Por Milagros Aguirre.
Ilustración: ADN Montalvo E.
Edición 452 – enero 2020.
Por recomendación de un amigo encontré un texto de Paul Lafargue, escrito en 1883 en la prisión de Saint Pélagie, que lleva el título de El derecho a la pereza. El libro empieza con la siguiente reflexión: “Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacro-santificado el trabajo”. Para Lafargue, el derecho al trabajo es una trampa pues es, sin más, el derecho a la explotación. Y lo ilustra con las larguísimas jornadas de las mujeres en las fábricas, la fatiga de los obreros… “¡Adiós a la vida y a la libertad!”
Sí. No trabajamos para vivir sino que vivimos para trabajar. Nos empeñamos en ello. Trabajamos sin sosiego y, a veces, sin sentido. Más y más y más horas dedicados a producir y producir para comprar y comprar. La pasión por el trabajo, a nivel individual pero también colectivo, para Lafargue, hace casi doscientos años, es casi una perversión, contraria a la libertad, a la emancipación. Queremos crecer y para crecer hay quienes trabajan como mulas, desde los comerciantes hasta los proletarios, empresarios o campesinos. ¿Y si no crecemos (en términos económicos, claro), se acaba el mundo?
El texto de Lafargue me llevó a una maravillosa fábula amazónica: la del árbol de los peces. Cuentan los ancianos que en el bosque, al principio de los tiempos, había un árbol de peces y que una comunidad tenía acceso a ellos. Los vecinos, por la pura envidia, hicieron varios intentos para cortar el árbol y cuando lo lograron desataron la ira de Dios. El tronco del árbol se convirtió en río (el Napo) y las hojas que cayeron al agua se volvieron peces. Aquellas que quedaron en la superficie volaron como aves y mariposas. En castigo, desde ese momento, los hombres tuvieron que trabajar para buscar su comida: tuvieron que pescar y cazar y buscarse la vida. De los indígenas del Napo aprendí la economía del mínimo suficiente: vivir con lo que se tiene, sin esa urgencia de acumular ni de consumir.
Tal vez el mundo sería otro si tomáramos algo de esas premisas: dejar de crecer, dejar de producir por producir y, asimismo, dejar de consumir por consumir y de acumular por acumular. Es decir, dejar de trabajar como mulas y recordar que, de vez en cuando, hay que levantar la cabeza del trabajo y dedicarle tiempo al amor, a contemplar la naturaleza, a la música, a la vida.