El pesimista de Santos Lugares

Ilustración: Shutterstock

El ser pesimista no fue la peor de las descripciones de Ernesto Sabato. También se  le acusaba también de tener un carácter excesivamente fuerte, de ser egocéntrico, incluso soberbio, y de polémico.

Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?

Él se quedo meditando en aquella singular afirmación.

El triunfo prosiguió tiene siempre algo de vulgar y de horrible.

Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:

¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente.

Alejandra y Martín sostuvieron, durante los dos años crueles pero inolvidables que duró su relación (dos años frecuentemente interrumpidos por las largas e incomprensibles desapariciones de ella), muchos diálogos en que la obscura visión de la vida (de su vida) que tenía Alejandra desconcertaba a Martín y lo dejaba preguntándose, sin encontrar nunca la respuesta, qué profundo misterio guardaba esa mujer joven y hermosa, nacida en una vieja familia de alcurnia y fortuna, que era capaz de atormentarla tanto y volverla taciturna y triste.

Cuando, años después, Martín intentó encontrar la clave de aquella relación, dijo que, no obstante los contrastes de humor de Alejandra, durante algunas semanas él había sido feliz. Pero, después de pensarlo un momento, agregó:

Mejor dicho: casi feliz. Pero inmensamente.

Porque la palabra ‘felicidad’, en efecto, no era nada apropiada para algo que tuviera alguna vinculación con Alejandra. Y no obstante había sido un sentimiento o estado de espíritu que se aproximaba más que nada a eso que se llama felicidad, sin alcanzar a serlo en forma cabal (y por eso el ‘casi’), dadas la inquietud y la inseguridad de todo lo que concernía a Alejandra.

Pero, ¿Alejandra también había sido feliz? Martín se quedó pensativo, hasta que, después de una pausa, se respondió (pero con su ánimo ya perturbado por la duda):

Bueno, tal vez… en ese período.

 

En algún momento de esos dos años de ‘casi felicidad’ en que estuvieron juntos, Martín supo que el padre de Alejandra, Fernando Vidal Olmos, estaba preparando su Informe sobre Ciegos, que finalmente lo llevaría a la muerte. En ese informe, Fernando Vidal Olmos revelaría, al cabo de una profunda y minuciosa investigación, el “origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica” de los ciegos, a quienes estaba siguiendo por cloacas, cavernas, sótanos, túneles y viejos pasadizos abandonados, es decir por los lugares donde reinan las tinieblas y que constituyen el “universo tenebroso de los ciegos”.

Pero, dos años después de que Martín la viera por primera vez, un frío y ventoso sábado de mayo, caminando por un sendero del parque Lezama, en Buenos Aires, Alejandra estaba muerta.

Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia Alejandra. Luego (aunque lógicamente no se puede precisar el lapso transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego.

Esa tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño ‘Informe sobre Ciegos’, que Fernando Vidal terminó de escribir la noche misma de su muerte, fue descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, el manuscrito de un paranoico. Pero no obstante se dice que de él es posible inferir ciertas interpretaciones que echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola, optando por quemarse viva.

“A mí, en cambio, la muerte tendrá que venir a buscarme con la fuerza pública”, decía, desde su refugio en Santos Lugares, provincia de Buenos Aires, quien con una prosa magnífica y una capacidad admirable de reflexión creó los personajes de Alejandra y Martín y, con ellos, construyó un relato impecable, profundamente tenebroso pero al mismo tiempo de gran belleza, que hizo de Sobre héroes y tumbas una de las novelas más deslumbrantes de la segunda mitad del siglo XX. Fue, claro, Ernesto Sabato, quien murió el último día de abril pasado, cuando le faltaban unas pocas semanas para cumplir cien años.

Pero aquello de que la muerte tendría que ir a buscarlo con la fuerza pública no lo decía Sabato como una expresión de optimismo, por su longevidad que parecía no tener fin, sino como otra de sus muy frecuentes manifestaciones de un pesimismo que lo acompañaría toda su vida, que lo haría un hombre solitario y taciturno y que se reflejaría con enorme diafanidad en sus tres novelas y sus muchos escritos, ensayos y conferencias. El pesimismo en su diagnóstico moral del ser humano contemporáneo fue, en efecto, una constante en su vida, que se acentuó por haber vivido en la Argentina del desatado populismo peronista, de las sangrientas dictaduras militares y del despiadado terrorismo “revolucionario”.

En este país de resentidos sólo se empieza a ser un gran hombre cuando se ha dejado de serlo, porque se lo ha llevado la muerte…

En Sobre héroes y tumbas se intercalan las desventuras de Alejandra y Martín con un relato intimista, sumamente desgarrador, sobre la huida (ocurrida a finales de 1841) de las tropas ya vencidas del general Juan Lavalle, llevando el cadáver de su líder para salvarlo de la profanación y el escarnio con que lo amenazaban sus enemigos, al mando de quien llegaría a ser el dictador argentino Juan Manuel de Rosas, como venganza tras la larga guerra de unitarios contra federales.

Con los relatos sobre Alejandra Vidal y sobre el general Lavalle (quien, dicho sea de paso, fue uno de los héroes de la batalla de Pichincha, en 1822), Sabato tuvo dos protagonistas perfectos para reflexionar sobre la soledad, la muerte, la locura, el vacío existencial y el paso del tiempo, en una composición demoledora sobre el destino del hombre, una composición que había empezado unos años antes con su primera novela, El túnel, en que ya se manifestó como el hombre pesimista y escéptico, que se sentía más cómodo pintando escenarios lúgubres que diáfanos.

Hay cierta belleza en el horror…

La historia trágica del general Lavalle, que fue uno de los tantos episodios sombríos con que empezaron su vida las repúblicas sudamericanas en el siglo XIX, y el populismo estatizante que hoy, en pleno siglo XXI, sigue devastando a estos países, le causaron a Sabato un descreimiento invencible con respecto a los políticos que seducen a las multitudes con discursos sobre su redención y terminan condenándolas a aún mayores pobrezas y padecimientos.

¡Qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial de los diarios, después de haber leído las declaraciones de los políticos…!

Curiosamente, Sabato no llegó a las letras desde las ciencias sociales sino desde las ciencias exactas: fue doctor en Física y sus primeros empeños estuvieron dedicados a la investigación, en Europa. Pero sintiendo que la física lo estaba llevando a un callejón existencial sin salida, Sabato optó por el arte. Y en la novela encontró una salida a su vida y a sus urgencias. Pero, atendiendo a su esencia pesimista, Sabato sintió que el ser humano es un misterio en el que vale la pena indagar, y a eso se dedicó. Por eso sus personajes, como el general Lavalle, como Alejandra Vidal, o como el angustiado Juan Pablo Castel, de El túnel, tuvieron siempre un sino trágico, una impronta de soledad y de dolor.

El abandono de sus juveniles creencias marxistas y su desde entonces siempre creciente rechazo a todas las formas de totalitarismo y a las dictaduras hicieron que, al recibir el premio Cervantes, en 1984, citara al Quijote en lo que fue toda una declaración de principios liberales: “por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”. Sin embargo, continuamente se negó a encasillarse ideológicamente y, al final de su vida, prefirió declararse “cercano al anarco-cristianismo”.

Y en ese crepúsculo de su vida Sabato dejó de escribir y, mientras pudo, se dedicó más bien a pintar. Pero la muerte de su hijo mayor, primero, y de su mujer, después, lo sumieron en depresiones constantes, de las que le fue muy difícil salir. Y recluido en su casa de Santos Lugares se volvió aún más pesimista, al extremo de que llegó a definir al ser humano como “el animal más siniestro”. Y la realidad política de su país, todavía marcada por el populismo y la demagogia, no dejó un solo día de impactar en su ánimo. Por eso, cuando fue preguntado por su actitud sombría, explicó su abatimiento incesante diciendo que “yo me despierto cada mañana y me doy cuenta de que soy argentino…”.

Incluso del arte, al que dedicó tres cuartos de siglo, fue escéptico. En Sobre héroes y tumbas, publicado hace cincuenta años, en 1961, ya hizo una reflexión abatida sobre la cultura: “El hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia, porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiere”.

Y agregó: “El hombre será, por la cultura, ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses y que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención…”.

La lucha de dos gigantes

El ser pesimista no fue, por cierto, la más frecuente ni la más ácida de las descripciones que se hicieron sobre Ernesto Sabato. Se le acusaba también de tener un carácter excesivamente fuerte, de ser egocéntrico, incluso soberbio, y de tener un regusto invariable por la polémica. Él mismo lo reconoció cuando dijo que “siempre fui un especialista en hacerme enemigos”.

Y si bien no llegó a la enemistad, con Jorge Luis Borges mantuvo siempre una relación difícil, tensa, pues Sabato se sintió menospreciado, incluso despreciado, por Borges y por otro de los grandes escritores argentinos (y, además, íntimo amigo de Borges), Adolfo Bioy Casares. Uno y otros hicieron, más de una vez, comentarios burlones sobre Sabato, en especial por su conocido mal carácter.

Los admiradores de Sabato, que fueron muchos, solían indignarse con Borges y, valiéndose de su posición política de derecha dura, le acusaban hasta de ser fascista. Sin embargo, fue Sabato quien, en 1961, en Sobre héroes y tumbas, había hecho que dos de sus personajes, Martín y Bruno, hicieran muy agrios comentarios sobre Borges. Estos son algunos de ellos.

“No sé si Borges es un gran escritor. De lo que estoy seguro es de que su prosa es la más notable que hoy se escribe en castellano. Pero es demasiado preciosista para ser un gran escritor. ¿Lo imagina usted a Tolstoi tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes?”.

“Pienso que a Borges le duele el país de alguna manera, aunque, claro está, no tiene la sensibilidad o la generosidad para que le duela el mismo país que puede dolerle a un peón de campo o a un obrero de frigorífico. Y ahí denota su falta de grandeza, esa incapacidad para entender y sentir la totalidad de la patria, hasta en su sucia complejidad”.

“Lo que no tolero son los divertimentos filosóficos de Borges, aunque mejor sería decir seudofilosóficos. Tome cualquiera de esos divertimentos. La biblioteca de Babel, por ejemplo. Allí sofistica con el concepto de infinito, que confunde con el de indefinido. Una distinción elemental, que está en cualquier tratadito desde hace veinticinco siglos”.

“Un cura irlandés me dijo un día que Borges es un escritor inglés que se va a blasfemar a los suburbios. Habría que agregar: a los suburbios de Buenos Aires y de la filosofía. El razonamiento teológico que presenta el señor Borges no tiene de razonamiento casi ni la apariencia. Es teología pintada. Yo también, si fuese pintor de la escuela abstracta, podría pintar una gallina mediante un triángulo y unos puntitos. Pero de eso no podría sacar caldo de gallina. Ahora bien, ¿es intencionado en Borges este juego, o es natural? Quiero decir: ¿es un sofista o es un sofisticado? El tema de esa burla no es tolerable en ningún hombre honrado…”.

Sí, Sabato tuvo razón: fue un especialista en hacerse enemigos. Pero fue también un gran escritor y un gran pensador.

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