sus densas páginas recordaban un tejido y de allí que fuera bautizada con el nombre de Textur. Fue una obra carísima, que enfrentó en los tribunales a Fust y a Gutenberg. El orfebre se vio obligado a entregarle al banquero su imprenta y los derechos de todas sus obras.

Por su parte, los intelectuales renacentistas italianos se interesaron por el revolucionario invento alemán, lo replicaron y diseñaron una nueva gótica de suma o rotunda, que tuvo muy buena acogida en el resto del continente.
Años más tarde, la letra manuscrita de los monjes humanistas florentinos sirvió de inspiración para la creación de unos nuevos tipos conocidos como “romanos”. Diseñados para editar, además de escritos teológicos, los clásicos griegos y latinos, pronto se alzaron con el título de “tipografía culta”.

Sus mayores impulsores fueron Nicolás Jenson, Aldo Munzio y el punzonista Francesco Griffo, de quien se dice que diseñó unos tipos romanos tan perfectos que se convirtieron en el origen de todos los diseños redondos de los siglos posteriores.



De religiones y banderas
La imprenta fue esencial en el proceso de la Reforma protestante de Martín Lutero. Sin ella, las 95 tesis de este fraile alemán, que partió en dos al cristianismo, jamás se habrían distribuido por toda Europa: “Si las ideas de Lutero y de la Reforma tuvieron un eco tan amplio fue porque el libro impreso había llegado a la fase final de su desarrollo y disfrutaba de un nivel de madurez que lo convertía en un objeto reconociblemente diferente a su antecesor manuscrito”, señalan Corbeto y Garone.
Su versión de la Biblia, publicada en 1522 en lengua alemana y tipografía gótica, fue el último gran estallido para que las posturas del protestantismo y el catolicismo se volvieran irreconciliables. Desvincularla del latín trajo consigo que la gente común pudiera acceder a los textos sagrados, e imprimirla en gótica antiqua fue uno de las mayores afrentas contra la Iglesia católica que se recuerdan: había una regla implícita de que cualquier escrito relacionado con Dios y la Iglesia de Roma tenía que imprimirse con tipografías latinas.
En la compilación realizada por Cecilia Consolo, titulada Tipografía en Latinoamérica, orígenes e identidad, descubrimos que la imprenta jugó de nuevo un papel importantísimo en la propagación del cristianismo, esta vez, en América: el arte tipográfico llegó a la Nueva España en 1539, de la mano del impresor italiano Juan Pablos, quien se instaló en la ciudad de México con papel y un juego de tipos para iniciar una campaña a gran escala de imposición no solo de un dogma religioso, sino también de unos códigos de escritura de lenguas que les eran ajenas.
Pese a ello “los indígenas incorporaron a sus tradiciones narrativas los supuestos de la cultura impresa, lo que les permitió consignar diversas historias y textos propios”.
Del Siglo de Oro a la Era Digital

En el siglo XVI el emperador Maximiliano I encargó el diseño de una nueva variante de la letra gótica conocida como Fraktur y que, durante siglos, fue el emblema nacional de Alemania, un símbolo de “fractura” y lucha contra el poder papal.
El dominio de la Fraktur prevaleció durante siglos y pese a que, como escribe Jesús Laínz Fernández en su libro Desde Santurce a Bizancio: el poder nacionalizador de las palabras, en el siglo XX, el nacionalsocialismo la adoptó como marca del espíritu ario, en 1941 acabó siendo proscrita cuando “el secretario de Hitler envió una circular prohibiendo la letra gótica por el extraño motivo de considerarla judía”.
En los primeros años del siglo XVII la imprenta europea entró en crisis. Los juegos de matrices eran excesivamente caros y ocurrió la paradoja de que las más grandes obras de la literatura española del Siglo de Oro (Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca) o de Shakespeare, Racine o Molière, fueron publicadas con un nivel tipográfico bastante mediocre.

Las cosas remontaron en la siguiente centuria cuando personajes como los ingleses William Caslon o John Baskerville establecieron sus propios talleres de imprenta. Los refinados diseños de Baskerville fueron duramente criticados y se lo acusó de “querer dejar ciegos a los lectores por el efecto que producía el contraste entre los trazos finos y gruesos de sus letras y el cansancio que causaba la lectura continuada de sus obras”.
Los llamados “tipos modernos” se originaron en Francia a principios del siglo XIX, gracias a impresores como los Didot, padre e hijos. Francisco Didot fue quien propuso la unificación de la medida tipográfica (la 72.ª parte de la pulgada del pie del rey francés) y, a raíz de esta innovación, los cuerpos pasaron a ser designados según el número de puntos que ocupaban (la medida estándar era de doce puntos). Didot inspiró al italiano Bodoni y este consiguió crear los tipos “más desarrollados, refinados y rigurosos del estilo moderno (…). Los diseños de Didot y Bondoni dominaron la producción europea”.
Los múltiples adelantos de la Revolución Industrial hicieron que el libro perdiera su posición de privilegio. Los tipógrafos centraron su atención en diarios, anuncios o carteles e, incluso, envases de productos. Esto obligó a desarrollar un material tipográfico mucho más llamativo. Las letras se volvieron más grandes y negras: “Aparecieron las letras negritas, los caracteres de fantasía, las egipcias y las letras de palo seco”.

En 1814 se creó la primera prensa de cilindro plano impulsada por vapor que permitía imprimir hasta 1100 hojas por hora y que, treinta años después, fue mejorada por Richard March Hoe para convertirla en la primera rotativa de la historia. En 1881 el alemán Ottmar Mergenthaler revolucionó el mundo de la tipografía con una máquina capaz de componer los tipos de manera automática, conocida como linotipia.

Con el grabador pantográfico, patentado en 1885 por Lynn Boyd Benton, se separó la parte artística de la parte técnica y la máquina pasó a realizar las funciones que durante tanto tiempo habían realizado los artesanos. La primera máquina que se comercializó fue la Linotype, perfeccionada por la Monotype dos años después y cuyo diseño más icónico fue la Times New Roman, un tipo de fuente diseñado en 1932 para el periódico The Times, que buscaba satisfacer las necesidades de legibilidad y condensación de la prensa periódica.

En 1945 se construyeron las primeras fotocomponedoras, unos artefactos que sustituían las matrices mecánicas de las linotipias y las monotipias por matrices fotográficas y que mejoraron considerablemente los ritmos de producción. La técnica de fotocomposición pronto pasó de la aplicación gráfica de productos y embalajes a los libros, las revistas, a las pantallas de cine y televisión.

El siguiente gran paso en este largo recorrido lo dio Jobs, al crear las primeras fuentes digitales, democratizando el acceso a la tipografía y generando toda una red de diseñadores jóvenes y de numerosas fundiciones de tipos digitales en todo el planeta.
Matthew Carter, Gerard Unger, Bigelow y Holmes, Zuzana Licko, Patricia Saunders, Andreu Balius o Nacho Peón son solo algunos de los nombres de una larga lista de creadores que, desde la década de los ochenta hasta hoy, han diseñado un mundo más “legible” gracias a sus letras.
Tipografías con historia
Baskerville: diseñada por el inglés John Baskerville, fue acusada de “querer dejar ciegos” a los lectores por el efecto de contraste que producían los trazos finos con los trazos gruesos.
Century: su creador, Morris Fuller Benton, inventó el concepto de “familia tipográfica”. Entre 1902 y 1928 presentó dieciocho versiones de esta célebre tipografía.
Comic Sans: fue diseñada en 1994 para un software infantil de Microsoft. Amada por el público y odiada por los diseñadores, su pobreza en el diseño y su uso inadecuado han promovido varias peticiones para su eliminación.
Garamond: creada en la tercera década del siglo XVI por el francés Claude Garamond, triunfó durante más de dos siglos y, aunque fue desplazada por otras fuentes más sobrias, fue rescatada en 1988 por la compañía Adobe.
Gill Sans: de Eric Gill, fue acusada de bolchevismo tipográfico y restringida a ámbitos muy concretos como letra de rotulación. Muchos la consideran una de las mejores tipografías de palo seco que existen.
Gotham: la tipografía electoral por excelencia. “Transmite honestidad”, afirman los entendidos en contiendas políticas. Dicen que la Gotham fue clave en el triunfo de Barak Obama.
Helvética: creada en 1957 por Max Miedinger y bautizada originalmente como Neue Hass Grotesk. Por su neutralidad y legibilidad, ha sido llamada “letra de letras”. Grandes empresas como Microsoft, Toyota o Nestlé la exhiben en sus marcas.
Lucida: diseñada por Bigelow y Holmes. Fue la primera tipografía pensada para impresoras láser.
Times New Roman: fue ideada por Stanley Morrison para The Times en 1932, con el objetivo de satisfacer las necesidades de legibilidad y condensación de la prensa.







