Por Vladimiro Rivas Iturralde.
El caso fue que reunidos una noche en mi casa el excelente lector, traductor español y aun mejor amigo Luis Muñiz —a quien por su asombroso parecido con el escritor checo-judío-alemán di en llamar Kafka— y yo, disfrutábamos con las ocurrencias y milagros de la escritura de Quevedo. Al comentar esos espléndidos pasajes de metalenguaje de El sueño del infierno, en que dos frases, la “¡Oh, quién hubiera!” y la “Pensé que”, han sido humanizadas para purgar sus culpas en el infierno y a la vez castigar a los desdichados que las han proferido, propuse, a modo de juego, hacer en común una lista de palabras condenables por su intrínseca fealdad, y otra, de las elegidas para el paraíso.
Los dos éramos conscientes de que es el contexto, en fin de cuentas, el que decide de la belleza o fealdad de una palabra. Qué gusto da, por ejemplo, leer la palabra puta en boca de Sancho Panza o de un ventero o del mismo encolerizado don Quijote. Qué feo, en cambio, ese largo silbido de culebra que es la palabra divisibilidad, pero qué bien luce en “La muerte y la brújula” de Borges: “… esa torre (…) reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerosa divisibilidad de una cárcel…” En el contexto, esa estrecha palabra tiene aire y respira. Claro: mientras el lenguaje es sucesivo —“sucesión y olvido”, dice Borges—, la palabra busca la permanencia.
Éramos conscientes, además, de que toda palabra viene cargada de una constelación de significaciones, y de que cualquier elección que hiciéramos iría a contaminarse de nuestra subjetiva interpretación del sentido e imponerse a sus dotes eufónicas. Cuando pensamos, por ejemplo, en vocablos prestigiosos como familia, tradición, propiedad, reparamos en que las condenaríamos en sumario juicio al infierno. El concepto, y sobre todo el uso de ese concepto iban fatalmente a inmiscuirse en nuestra elección. Fue, por ejemplo, en mi caso, el rechazo a la palabra prohombre, que, además de eufónicamente fea, es un epíteto cargado de patrioterismo, de patriotismo de aldea. Pero nuestro grado de tolerancia llegaba a su límite cuando escuchábamos o leíamos una palabra tan infame como accesar, engendro del inglés to access, que significa “tener acceso a algo”. La pereza mental, la ignorancia y el mal gusto crearon este monstruo que, afortunadamente, va desapareciendo del lenguaje cibernético: los programadores de la computación la han reemplazado por “acceder”. Era tan sencillo usar palabras tan castizas como “entrar”, “ingresar” o, incluso, “acceder”.
Así pues, considerando todos los riesgos, elaboramos una lista inicial de palabras que, por sus dotes eufónicas, por su belleza intrínseca, por su perfume, considerábamos las más bellas de la lengua. No paró allí el ejercicio: seleccionamos después las más feas, también por unanimidad, o casi. He aquí las dos listas, puestas en paralelo, y nótese lo divertido del contraste, por lo cual recomiendo dos lecturas: primera, siguiendo la línea, es decir, una hermosa y una fea; segunda, siguiendo la columna, esto es, todas las bellas en bloque y luego todas las feas:
sándalo engrudo
doncella paperas
nocturno pedo
penumbra arcada
laberinto trombón
ruiseñor sobaco
gaviota prohombre
estambre aparato
alféizar panfleto
tiniebla ganglio
primavera hígado
secreto verruga
cántaro colchón
espiga paquete
bronce feldespato
enigma gárgara
relámpago parquear
cristal chequear
niebla manga
oscuro clueca
sombra butaca
luz cistitis
ánfora moto
sombrío moco
parafernalia gargajo
pesadumbre zote
música cagar
profundo baboso
muselina grueso
magnolia bodoque
aurora caño
azucena ñoño
ternura cogote
memoria jeta
olvido gorgojo
manzana agrio
No fue sino una operación de muestreo y por asociación libre. Es probable que demos con una palabra más hermosa que sándalo en nuestra lengua. Que figure en primer lugar en la lista no supone que todas respondan a un ordenamiento cualitativo: las palabras acudían con el desorden con que aparecen nuestros recuerdos.
Profanos de la lingüística, observamos, sin embargo, algunas constantes: primera, hay en ambas columnas un predominio del sustantivo sobre cualquier otra parte de la oración; segunda, la mayoría de las palabras bellas son graves por el acento; tercera: son, en su mayoría, de origen griego (a través del latín) y árabe; cuarta: designan, en su mayor parte, objetos o fenómenos de la naturaleza —a pesar de que muchos nombres que pugnaban por aparecer fueron reprimidos para evitar que la primera columna se convirtiera en una lista botánica—; quinta: algunas de las palabras feas tienen que ver con actividades corruptas del cuerpo: ganglio, verruga, cistitis; sexta: quizá es impropio hablar de fealdad en la lengua: toda palabra presuntamente fea es más bien una caricatura: no faltará el feísta que considere la segunda lista digna de la primera y viceversa; séptima, hay predilección por vocablos comprendidos en el campo semántico de la sombra más que de la luz: nocturno, penumbra, oscuro, tiniebla; octava, para terminar: quien hace una elección cualquiera acaba por autorretratarse.
Libro de relatos: Música para nadie