
Epitafio
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte, y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo.
Jorge Luis Borges[1]*
El libro El olvido que seremos llegó a mis manos hace varios años. Mi hermano Gonzalo, quien se tragaba libros, nos lo recomendó a todos en mi familia. Andaba fascinado con Héctor Abad Faciolince, quizá por el retrato del padre en el libro —amoroso y sobrio—, que en algo le recordaba a nuestro padre y también porque seguro cayó envuelto en la prosa de Abad Faciolince y en el relato de esa historia familiar e histórica de Medellín, con esa mezcla de narración cotidiana y reflexión profunda.
Mi hermano sabía todos los intríngulis del libro y nunca faltaron las anécdotas adicionales que hicieron que yo leyera y releyera el libro. Pero pasaron los años y mi hermano murió. Entonces el libro cobró una especial importancia para mí, pues yo, al igual que Abad Faciolince, contaba con pérdidas fundamentales en mi vida, mi padre y mi hermano, así como Abad perdió a su hermana (Marta) y a su padre, por supuesto, en circunstancias violentas y abominables. Toda esa reflexión sobre la muerte y el olvido me han acompañado en estos años.
Cuando supe que estaban haciendo la película anduve ansiosa buscando todas las noticias al respecto. Miré su presentación en plena pandemia en la que Héctor Abad entabla un diálogo delicioso con Javier Cámara y Fernando Trueba y, además de disfrutar de la charla, no me podía imaginar cómo un actor español podría representar a Héctor Abad Gómez haciendo un acento paisa perfecto. Recordaba la serie Narcos y el desastre de la interpretación de Pablo Escobar y pensaba que allí había un reto enorme, solo en la consecución del tono preciso.

Cuando la película llegó a Netflix, no lo podía creer, pensé que sería difícil conseguirla. La atesoré en la lista de mis favoritos durante semanas, aplazando el placer de verla. Hasta que llegó mi deadline con la revista y sabía que tendría que escribir sobre ello.
Con expectativas bajas comencé a ver la película y pronto me envolvió con su narrativa pausada y la mirada del Héctor niño sobre su padre y su familia. La construcción de esos afectos profundos y esa figura paterna con esa personalidad tan multifacética, la del científico luchando por la instauración de la salud pública en Colombia y ese padre absoluto, empeñando en hacer felices a los hijos, porque “si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad”.
Al ver la película pensaba en la Roma de Cuarón y en su planicie, en comparación con este relato sutil, cargado de las felicidades y los dolores de la familia Abad Faciolince y de Colombia en esos años.
Al final, al igual que cuando terminé el libro, quedaron muchas lágrimas y la nostalgia de lo leído, visto, vivido. Lo vivido por el autor, lo vivido por mí, y vivido por cada uno de nosotros en nuestros relatos personales de felicidad y de tristeza.
- * Abad Faciolince investigó en Buenos Aires y llegó a la conclusión que el autor del “Epitafio” es Borges. ↑