Por Milagros Aguirre.
Fotos: Pete Oxford.
La mitad del Ecuador es un secreto. La mitad de su historia está escondida en una caja de Pandora que no se abre, tal vez, por temor a descubrir lo que hay dentro de ella. El Oriente ecuatoriano representa el 48% del territorio nacional y es una de las cuatro regiones naturales del Ecuador. De él han salido los principales recursos del país y es, a la vez, la región más ignorada. Tras su exuberante vegetación se esconde una fascinante historia de aventuras, un libro de una gran odisea que aún no se ha abierto, la historia de la supervivencia de unos pueblos que desde hace miles de años han intervenido en su paisaje, se han adaptado a él unos y han desaparecido otros.
El Oriente ecuatoriano no solo es paisaje, no solo es el paraíso verde, hogar de especies diversas tanto de flora como de fauna, sino también la historia oculta de unas gentes que han construido, en las riberas de los ríos, en las lomas y montañas, una vida en comunión con la naturaleza. Pero también es la historia de muertes silenciosas, de dominios perversos de hacendados caucheros, de invasiones de toda índole y de luchas intestinas por recursos y territorios: el paraíso que se vuelve, también, infierno, en la otra cara de la moneda, y que contempla los abusos de la conquista y sus expediciones en busca de la canela y de otras especias, la apetecida savia del caucho, la sangre negra de la tierra (petróleo) y los lavatorios de oro en los ríos amazónicos (minería).
La Amazonía ecuatoriana se extiende en un área de 120 000 kilómetros cuadrados de bosques húmedos-tropicales, cuyos límites están marcados por la cordillera de los Andes al occidente y por los vecinos Perú y Colombia, al sur y en su límite meridional. Dos parques nacionales (Yasuní y Podocarpus), una reserva faunística (Cuyabeno), dos zonas intangibles y siete nacionalidades indígenas —kichwa, shuar, achuar, siona, secoya, cofán, waorani— además de grupos de indígenas aislados (tagaeri, taromenani y otros), son parte del inventario de riquezas amazónicas, además de las especies de flora y fauna que forman parte de los privilegios de la región.
De cómo se creó la selva
Cuenta uno de los mitos amazónicos, común a todas las etnias, que antes de que el mundo fuera como es hoy, había, en la selva, un árbol inmenso, de tronco enorme y raíces profundas. Y que un hombre llamado Apustulu, conocía su secreto: del tronco del árbol brotaban peces de colores, de distintos tamaños, con los que podía alimentarse el mundo.
Apustulu iba de tanto en tanto con su red de pescar y la llenaba de peces y volvía a su casa con mucha comida para alimentar a su comunidad. Su mujer cocinaba los peces de distintas maneras: con yuca, con plátano, con palmito, con ají, envuelto en hojas de plátano o asado. El delicioso aroma de los alimentos llegaba a las comunidades vecinas. Los vecinos de la comunidad, que pasaban recostados en sus hamacas y tomando chicha, se sintieron envidiosos de semejante riqueza y se les hacía agua la boca solo de pensar en la deliciosa comida. Por todos los medios intentaron averiguar el secreto de Apustulu y del origen de tantos peces con los que podía alimentar a su familia.
Buscaron a un amigo suyo, llamado Avisparuna, con quien Apustulu compartía el secreto, le dieron trago hasta saciarlo e intentaron que, borracho, cuente el secreto. Como no lo consiguieron decidieron atarlo con una soga y jalar unos de un lado y otros de otro, hasta que el hombre suelte la palabra. Finalmente Avisparuna habló y les contó de dónde sacaba los peces su amigo. En la mañana lo siguieron. Se asombraron de la existencia del árbol y decidieron cortarlo para hacer más fácil la tarea.
Durante varios días fueron con sus hachas a cortar el árbol pero, cada vez que ellos descansaban, el tronco del árbol volvía a la normalidad, como si nada. Así que los hombres decidieron trabajar día y noche, hasta cortarlo. Cuando ya estuvo cortado, seguía sin caerse, como suspendido. Los hombres se miraron sorprendidos. Y llamaron a la Ardilla, para que con su agilidad, subiera a la copa del árbol para ver de dónde estaba suspendido el árbol. La Ardilla subió hasta la copa del árbol y les gritó: “Está suspendido por un bejucoooooo!”
Los hombres le pidieron a la Ardilla que con sus afilados dientes rompiese el bejuco que sostenía el árbol para que así pudiera caer y ellos coger todos los pescados. La Ardilla-runa obedeció y finalmente el enorme árbol cayó estruendosamente.
Al caer, el tronco y las ramas se volvieron los caudalosos ríos amazónicos; las hojas que cayeron hacia abajo, se volvieron peces de distintos tamaños y se escaparon nadando en las nuevas aguas; las hojas que quedaron arriba salieron volando en forma de pájaros de distintos colores y tamaños. Los hombres corrieron tras los peces pero todos se escaparon aguas abajo.
Apustulu se enojó mucho y, a cada paso, fue poniendo orden en la selva que se había formado: a la Ardilla la volvió piedra y a Avisparuna lo convirtió en avispa. Dio nombre a los animales que salieron corriendo luego del estruendo.
Desde ese momento, los hombres de la selva tuvieron que aprender a tejer redes para pescar y hacer lanzas, dardos y bodoqueras, para cazar. Conseguir los alimentos, desde ese momento, significó un gran esfuerzo y trabajo para las personas.
Así cuentan los viejos que se formó la selva. Este mito de origen, llamado el Árbol de la vida o Árbol de los peces, es común no solo entre los indígenas de la Amazonía ecuatoriana sino en la Amazonía colombiana, peruana y brasileña, lo que muestra un mismo tronco. Cada nacionalidad lo cuenta con sus distintos matices, pero todos explican de la misma manera el origen de la selva.
Tierra de los espíritus
La Amazonía ecuatoriana es abundante no solamente en biodiversidad, sino en historias y cuentos. La selva, en sí misma, es abundancia de vida. Y también tierra de espíritus donde los hombres se vuelven tigres cuando mueren; donde los chamanes conversan con el jaguar sobre el futuro de la vida de su pueblo y como si fuera un oráculo que predice el destino de su gente. Es el lugar en el que las lagunas, el rayo, la boa y las estrellas están vivos y actúan sobre la vida de las comunidades, a veces en armonía y a veces en riñas que causan la lluvia o el sol extremo. Y como es tierra de espíritus es también el lugar del miedo: las noches de selva son ruidosas en extremo porque cantan los sapos, los búhos nocturnos, los grillos y las cigarras, en verdaderos conciertos, mientras pasean, sigilosos, los tigres y jaguares, los lagartos y las culebras. Los sonidos de la selva son profundos, como si todos los animales se despertaran en las noches y se creara otro mundo en cada anochecer. Es el lugar donde los tábanos, coloradillas, avispas y demás polvos del diablo aparecen en las playas de los ríos para alimentarse de la sangre, sobre todo de la sangre de los novatos visitantes de piernas blancas.
En la Amazonía la lluvia suele anunciar su llegada con estruendo. Las nubes suelen ser bien definidas y de una blancura refulgente. Los animales son tímidos y se suelen esconder y camuflar en hojas y troncos para pasar desapercibidos. Las poderosas hormigas arrieras cargan el mundo a sus espaldas y las tortugas charapas de forma ordenada se ubican en largas filas en los troncos para tomar sol y calentarse. Los guacamayos llevan en sus plumas el arcoíris y suelen ser el mejor adorno de las casas indígenas, donde los niños comparten el seno de su madre con los bebés del tapir o del mono que también necesitan alimento.
La Amazonía es esa tierra bañada por ríos arenosos color chocolate que, como enormes serpientes, se enroscan en el paisaje. La Amazonía es esa capa fina de tierra de donde se agarran inmensas raíces de árboles milenarios que no escapan de ser arrancados por los huracanados vientos. Es pantanos y palmas de chonta. Es farmacia de plantas sagradas donde está la cura para distintos males y también despensa para las comunidades que se nutren de ella. Es armonía. Y abundancia de vida. Pero también es tierra invadida sin piedad en un wéstern salvaje, mecheros encendidos, carreteras, motores, plataformas y maquinarias, que asustan a los espíritus y que alteran la vida de sus gentes.
Las gentes de la selva han sido afectadas por distintas conquistas. Se dice que antes de la llegada de los españoles en el Oriente ecuatoriano se hablaba cerca de 2 000 lenguas distintas. Los antiguos cronistas relatan, sorprendidos, la belleza de la cerámica que hallaban en las casas que visitaban en las poblaciones de los omaguas, llamados también encabellados, en las riberas del río Napo, entre los años 1000 y 500 d. C. (Fase Napo). En el sur, entre los años 2000 y 300 a. C., en la actual provincia de Zamora Chinchipe, grupos humanos habitaron la ceja de montaña, específicamente el área correspondiente al cantón Palanda, en las cabeceras del río Mayo Chinchipe. Vivieron en casas de forma redonda, dispuestas alrededor de una plaza central.
En excavaciones arqueológicas recientes, se descubrieron varias estructuras de piedra localizadas sobre una terraza fluvial y un camposanto con algunos depósitos funerarios.
El paraíso verde, contrariamente a lo que se ha pensado y ha movido las distintas invasiones amazónicas que han ido en la búsqueda de la canela y del supuesto desarrollo, no ha sido tierra baldía ni ha sido tierra de nadie. Tampoco ha sido un paisaje intocado: la selva es producto de la intervención del hombre, de su trabajo en las chacras, de sus sembríos, de la vida en armonía con la naturaleza y de las herramientas para sacar de ella, sus frutos.
La selva es una caja de Pandora: sus secretos están guardados en las raíces de los árboles y en los ruidos nocturnos, ahí, si se pone atención, se escuchan las voces de los pueblos desaparecidos, y de aquellos que aún luchan por sobrevivir en lo poco que queda de su antigua tierra, de árboles de la vida y bejucos mágicos, de ricas savias y de frescas noches cobijadas por el brillo de la vía láctea, también llamado el camino del manatí, con estrellas luminosas y titilantes, con lunas llenas plateadas y enormes, con atardeceres de fuego encendido.