Texto y fotografía Catherine Yánez Lagos.
Edición 419 – abril 2017.
La casa es poco convencional. En la planta alta suspende desde una viga un esqueleto de ballena picuda. Abajo, un pasillo conecta con el patio y al atravesarlo uno queda tan atónito con la vista frontal, que desatiende el cartel lateral: “Al pasar por aquí, usted se convierte en Jonás”. Y sí, así es, cuando miro hacia arriba la frase se cumple: dos mandíbulas de ballena se entrecruzan. Son enormes, amarillentas y, menos mal, están allí para darnos la bienvenida.
Aunque la descripción no corresponde al Valhalla original, salón de los muertos donde reinaba Odín de acuerdo con la mitología nórdica, el patio de Ben está muy cercano a ser una versión pequeña donde solo tienen cabida ballenas, delfines y una que otra ave. Para llegar al Valhalla se debía ser un próspero guerrero abatido en contienda, pero equiparado a la vida marina que acá se observa, basta con ser una especie que aporte al estudio y construcción de nuevos esqueletos.
La conducción durante todo el recorrido la hará Ben Haase, un holandés de quijada pronunciada y 1,81 metros de altura, el más pequeño entre sus siete hermanos que lo sobrepasan por tres centímetros. Como introducción, una pregunta: ¿dónde en el mundo uno puede sentarse en la cabeza de una ballena? Al contestar, sus mejillas se recogen por la sonrisa y el bigote rubio canoso acompaña el gesto. El lugar al que se refiere está en Salinas, es su casa y a la vez su museo, el Museo de las ballenas.
La colección de la muestra que se exhibe inició en la década de los noventa y tomó forma de museo en 2004. Ya para 2011 fue parte del último catastro del Ministerio de Cultura, donde se contabilizaron 186 museos a nivel nacional, nueve de ellos en Santa Elena y, de esos, solo el de Ben se ubica en Salinas. Este producto final es un trabajo en equipo del que es coprotagonista el biólogo Fernando Félix. La iniciativa de un europeo y un latinoamericano dio resultados y sigue creciendo.
Para Ben lo más importante es la difusión que han alcanzado: “Yo creo que hemos atendido a más de diez mil personas y los que han entrado salen contentos”. La cifra que menciona bordea la realidad porque la primera precaución que tiene, cada vez que entra un visitante, es hacer firmar un cuadernillo de registro. Luego recoge unas volantes, las reparte y deja de tarea que ingresen a la página del museo (museodelasballenas.org) para que sean testigos de las investigaciones realizadas.
La ballena jorobada ha sido por excelencia el ícono de búsqueda en este lugar. Durante veinticinco años han seguido su tendencia poblacional y para no perderlos de vista han incorporado marcas satelitales. Pese a que el progreso no se evidencie con rapidez, en 2012 cada una de estas acciones sumadas colocaron al país como líder de América Latina en tener las bases de datos más completas de estos mamíferos.
“Hemos publicado alrededor de 60 artículos científicos sobre mamíferos marinos, antes de nosotros había muy escasa información”, valora Fernando, quien dice que el empeño ha motivado a otros al estudio de estos animales. El desenlace fue excelente: la ballena jorobada dejó de estar en peligro de extinción desde 2015, según la Agencia Americana Oceánica y Atmosférica (NOAA).
Aun así, los pasos que ha dado el museo han demandado un esfuerzo enorme. “La falta de apoyo de algunas instituciones hizo que nos viéramos obligados a poner el museo en la misma casa de Ben”, recuerda Fernando. Lo cuenta en una llamada telefónica y mientras avanza el diálogo, su voz se acelera, se nota emocionado. Nunca imaginó que la Fundación Ecuatoriana para el Estudio de Mamíferos Marinos (FEMM), que él mismo promovió, evolucionara en un museo.
Fue así como la afición por la vida marina juntó a esta dupla incansable. En ese entonces no había protocolos ni instituciones a cargo de los varamientos, así que con un grupo de estudiantes recorrían las costas ecuatorianas en busca de nuevos especímenes. “Una gran cantidad de animales recolectamos completos, otros ya cuarteados, a veces los perdíamos o el invierno nos jugaba una mala pasada”, comenta Fernando, quien a pesar de vivir en Guayaquil monitorea el museo y planifica expediciones con Ben.
El primer caso que atendieron sucedió en Manglaralto en 1995. Lo difícil venía después del hallazgo. “No es que encontrábamos el esqueleto, en la playa queda el cadáver de la ballena de más de once metros y con cuchillos de buzo nos tocó cortar la carne y sacar los huesos”, detalla Ben. El reto siguiente era dar con un lugar suficientemente grande para enterrar las osamentas. El tiempo de espera se calculaba en dos años, lapso en que las bacterias cumplían su función limpiadora. Con cada varamiento, el proceso se repetía. No hubo descanso hasta 2006, año en que el Ministerio del Ambiente tomó la batuta en estos casos.
El espacio físico del que ahora disponen, a pesar de ser propiedad de Ben, no ha dejado de ser una lucha. “Estuvimos casi cinco meses peleando con el municipio para poder construir el balcón”, señala el holandés. La poca amplitud es algo que le preocupa, dice que su patio es de apenas 100 metros, que tiene proyectado levantar una plataforma más, pero que aun así no le alcanza. No exagera. Las fundas con huesos siguen apiladas en oficina, bodegas o cualquier borde que disimule el bulto.
La sorpresa que me llevo está en el baño. Si miro hacia el lado izquierdo es de lo más común, pero si giro a mi derecha, me topo con una repisa llena de huesos. La urgencia de un nuevo lugar se manifiesta a cada tramo. Un poco más atrás, al inicio del recorrido, Ben habló de los intentos hechos: “He invitado dos veces a Correa, pero en Quito hay un secretario que simplemente no pasa la solicitud”. Sus conocidos le han dicho que se lance a Twitter, pero esa opción está descartada. La modernidad y las redes sociales que esta demanda no son sus amigas.
Ben, que en Salinas se transformó en Benito, siempre tiene una cátedra sobre cetáceos bajo la manga. “Lo primero que explico es la palabra ballena y delfín, que en realidad confunden”, dice como apertura con suficiencia y una apariencia muy similar a la de Walter White en Breaking Bad. De allí en adelante recitará información curiosa como enciclopedia:
“Casi nadie sabe que la orca es el miembro más grande de la familia de los delfines”.
“La ballena jorobada viaja cada año 15 000 km”.
“En el mundo hay cerca de 98 especies de ballenas”.
Cada dato que enumera es desconocido, pero el más sorprendente viene ahora. Como Ben se conoce la anatomía de las ballenas por completo, me pasa el oído izquierdo de una, que tiene forma de caracol y pide que me lo acerque. “Hemos sido criados con la idea de que cuando hay una conchita en la playa y se la recoge, se dice, aaah, escucho el mar, pero no es así, lo que se escucha es el propio flujo sanguíneo de uno”.
Las cosas que dice Ben siempre pretenden ilustrar. Luego pasamos donde están unos delfines bebés dentro de frascos con formol, sin obviar un albatros disecado que permanece vigilante desde una vitrina. Las pausas que hace son breves. La emoción por transmitir lo que sabe no cabe en un solo adjetivo: pasión, frenesí, entusiasmo.
Si le pregunto por algo personal, no ahonda mucho y procura cuanto antes retornar a la charla científica. Lo último en lo que cede es en presentarnos a su esposa, Brenda Riera, quien con su tez canela, ojos negros y sonrisa extensa, impresiona. “Él no es como los hombres de aquí, es muy diferente en el sentido de enamorar a las mujeres”, lo dice pausadamente, sin perderlo de vista y continúa: “Él jamás me quería tocar la mano porque pensaba que me estaba faltando al respeto”.
A cada recuerdo de Brenda, Ben agrega algo:
Ella: Yo era gerente de un almacén de ropa de etiqueta para caballeros, pero él nada de eso.
Él: Me atrevo a decir que no sé hacer ni un nudo de corbata.
Ella: Yo le conocí con esas zapatillas pantaloneta, yo le decía pantaloneta de payaso.
Él: Era azul, amarillo, rojo.
En sus veintitrés años de casados, el acuerdo más radical al que han llegado es no tener hijos. El legado de Ben más bien se cuenta por el interés que despierte el museo y reconocimientos obtenidos. Sus diplomas juegan a deducir su profesión: ¿biólogo u ornitólogo? “Yo soy autodidacta, no soy profesor ni tengo título ni soy biólogo”, concreta este holandés de 57 años que dejó hace treinta su ciudad La Haya y abandonó su trabajo como conductor en un psiquiátrico. El plan era quedarse unos meses, pero el mar lo detuvo.
“Yo siempre le digo a mi esposa, será donde tengamos que estar, pero que siempre sea cerca al mar”, asegura Benito quien en principio viajó los 9 723 km de distancia para visitar a su hermana que se había casado con un ecuatoriano. Que haya escogido Salinas, y no otra ciudad, también tiene su motivo: “Es la punta más saliente de la Costa ecuatoriana, tengo aquí las ballenas, tengo cerca las piscinas de Ecuasal, tengo el mar”. Su relación con el océano es idílica.
El nexo de Ben con la naturaleza es intenso. El dominio que tiene de cinco idiomas le ha permitido acercarse a varios escenarios, 40 países para ser precisos. Lo que quiere ahora es hacer una segunda edición de su libro Aves marinas de Ecuador continental, con la versión en inglés. Su meta siempre está en aportar a la conservación y en eso ya tiene un nuevo objetivo: el petrel de Parkinson. “Es un ave marina, parece aburrido, pero viene a visitarnos desde Nueva Zelanda”. La idea es reunir fondos y empezar navegaciones para observarlo.
El financiamiento en este tipo de actividades normalmente escasea, pero la supervivencia del Museo de ballenas hace pensar que las voluntades particulares pueden más que los presupuestos públicos. Este singular Valhalla trasciende por y para su comunidad.