Una obra fotográfica vasta y prodigiosa de un artista sulfuroso y sulfurante, que desentrañaba los secretos que esconden las miradas. Escogió, para ello, a las mujeres más bellas. O las de más carácter.
Por Gerardo Fernández Fe
En una esquina de la calle, a algunos metros del Arco del Triunfo, se erige la solemne estatua al general Charles de Gaulle, pero dentro del suntuoso edificio de estilo clásico del Grand Palais, donde menos se lo imaginara el artista mismo, ha tenido lugar la primera gran retrospectiva que se haya realizado en París a la obra fotográfica del alemán Helmut Newton.
Repudiado en vida por algunos círculos de feministas y de conservadores, adorado por estrellas de cine y por famosos costureros, Helmut Newton (Berlín, 1920-Los Ángeles, 2004) ha llegado a ser considerado el Andy Warhol de la fotografía de moda. Más de 250 fotos, entre gigantografías y polaroids aparentemente nimias, además de un par de decenas de páginas de revistas y hasta un video, ilustran este meticuloso recorrido a lo largo de 50 años de trabajo no menos puntilloso, aunque en ellas algunos solo quieran ver glamour y opulencia.
Precoz, este hijo de una familia judía de buena posición en la Berlín de entonces, en 1936, con tan solo 16 años, Newton deviene asistente de la fotógrafa de moda Else Neulander-Simon, más conocida como Yva. Pero apenas dos años más tarde, con el auge del nacionalsocialismo, tiene que huir de Alemania (su padre era judío-alemán y su madre ciudadana norteamericana) y, después de una breve estancia en Singapur, termina instalándose en Australia, donde conoce a quien llegará a ser su mujer de siempre, su mano derecha, su consejera, su viuda, la vigilante conservadora de la inmensidad de su obra fotográfica.
En 1961, después de haber trabajado como fotógrafo para Playboy y ya casado con June Brunell, Helmut Newton se instala en París, rue Aubriot para más detalles, y comienza a trabajar para revistas como Elle, Vogue, Marie-Claire, Nova… A partir de entonces, la pareja se mueve entre París, de donde “huye” en 1981, tras la llegada al Gobierno del socialista François Mitterrand (“en París llueve demasiado —ironizaba el artista—, sobre todo, granizadas de impuestos”), luego Mónaco y, finalmente, Los Ángeles, donde el fotógrafo muere en 2004 al impactar su auto, un Cadillac SRX, en uno de los muros del hotel Château Marmont, en Sunset Boulevard, de donde eran asiduos. Tenía entonces 83 años… En 1971 Helmut Newton se había salvado de una crisis cardiaca, pero esta vez su pierna derecha, como efecto del nuevo infarto, se había vuelto horriblemente rígida, por lo que el pedal del acelerador fue conducido a su límite y en tan solo pocos metros el Cadillac blanco adquirió velocidad de trueno. De ahí la muerte: por accidente, por corazón que estalla —poco importa eso a estas alturas—. “Los Estados Unidos me inspiran de un modo diferente, allí me siento como en un filme”, había confesado Newton a Frank Horvat en 1986.
Helmut Newton fue siempre un fotógrafo sulfuroso y sulfurante. Sus entornos y sus tics fueron el lujo, el dinero, la moda, el poder… y dentro de estos, las individualidades, casi siempre mujeres hermosísimas, algunos pocos hombres, algunos maniquíes de establecimientos de ropas en posiciones provocadoras… y casi nada del resto; un fotógrafo de la jet set, un escenógrafo con tan solo dos o tres recursos, un espacio, alguna indumentaria, un mínimo de utensilios, en busca siempre de una mirada determinante, pues eso sí que no escasea en su fotos: miradas certeras.
En 1976 Newton lleva a cabo una serie de imágenes bastante fuertes para la edición francesa de la revista Vogue y a partir de ahí se decanta como un fotógrafo audaz, con un sello muy propio, escandaloso para algunos, cautivador para otros. En su fotografía la mujer es objeto, centro y dedicación, leitmotiv y eje de la narración. He aquí una femineidad afirmada; mujer dominante, mujer que intimida… A los apolos negros de Mapplethorpe, se oponen las amazonas blancas de Newton. “Me gustan las mujeres fuertes —confesaba—, ellas me dan seguridad”; una reacción que no se desliga de su formación como asistente de fotografía en el Berlín macho de la entreguerra, esa ciudad andrógina, en la que vestirse “de hombre” era la moda, la rebeldía ante el conservadurismo pequeñoburgués, la disidencia contra la norma, contra el lugar común…
De ahí que alguien como el diseñador Karl Lagerfeld haya visto en las de su amigo “un tipo de mujer políticamente incorrecta que hoy día todo el mundo copia tanto en el mundo de la moda como en el de la foto”. Eso, una mujer de zapatos con tacones altos y mirada altiva, como un gesto imponente, de real superioridad: mujer de otro siglo, el XXI, al que apenas el fotógrafo llegaría…
“Helmut me repetía que la fotografía sería siempre su primer amor, y yo el segundo”, ha confesado su viuda. Esto explica quizás que, por su objetivo, hayan pasado las mujeres más carismáticas y hermosas de las últimas cuatro décadas del siglo XX: Madonna, Claudia Schiffer, una majestuosa Charlotte Rampling sentada desnuda sobre una mesa en un hotel de Arles, en 1973, Linda Evangelista, Nastassja Kinski, Catherine Deneuve, Monica Bellucci, Cindy Crawford… en incluso la austera primera ministra inglesa Margaret Thatcher, como parte de la colección de figuras de la política a las que Newton también dedicó parte de su obra, y de la que resalta aquel impactante retrato de Jean-Marie Le Pen, líder del ultraderechista partido francés Front National, posando orondo junto a sus perros dóberman en 1997, un guiño del artista al pasado reciente, a aquella serie de fotos de Adolfo Hitler con su pastor alemán en una terraza apacible.
Sobre la misma cuerda de esos retratos del poder, a finales de los años ochenta, la revista Vanity Fair envía a su fotógrafo estrella a un encuentro con Salvador Dalí, en su casa de Figueras, donde el pintor moribundo lo recibió con una bata de satín plateado y estampada en su pecho la condecoración que le había otorgado el rey de España. Según lo ha contado el artista en su Autoportrait (Robert Laffont, 2004), Dalí “sabía que yo pretendía atraparlo a la luz del día, por lo que me hizo dar tumbos en mi hotel durante dos días antes de convocarme finalmente, cuando el servicio meteorológico había anunciado la llegada de grandes turbonadas. (…) Apenas se oscureció el cielo Dalí exclamó: ‘Ya estoy listo para Newton, que ha venido porque sabe que estoy muriendo’. No había suficiente luz, tuve que acudir a mi proyector de 500 wats para esta última foto histórica”.
Caballero de las Artes y las Letras de Francia en 1989, Gran Premio Nacional de Fotografía en 1990, Mejor retratista en los World Image Award, de Nueva York, en 1991, hubo un momento en la carrera de Helmut Newton en que la crítica se colocó a sus pies, en que se le reconoció su enorme aporte en la introducción del arte real en el frívolo mundo de los maniquíes. Un antes y un después de Helmut Newton —como aseguran algunos—. Pero también por su afán de revelar las entretelas del poder, de la posesión, de las relaciones humanas, más allá de los trajes de buen paño y de los oropeles. Un estilo coherente, el suyo, entre paparazzi y poeta urbano… “Cada foto es un ejercicio”, afirmó en su biografía; en efecto, un ejercicio de precisión y de la más cruda belleza.