Por su falta de libertad, su gobierno cruel y su
vida gris, triste y controlada, Corea del Norte es…
El peor país del mundo
Por Jorge Ortiz
La escena fue dolorosa, estremecedora: Kenichi Ichikawa, un pequeño comerciante japonés de 60 años, prematuramente envejecido, tuvo que controlar el llanto para poder grabar un mensaje para su hermano, Shuichi, dos años menor que él, a quien no ve desde agosto de 1978: “Nuestro padre cumple mañana 99 años y la única ilusión que le mantiene vivo, la única, es la de poder abrazarte una vez más…”. Su madre, de 93 años, murió en 2012 sin haber vuelto a ver a su hijo.
Shuichi Ichikawa, por entonces de veintitrés años, paseaba con su novia, Rumiko Matsumoto, por una playa alejada, en el sur del Japón, cuando fue secuestrado por agentes norcoreanos, que en una acción vertiginosa sometieron a los dos jóvenes y, según parece, los embarcaron en una lancha militar y se los llevaron a Corea del Norte. En los siguientes 35 años, hasta esos días finales de 2014 en que Kenichi Ichikawa grababa el mensaje, su familia no dejó de buscarle ni un solo día, a pesar de que jamás nadie logró tener algún contacto con él. Sin embargo, por revelaciones de desertores, se sabía que Shuichi estaba vivo, aunque con su salud quebrantada. Nada se sabe de Rumiko.
El mensaje para Shuichi, junto a los de otros japoneses que tienen parientes secuestrados, fue entregado a los funcionarios de una empresa especializada en burlar la censura feroz de Corea del Norte mediante emisiones clandestinas de radio, para que los habitantes del ‘Reino Ermitaño’ se enteren de que en el mundo exterior —empezando, claro, por Corea del Sur— hay millones de personas que viven en sociedades abiertas y prósperas, liberales, con los derechos, las garantías y las libertades de que los ha privado el régimen socialista de la familia Kim.
Las familias de Shuichi y Rumiko recurrieron, desde finales del siglo anterior, a la Asociación Nacional para el Rescate de Japoneses Secuestrados por Corea del Norte, que recopilando denuncias e investigaciones ha elaborado una lista de más de cien personas que, según los relatos de informantes y disidentes, son obligados a enseñar el idioma y las costumbres del Japón para que el gobierno norcoreano pueda infiltrar espías y saboteadores. La Asociación también tiene en su registro cientos de casos de ciudadanos secuestrados de otros países, sobre todo surcoreanos, chinos, taiwaneses y filipinos, pero también tres franceses, tres italianos, dos holandeses y un rumano.
El gobierno norcoreano siempre negó, por supuesto, que tuviera algo que ver con los secuestros. La versión oficial era que “no son nada más que calumnias e infamias de periodistas mentirosos y de los enemigos del socialismo”. No obstante, en septiembre de 2002, al cabo de varios meses de negociaciones secretas, el por entonces primer ministro japonés, Kumichiro Koizumi, viajó a Pyongyang para reunirse con el jefe del gobierno norcoreano, Kim Jong-il, quien admitió que habían “capturado” a trece japoneses, de los que ocho habían muerto, uno había desaparecido y cuatro seguían vivos y “trabajando en las misiones que les fueron encomendadas”.
Kim Jong-il (hijo del fundador del país y ‘presidente eterno’, Kim Il-sung, y padre del dictador actual, Kim Jong-un) accedió a que de Tokio viajara una comisión para buscar el rastro de otros japoneses. Pero, al llegar, a la comisión le fueron puestos incontables obstáculos, por lo que tan sólo pudo encontrar a cinco compatriotas, que fueron liberados y llevados de regreso al Japón. En los dos años siguientes, los comisionados rescataron a otros ocho japoneses. Pero Shuichi y Rumiko nunca fueron encontrados.
La política del miedo
Además de los secuestros de extranjeros, que en cuarenta años habrían sido varios miles por la dificultad de encontrar personas que voluntariamente vayan a vivir en un país sumido en la pobreza y la opresión, el gobierno de Corea del Norte tiene un historial nutrido y variado de atropellos de los derechos humanos, documentados con minuciosidad por las Naciones Unidas: asesinatos, desapariciones, torturas, violaciones, abortos forzosos, privaciones de alimentos, desplazamientos masivos de poblaciones… En cuatro grandes campos de concentración, similares a los nazis y los soviéticos, hay unos ciento veinte mil prisioneros políticos. Nada menos.
De acuerdo con el informe de la comisión independiente nombrada por las Naciones Unidas para investigar las denuncias contra el gobierno de Corea del Norte, “la gravedad, magnitud, duración y características de las atrocidades cometidas revelan un Estado totalitario que no tiene ningún paralelismo en el mundo contemporáneo”. Incluso, los investigadores internacionales llegaron a la conclusión de que muchas de las mayores barbaridades nunca serán conocidas por un motivo crudo y simple: porque la gente tiene miedo de venganzas y retaliaciones. Y, lo que es aún peor, en Corea del Norte siempre fue así.
En efecto, desde la creación de Corea del Norte (‘República Popular Democrática de Corea’, por su nombre oficial), en septiembre de 1948, el hombre puesto por la Unión Soviética para encabezar el gobierno, Kim Il-sung, se dedicó a concentrar en él todo el poder, dominar la justicia, suprimir la prensa independiente, perseguir a los disidentes y, en definitiva, armar una estructura legal e institucional que le permitiera quedarse mandando a perpetuidad. Un reino del terror. Por entonces, la Segunda Guerra Mundial había terminado y los 220.000 kilómetros cuadrados de la península coreana habían quedado ocupados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, que habían trazado a lo largo del paralelo 38 una línea divisoria de sus respectivas áreas de influencia.
Kim, que se había destacado como guerrillero en la resistencia contra la ocupación japonesa, iniciada en 1905, pretendió pronto unificar toda la península con un régimen socialista y bajo su mando, para lo cual les propuso a los soviéticos emprender una acción militar contra Corea del Sur, que, entretanto, había adoptado el sistema capitalista. A mediados de 1950, Stalin, después de consultar con el flamante gobierno socialista chino (Mao había ganado la guerra civil en diciembre de 1949), dio su anuencia para que el ejército norcoreano cruzara el paralelo 38, lo que ocurrió el 25 de junio de 1950. La Guerra de Corea había estallado.
Entre avances y retrocesos, que causaron un millón cien mil muertos y un millón de desaparecidos, la ‘primera guerra de la postguerra’ duró hasta julio de 1953 y terminó con un cese del fuego —aunque no con un acuerdo de paz, que nunca fue firmado— que mantuvo la división entre las dos Coreas donde siempre estuvo: en el paralelo 38, con la península dividida entre los 120.000 kilómetros cuadrados del norte socialista y los 99.000 del sur capitalista. Pero Kim Il-sung había aprovechado los tres años de la guerra para eliminar toda oposición y consolidarse para siempre en el poder.
Kim, su hijo y su nieto
Kim Il-sung gobernó con puño de hierro hasta julio de 1994, cuando murió de un infarto cardíaco. Al día siguiente, su hijo mayor, Kim Jong-il, heredó el poder. Para entonces, Corea del Norte ya era el país más aislado del mundo, pues la ‘Idea Juche’ de autosuficiencia socialista diseñada por el ‘Presidente Eterno y Amado Líder’ había reducido las relaciones comerciales norcoreanas a China, la Unión Soviética, Vietnam y Cuba, al mismo tiempo que la colectivización de la tierra había causado grandes hambrunas y los gastos inmensos en armamento, propaganda política y culto a la personalidad habían dejado al país al borde de la ruina. Sin embargo, Kim Jong-il anunció, al asumir, que seguiría al pie de la letra la política de su padre.
Y, en efecto, la ‘Idea Juche’ siguió aplicándose, incluso cuando Kim Jong-il murió, diecisiete años más tarde, y el poder fue asumido en diciembre de 2011 por su hijo Kim Jong-un, quien al heredar el país tenía veintiocho o veintinueve años (la fecha de su nacimiento es un secreto de Estado). Incluso, como parte de la política de autosuficiencia socialista y orgullo nacional, Corea del Norte emprendió en los años ochenta un programa —que aún prosigue— de desarrollo de armas atómicas y misiles de largo alcance, lo que acentuó el aislamiento del país, su pobreza y la represión de críticos y disidentes.
Los Kim y su régimen socialista están basados, precisamente, en las fuerzas armadas, que tienen 1’150.000 miembros en un país de 24,9 millones de habitantes. Hay, además, 3,8 millones de integrantes de la ‘Guardia Roja de Campesinos’ y unas 150.000 ‘Tropas de Seguridad’ del gobierno. Un país, en consecuencia, muy militarizado, lo que ha llevado a que la vida en Corea del Norte sea la más controlada del mundo, sin ningún espacio para la individualidad. Incluso —y este es tan sólo un ejemplo, pequeño pero muy revelador—, desde marzo de 2013 está en vigencia una lista de los diez peinados masculinos y dieciocho femeninos que están obligados a usar todos los habitantes del país, peinados acordes con el espíritu proletario, ajeno a las vanidades y veleidades de esos seres ambiciosos y banales que son los habitantes de los países capitalistas…
Pero, por cierto, los peinados obligatorios serían lo de menos si no fueran el reflejo de un gobierno que controla todo y que interviene hasta en los aspectos más ínfimos de la sociedad. Por eso, cualquier expresión de descontento u oposición es perseguida sin piedad. El caso más reciente fue el del tío de Kim Jong-un, que era el segundo en la jerarquía política norcoreana. Jang Song-thaek, general del ejército y casado con la hermana de Kim Jong-il, fue intempestivamente acusado, en diciembre de 2013, de una serie de crímenes que le hicieron merecedor de la pena de muerte: desobedecer al líder, estar “ideológicamente enfermo”, liderar una facción contrarrevolucionaria, consumir drogas y hasta “participar en orgías a puertas cerradas en restaurantes de lujo…”. Fue ejecutado el 12 de diciembre. Prófugos de Corea del Norte aseguraron que, en vez de ser fusilado, Jang fue entregado a una jauría de perros hambrientos.
El paraíso en tinieblas
Por su crisis económica y para afianzar el control sobre la gente, el alumbrado público se apaga en Corea del Norte a las ocho de la noche. En las fotografías satelitales nocturnas de la Tierra se ve el país como una profunda mancha negra. Lo único que queda iluminado son las estatuas —enormes y omnipresentes— de Kim Il-sung y Kim Jong-il. Durante el día, en cambio, Pyongyang, la capital, es una ciudad luminosa, de avenidas anchas, arboladas y limpias, sin congestiones de tránsito, y de edificios blancos e imponentes. Sus tres millones de habitantes son seres privilegiados, que tienen un salario asegurado y tiendas de alimentos básicos. Cuando alguien transgrede una norma de conducta (no ir a una concentración política, por ejemplo, o quejarse de la obscuridad), él y su familia son llevados al campo y obligados a convertirse en campesinos. El diplomático británico John Everard, que fue embajador en Corea del Norte entre 2006 y 2008, describe con precisión la vida “gris, hermética y jerarquizada” de Pyongyang en su libro Only Beautiful, please.
Aquello en ‘only beautiful’ es una rigurosa descripción de lo que el gobierno quiere para Pyongyang: una apariencia meticulosa de perfección y felicidad. Pero detrás de las apariencias la realidad es cruda y cruel, porque la mayoría de las viviendas —incluso en Pyongyang— son muy pequeñas e incómodas y no tienen baños con ducha y agua caliente. Además, según el relato de Everard, la alimentación de los norcoreanos —exceptuando a los militares— es escasa, sin variedad y pobre en proteínas, aparte de que hay una “afición desmesurada por el alcohol y el tabaco, como medios de evasión”. Más aún, según reveló el periodista canadiense Guy Deliste, que recibió una muy infrecuente autorización para entrar al país, cuando le preguntó a su traductor por qué no se veían minusválidos en las calles respondió que “todos los norcoreanos nacemos fuertes, inteligentes y saludables gracias a nuestros brillantes líderes”. Y, según Deliste, lo dijo convencido.
Ese convencimiento parece ser el resultado de la propaganda incesante y taladrante a la que están sometidos los norcoreanos a toda hora y por todos los medios. Pero fuera de Corea del Norte, las investigaciones de las Naciones Unidas y los testimonios de quienes han logrado escapar permiten configurar el panorama de un país en que, con la coartada de la construcción de una sociedad igualitaria y justa mediante la implantación del socialismo, la dinastía de los Kim ha suprimido los derechos civiles y políticos. “Es el peor país del mundo”, de acuerdo con la rotunda conclusión a la que llegó el periodista Pablo Constaín, de la revista colombiana SoHo, después de haber viajado a Pyongyang como turista en vacaciones.
Quienes han huido y relatado sus vivencias concuerdan con esa descripción. “Ahora ya sé que todo lo que cuenta el gobierno es mentira y que, en vez del paraíso que nos pintan, mi país está viviendo en el infierno”, según el relato de Shin Dong-hyuk, quien fuera carcelero en el campo de concentración 14, donde habría hasta cincuenta mil prisioneros políticos. Su historia es la base del libro Evasión del Campo 14, escrito por el periodista Blaine Harden.
Los relatos de Shin y de otros norcoreanos que consiguieron huir de su país fueron sometidos a verificaciones severas en busca de vacíos o contradicciones, y sólo cuando superaron todas las pruebas de veracidad fueron acogidos por la comisión investigadora de las Naciones Unidas, que a finales de noviembre de 2014 sometió su informe a la asamblea general. Allí, con 111 votos a favor y 19 en contra, la comunidad internacional aprobó un proyecto de resolución acusando al gobierno norcoreano de haber cometido crímenes contra la humanidad y exhortando al consejo de seguridad a que lleve el caso a la Corte Penal Internacional. A favor de la moción votaron, entre otros, Suecia, Dinamarca, Holanda y Francia, mientras que en contra lo hicieron Bolivia, Cuba, Ecuador y Venezuela…
Kim Jong-un no se inmutó por la condena internacional. Pocos días más tarde anunció que sus políticas interna y externa se mantendrán “sin retrocesos ni vacilaciones”, incluido su programa de armas atómicas y su calendario de lanzamientos de misiles. China, que en la última década ha sido su único aliado constante pero que está dando cada vez más muestras de hartazgo, reaccionó pidiendo “moderación” al gobierno norcoreano, aunque sin cuestionarlo con claridad. Y es que la cúpula china sabe de los excesos de la familia Kim, pero sabe también que no le queda más remedio que sostenerla: una situación de convulsión social causaría una estampida de refugiados hacia su territorio, mientras que la caída de la dinastía significaría la instalación en sus fronteras de un régimen partidario de Estados Unidos. China no tiene opción.
Pero, según parece, el gobierno norcoreano también se está quedando sin opciones, con su economía estéril, su burocracia inmensa, sus fuerzas militares costándole mucho más de lo que puede soportar y gran parte de su población viviendo de las donaciones del Programa Mundial de Alimentos y de los mismos países a los que tanto amenaza: Corea del Sur, Japón, Estados Unidos… Por ahora, su política de miedo y propaganda masiva le sigue funcionando, pero a su economía le acecha la bancarrota. Cuando la situación se vuelva insoportable, ¿se abrirá y dejará atrás los dogmas, como lo hicieron China y Vietnam, o se lanzará por la vía suicida de redoblar la represión, someter a su gente a mayores penurias y al final, tal vez, emprender otra aventura militar contra Corea del Sur, como ya lo hizo en junio de 1950? Kim Jong-un tiene la palabra.
Y, mientras tanto, en el sur…
Mientras Corea del Norte adoptaba el sistema socialista y el patrocinio de China, Corea del Sur optó por el capitalismo y la amistad con Estados Unidos. Y, en vez del régimen autoritario y perpetuo de los norcoreanos, los surcoreanos eligieron la democracia y la alternabilidad. ¿Cómo le fue a cada uno?
Cuando los dos países surgieron como derivación de la división de la península coreana, ocurrida al final de la Segunda Guerra Mundial, Corea del Norte nació con los mejores augurios: su territorio era más extenso, sus recursos naturales mayores y, sobre todo, su infraestructura estaba más desarrollada porque los invasores japonenses (cuya ocupación había empezado en 1905) dejaron industrias, carreteras, escuelas, hospitales… En el sur había muy poco. Pero entre 1948 y 2015 la situación dio un vuelco total.
En la actualidad, según cifras de la organización británica DataBlog, el producto interno bruto de Corea del Sur es 40 veces mayor que el de Corea del Norte, con un crecimiento anual de 2,7 por ciento en el sur y de 0,8 en el norte. Además, de acuerdo con estadísticas internacionales, las exportaciones anuales surcoreanas son de 573.100 millones de dólares (con 48.000 millones de superávit comercial), frente a 2.100 millones norcoreanas (con 1.500 millones de déficit), y el producto interno bruto per cápita en el sur es de 32.400 dólares, contra 1.800 en el norte.
Esos datos económicos repercuten, por supuesto, en los datos sociales: la mortalidad infantil en Corea del Sur es de 4,08 por cada mil nacidos vivos, frente a 26,21 de Corea del Norte, a la vez que la esperanza de vida en el sur es de 79,3 años, contra 69,2 años en el norte.
Algo más: 81,5 por ciento de los surcoreanos tiene acceso propio a Internet, frente a 0,05 por ciento de los norcoreanos. Sin embargo, Corea del Norte tiene algunos de los mejores hackers del mundo (dedicados a la piratería informática de industrias occidentales de tecnología, medicamentos y aeroespaciales), como se comprobó en diciembre de 2014, cuando atacaron a la filial estadounidense de la empresa japonesa Sony en retaliación por la película The Interview (La entrevista), una parodia sobre Kim Jong-un. El ataque, sin embargo, no logró impedir la distribución de la película, que este año será vista en el mundo entero. Menos en Corea del Norte y sus pocos países aliados…