El país de la guerra civil permanente

Fotografía: Shutterstock.

Edición 466 – marzo 2021.

Sólo seis años duró la paz en Birmania, donde otra vez gobiernan los militares.

Los rumores —desconcertantes, insi­diosos— rodaron con persistencia desde que empezó el año y llegaron a ser estruen­dosos a finales de enero: un golpe militar era inminente. Decían, incluso, que ya en Navi­dad habían sido suspendidos los permisos de salida y que los arsenales habían sido abiertos para sacar las armas más moder­nas. La prensa llegó a reportar movimientos de tropas. Sin embargo, casi nadie se alar­mó, porque era del todo impensable que tan sólo seis años después de haberse replegado a sus cuarteles, agobiados por un repudio generalizado, interno y externo, a su dicta­dura de medio siglo, los militares estuvieran pensando en otra vez tomarse el poder. Esos rumores no podían tener ningún sostén.

Pero, no obstante, lo tenían. Y el lunes 1° de febrero, antes de que clareara el día, los militares tomaron por asalto, en un operativo vertiginoso y eficiente, las sedes de todos los poderes públicos, las centra­les eléctricas, las plantas de agua, las esta­ciones de televisión y radio, los puertos y aeropuertos y, para prevenir cualquier con­tragolpe, apresaron a la plana mayor del gobierno, empezando por su figura más poderosa y emblemática, Aung San Suu Kyi. En muy pocas horas no quedó ni un solo cabo suelto en Birmania: los militares tenían el control de todo, incluso de las ca­lles, y el gobierno se había desvanecido sin siquiera se supiera adónde habían sido llevados sus integrantes.

Con el golpe, criticado de inmediato por medio mundo, se cerró un ciclo agi­tado de regímenes civiles (aunque, en la práctica, los militares seguían reteniendo una parte substancial del poder), con los que parecía haber terminado el estado de guerra civil permanente en el que había vivido Birmania desde su independen­cia de la Corona Británica, en 1948. Y es que, con Aung San Suu Kyi, ‘la Dama’, al mando, el país estaba insertándose por primera vez en la comunidad internacio­nal, tejiendo redes de alianzas, afianzando sus instituciones, recibiendo un caudal creciente de inversiones extranjeras, con­solidando su economía y expandiendo su clase media. Convirtiéndose, en definiti­va, en un Estado moderno. Y con la mo­dernidad estaba llegando la paz.

Quedaba, en todo caso, un asunto es­pinoso por resolver: el de los rohingya, esa minoría incómoda de musulmanes ben­galíes en un país budista de origen chino y tibetano, incluso indio y mongol, que no los acepta y los oprime (Recuadro). Pero, al menos, había un gobierno elegido en demo­cracia, con una líder querida y respetada, de enorme prestigio internacional, con lo que Birmania (llamada Myanmar desde 1989) estaba progresando sostenidamente y ele­vando poco a poco el nivel de vida de sus casi cincuenta y siete millones de habitan­tes. El golpe militar interrumpió el proceso. Todavía no está claro cuál será su porvenir.

Algo de historia

A orillas del golfo de Bengala, en el océa­no Índico, el extenso territorio que hoy es Birmania (676.600 kilómetros cuadrados) tuvo ya sociedades de cierta complejidad en el siglo II antes de Cristo, que se sucedieron en una serie de reinos y dinastías de pueblos originarios, por lo general enemistados y en luchas constantes, hasta que a mediados del siglo IX surgió el Reino de Pagan, que unifi­có a las tribus y sus dominios y que perduró hasta finales del siglo XIII. Cuando comen­zó la Era de los Navegantes, la dispersión de los estados nativos facilitó el desembarco de los europeos, que ya en 1519 establecie­ron centros de manufacturas y comercio manejados por los portugueses. Pero cien años más tarde se inició ya el avance de los británicos. Y paulatinamente Birmania fue integrada al Imperio Británico de la India.

Al terminar la Segunda Guerra Mun­dial, el proceso de descolonización decidido por las potencias vencedoras derivó en oc­tubre de 1947 en un acuerdo entre el primer ministro británico Clement Attlee y el líder birmano U Nu para preparar la indepen­dencia, que se concretó en 1948. La demo­cracia duró catorce años, hasta que en 1962 un golpe encabezado por el general Ne Win depuso a U Nu e impuso una dictadura mi­litar que, con altibajos y con distintos jefes de gobierno, se mantuvo durante casi medio siglo. Fueron cuarenta y nueve años del “ca­mino birmano al socialismo”.

Para entonces, Birmania ya tenía un pró­cer. Era el general Aung San, quien había en­cabezado la resistencia contra el colonialismo británico y se había erigido en el símbolo del ideal independentista. Cuando fue asesinado, en julio de 1947, según parece por rivalidades políticas internas, Aung San dejó una hija de dos años de edad, Aung San Suu Kyi, cuya madre era diplomática, por lo que en su ni­ñez y juventud pasó mucho tiempo lejos de su país. Suu Kyi, en efecto, se educó en la In­dia, Inglaterra y los Estados Unidos. Vivió en Nueva York, trabajando en la sede de las Na­ciones Unidas, y en Londres, donde se casó y tuvo sus dos hijos. Cuando volvió a Birma­nia, en 1988, estaba dispuesta a encabezar un movimiento democrático para combatir a la dictadura. Que fue exactamente lo que hizo.

Bajo una creciente presión interna y ex­terna, que estaba convirtiendo a Birmania en un país aislado del mundo, solo y cerrado, los militares convocaron a elecciones para el año siguiente, 1989, en un intento apurado por aplacar las protestas populares que habían des­bordado las calles de la capital, Rangún, y en las que incluso habían participado soldados, funcionarios públicos y monjes budistas. La rudeza de la represión, con un saldo de cientos de muertos, repercutió en el triunfo aplastan­te de la oposición, que se había reunido en la Liga Nacional por la Democracia, formada en torno a Aung San Suu Kyi. Pero los militares, socialistas al fin y al cabo, sólo estaban dispues­tos a aceptar el resultado de las elecciones si les hubiera sido favorable. Por lo cual…

La dictadura interminable

Por lo cual los militares se dieron un autogolpe, reemplazando a un general por otro. Saw Maung asumió el poder, descono­ció el resultado electoral, impuso la ley mar­cial y, para que nadie dudara de que el cam­bio había sido genuino, substituyó el nom­bre de Birmania por el de Myanmar. Con la ley marcial en la mano, el gobierno acusó a Suu Kyi de “poner en peligro al país” por su actitud indeclinable de inconformidad y rebeldía, y la puso en arresto domiciliario. Exceptuando unos pocos intervalos, en los que renovó su activismo por la democracia y la libertad, Aung San Suu Kyi no pudo salir de su casa entre julio de 1989 y noviembre de 2010. Pero, encerrada, se había conver­tido en un símbolo nacional y en una figura política arrolladora.

Los homenajes y los reconocimientos a Suu Kyi, entre ellos el Premio Nobel de la Paz que le fue concedido en 1991, sirvie­ron para que la presión internacional con­tra la interminable dictadura birmana se recrudeciera al empezar el siglo XXI y de­rivara en 2010 en un llamado a elecciones. Pero para entonces los militares habían expedido una constitución reservándose grandes parcelas de poder y estableciendo un sistema electoral que les aseguraba su permanencia en el mando. Fue así que, a pesar de la victoria en los votos de la Liga por la Democracia, el 83,7 del congreso quedó en manos del Partido de la Solida­ridad y el Desarrollo, que representa a los militares, por lo que otro general, Thein Sein, fue designado presidente.

Pero para 2015 la situación había cam­biado: el resultado electoral ya no pudo ser distorsionado y la Liga por la Demo­cracia, que ganó con amplitud, asumió la conducción del país. Sin embargo, por tener hijos de nacionalidad extranjera (los dos habían nacido en Inglaterra), un im­pedimento constitucional expreso, Aung San Suu Kyi no pudo ser nombrada pre­sidente (lo fue su aliado Htin Kyaw), aun­que, como “consejera de Estado”, se con­virtió en la detentadora efectiva del poder. Y se dedicó con gran empuje a crear insti­tuciones democráticas en un país que des­de 1962 había vivido en dictadura, con la prioridad puesta, según su propio anun­cio, en terminar los conflictos étnicos que desde la independencia nacional, en 1948, se habían sumado a una política de fuerza para mantener a Birmania en una situa­ción inacabable de guerra civil.

En efecto, Birmania, que tiene fronte­ras con China, India, Laos, Bangladesh y Tailandia, es un país con una diversidad ét­nica inmensa (135 etnias reconocidas por el Estado), aunque con cierta uniformidad religiosa, pues 87,9 por ciento de toda la población se proclama budista, con 6,2 de cristianos y 4,3 de musulmanes, además de otros credos con adhesiones menores. Gran parte de los conflictos étnicos siguen sin ser resueltos e incluso hay grupos rebel­des muy activos y bien armados, a pesar de lo cual al llegar las elecciones de noviembre de 2020 la popularidad de Aung San Suu Kyi se mantenía alta y, claro, su partido ganó las elecciones con holgura. La norma­lidad de Birmania parecía inalterable.

Aung Sang Suu Kyi

La reputación internacional de Suu Kyi (75 años), líder de la Liga Nacional por la Democracia, el partido gobernante, se desplomó ante su si­lencio por la represión contra los rohingya que escandalizó al mundo entero. Para la líder son “simples problemas” lo que para las Naciones Unidas es una “limpieza étnica” que dejó casi un millón de refugiados. Suu Kyi incluso apoyó a los militares cuando fueron acusados de cometer genocidio en 2017.

Volver a empezar

Esa normalidad parecía interesar y con­venir a todos: a los birmanos, que al fin esta­ban viviendo en un ambiente de estabilidad propicio para la prosperidad, y a la comuni­dad internacional, que había dejado de ver a Birmania como un foco potencial de dispu­tas y conflictos. Y es que, por su ubicación geográfica, su territorio podría despertar las ambiciones estratégicas de sus dos vecinos mayores. China, en concreto, aspira a tener a través de Birmania una salida al mar por el oeste, al golfo de Bengala, que se integre con su sistema de comunicaciones Indo- Pacífico. Pero esa posibilidad aterra a la In­dia, que mantiene en Cachemira un agrio litigio fronterizo con China y, desde luego, no quiere que los chinos dispongan de un acceso directo al océano Índico, lo que le da­ría una ventaja enorme a su flota de guerra.

Y así, cuando el lunes 1° de febrero los militares volvieron a empezar, asumiendo el poder con el argumento que en las elec­ciones de noviembre habían sido cometi­das irregularidades inmensas, la sorpresa dejó sin reacción rápida a China, la India y, también, los Estados Unidos: parece que nadie esperaba el golpe. Y aunque resulte difícil de creer en un escenario de creciente rivalidad estratégica entre estadounidenses y chinos, que ya están en los prolegómenos de una segunda guerra fría, no parece pro­bable —aunque sí es posible— que alguna de las dos grandes potencias estuviera de­trás del golpe militar, a pesar de las sospe­chas iniciales que apuntaban a China.

Más aún, no sería extraño que la nue­va dictadura no tuviera un fundamento geopolítico, es decir la rivalidad entre China y Estados Unidos, ni ideológico, que sería la creencia militar de que la democracia elec­tiva no es un sistema válido para Birmania, sino que fuera la consecuencia del problema no resuelto de identidad nacional, porque el país no ha podido superar los conflictos constantes que ha tenido en su historia por los afanes de reivindicación de sus minorías étnicas. Muchos de esos conflictos fueron alentados por los británicos durante la era colonial (su viejo lema de “divide y vence­rás”) y, tras la independencia, sirvieron de pretexto para las intervenciones militares.

En 2015, cuando Aung San Suu Kyi y la Liga Nacional por la Democracia llegaron al gobierno, se creyó que al fin sería posible ne­gociar y lograr un acuerdo amplio, lo más abarcador posible, entre las principales co­munidades, que sea para Birmania ese pacto social que está en la base de todo Estado-na­ción y que, por el vértigo de esos tiempos, no fue posible alcanzar al nacer el país, en 1948. Pero el tema de los rohingya, que Suu Kyi no sólo que no supo manejar, sino que llegó has­ta a tolerar y justificar persecuciones y ma­tanzas, le quitaron el prestigio internacional que había conseguido durante sus largos años de lucha por la libertad. Por eso el 1° de febre­ro, cuando los militares le arrebataron el po­der, desbandaron su gobierno y la apresaron y la encerraron quién sabe dónde, la reacción del mundo fue tibia y cautelosa. De rechazo, sí, pero no de indignación. Y es que ‘la Dama’ ya no es lo que era…

El pueblo más oprimido de la Tierra

Nadie sabe, con certeza absoluta, de dónde provienen. Ni siquiera cuándo y cómo llegaron al extremo noroccidental de Birmania, donde los ro­hingya malviven hoy como pueden, en las condicio­nes más deplorables que alguien pueda imaginar. Ellos sostienen que a principios del siglo XV, Na­rameikhla, soberano del reino budista de Arakán, le pidió ayuda militar al sultán de Bengala para expulsar a los invasores del reino de Ava, ubicado al otro lado de las montañas. Tras el combate, que fue victorioso, algunos de los guerreros bengalíes musulmanes enviados por el sultán se quedaron a vivir en esas tierras plácidas, costeras del golfo de Bengala, donde termina el océano Índico.

La versión de los birmanos —o, al menos, de sus autoridades— es bastante más prosaica: los rohingya son, en realidad, bengalíes que llegaron a la provincia de Arakán durante la era colonial bri­tánica, en especial desde mediados del siglo XIX, y se asentaron allí ilegalmente. Con ellos llegaron sus costumbres y su credo musulmán, lo que siempre estuvo en colisión con los hábitos y creencias de las poblaciones originarias, que son budistas con re­motas raíces étnicas tibetanas, chinas, mongolas e indias. Los rohingya son, entonces, extranjeros que no tienen derecho a nada, ni siquiera a ser reco­nocidos como uno de los 135 grupos étnicos que viven en Birmania.

Sea lo que fuere, los rohingya vivieron muchas generaciones en Arakán, que es una franja costera de casi quinientos kilómetros de extensión, paralela al mar, separada del resto del país por una cordillera que tiene cimas de hasta tres mil metros. Allí, en un relativo aislamiento, esos bengalíes musulma­nes desamparados pudieron vivir en paz durante los años en que todo lo que hoy es Birmania es­taba integrado en el Imperio Británico de la India, aunque agobiados por unas tasas elevadísimas de analfabetismo y enfermedad. Pero con la indepen­dencia birmana, en 1948, los conflictos étnicos y religiosos estallaron con una violencia creciente. Y no han dejado de multiplicarse.

Cuando en 1962 los militares asumieron el po­der e implantaron una dictadura implacable, que se prolongó durante casi medio siglo, adoptaron una extraña doctrina nacional-budista (a la que descri­bieron como el “camino birmano al socialismo”) que privó a los rohingya musulmanes de todo de­recho, incluso al de la nacionalidad. Y fueron decla­rados apátridas. Los enfrentamientos se volvieron cada día más frecuentes y ásperos, lo que derivó en éxodos masivos, el primero de ellos en 1978 y el segundo en 1992. Con la llegada al poder de Aung San Suu Kyi, en 2015, el mundo se ilusionó con la posibilidad de que se encontrara alguna fórmula de asimilación legal y social que acabara con ese dra­ma. Pero ocurrió exactamente lo contrario.

Y, así, en junio de 2017 la televisión occiden­tal captó la imagen desgarradora de unas siete mil personas, muchas de ellas enfermas y todas ellas desnutridas y angustiadas, navegando sin rumbo por las aguas agitadas del estrecho de Malaca, en el Asia Suroriental. Iban a bordo de unos barcos vie­jos y destartalados, que parecían estar al borde del naufragio. Los tripulantes, unos despiadados trafi­cantes de seres humanos que les robaron todo y no les dieron comida ni agua, habían abandonado las naves y las habían dejado a la deriva, con la espe­ranza, según parecía, de que naufragaran para que no quedaran testigos. Al fin y al cabo, más de uno de sus barcos ya se habían hundido, con todos los pasajeros adentro, y casi nadie se enteró ni nadie reclamó por los muertos.

Ese éxodo jamás se detuvo. De acuerdo con las cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, al empezar 2017 vi­vían en Arakán algo más de un millón de rohingya, de los que cerca de setecientos mil, tal vez más, habrían huido desde entonces hacia Bangladesh, sobre todo, pero también hacia Tailandia, Malasia, Indonesia y la India. Constituyen, sin duda, el pue­blo más oprimido de la Tierra. Y con la insurgencia armada de los musulmanes en medio mundo, los militares birmanos tienen el pretexto perfecto para la intolerancia y la persecución, al extremo de que —para la decepción y la congoja de todos— Aung San Suu Kyi no sólo que no detuvo la represión, sino que la justificó con una declaración extraordinaria: “los rohingya no son una etnia, sino una identidad política…”.

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