El mundo visual de Paula Barragán

Por Ileana Viteri

A veces es un espejo y otras, un escudo pero, en todo caso, no hay arte sin enfrentamiento. Sin embargo, parecería que la obra de Paula Barragán es todo menos confrontación. Así se muestra a primera instancia y es indudable que no todos sus cuadros, grabados y dibujos pequeños o de gran formato dentro de su prolífica vida artística, privilegian el mismo principio vital. A veces, prima en ella lo lúdico; otras, lo festivo o también lo puramente emotivo e intelectual. Pero lo que algunos advierten —que no hay transformación sin lucha ni creación sin transformación— sí es la esencia de la obra de esta artista, quien declara:

“Dibujar se ha convertido para mí en una manera aguda de mirar la vida, en una herramienta poderosa de exploración, que inventa, interpreta, recuerda, describe, marca, analiza. Dibujar es como hablar en un idioma nuevo, con otras sutilezas y descripciones no verbales, buscando lo que llamo ‘la elocuencia visual’ para retratar a personajes que anhelan robar un poco de energía a la fugacidad de la vida, en la mesa, en el sexo, durmiendo, corriendo como locos en un bestiario imaginario. O sentados, callados, esperando melancólicos que pase algo. O felices en el lomo de una iguana”.


Del diseño al grabado, saltar el charco

Aunque a Paula Barragán la conocemos más por sus grabados y dibujos de gran formato, no solo su gráfica poderosa y vital la identifica como una de las más valiosas y genuinas representantes del arte ecuatoriano. En realidad, ella misma es la suma de aquello que define la calidad de un artista: pasión, necesidad, tesón, valentía y talento. Y talento solamente al final, porque lo que define al creador es el poder encontrar una voz propia y, sobre todo, mantenerla con auténtico carácter a lo largo de las grandes o pequeñas transformaciones de la vida.

Ella tiene razón al afirmar que hacer arte es como ejercitar un nuevo idioma, pero que con todas las destrezas y sutilezas, eso no basta. Hay que, sobre todo, afinar los sentidos y la imaginación, que nos permite intuir lo que no vemos o no escuchamos; hay que agudizar la conciencia de nuestra condición meramente humana. Con esto quiero decir, y creo que Paula también, que entre razón y emoción, el instinto además nos compone.

Paula empieza su carrera en el diseño que, además de la fluidez indiscutible en la gráfica, le entrega desde muy joven una gran coherencia formal y conceptual. Sus primeros grabados, sin embargo, son obras que la alejan del llamado “fin práctico”, convirtiéndose en el lenguaje que le permite construir con libertad las imágenes y los sentidos de su propia vida. También, y por fortuna, son el resultado de la experimentación casi autodidacta que la lleva a romper con el rigor del severo oficio del grabador para descubrir en las prácticas extremas, en la informalidad de las superficies sobrecorroídas por el ácido, en las planchas extenuadas por la intervención, las marcas perennes de su lenguaje personal.

Aunque no trabaja por ahora en calcografía, precisamente por la toxicidad de la práctica, las ediciones de sus grabados son, por su tratamiento tan experimental, bastante únicas. Son cortas (de numeración baja), variables, de cambios ligeros entre una y otra estampa, ricas por el contrario en su propia heterodoxia y gestualidad. En ellas aparecen —además de los signos y símbolos característicos de una especie de arqueología personal— los primeros personajes de sus propios cuentos que son sobre todo urbanos, agitados, pequeños y densos, y que, aunque en su mayoría no son humanos, recorren, entretejidos de líneas finas y algo angulosas que separan estratos o delimitan espacios, los diversos paisajes de la vida. Ecuador noir, Horas de polvo, Bambusa y las varias versiones de Vuelve se encuentran entre sus obras más poéticas y singulares en el grabado.

Creación de atmósferas, paisajes de la vida

De allí también surgen sus pinturas. Una cosa lleva a la otra y en los años noventa, “casi sin querer”, se compromete a pintar para la galería de Nueva York que vende sus grabados. En esta aventura, autodidacta también, la nueva superficie, más blanda e inmediata, es tratada sin embargo como la plancha metálica: se cubre, traza, se raspa y revela para volver a cubrir con innumerables veladuras que se dejan madurar en lienzos bastante abstractos, de pequeño y mediano formato. En ellos —aunque la estructura gráfica de líneas duras y casi geométricas se afirma tras la libertad y pureza del color— es la tersa y rica superficie del óleo transparentado, pero matérico a la vez, lo que les otorga tanto su carácter como una sensualidad muy particular. Son, en realidad, a pesar de tantas capas y tiempos, óleos jóvenes, cuya bondad y espíritu se traducen también en su piel.

Ciertamente, aunque sus cuadros parecen evocar paisajes con títulos sugerentes como Escaleras de lava, Atacames tonic, Después del aguacero o Quebrada del ají y, sin duda, crean atmósferas, para Paula no es tanto la intención consciente del tema la que la anima, sino, otra vez, su necesidad de descubrir un nuevo lenguaje que le permita interactuar de otros modos posibles con ella misma y con los demás. Es otro de los tantos riesgos que le gustan y necesita correr para crear, que es transformarse. “En mis cuadros, más que una historia, un tema o un proceso intelectual, creo que trabajo sensaciones, sentimientos, para forjar una comunicación muy libre, un diálogo abierto con la gente que los ve y los interpreta”, dice. Sin embargo, la pintura también le frustra, ella confiesa, es dura, compleja, aunque no es tóxica como la calcografía. “La pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere”, repite Paula con esta cita ajena.

Dibujos. Las bellezas y las bestias

Sus grandes dibujos en tinta china son otra cosa. Nacen un poco más tarde, casi fortuitamente se podría decir. Son figurativos, de líneas orgánicas y de trazos fuertes, pero conservan la delicadeza del detalle. Contienen en realidad la memoria o el alma de pequeñas ilustraciones para cuentos de otros (entre ellos, los de su “novio feroz”), pero son el cuerpo de leyendas propias que Paula Barragán sueña, imagina y construye para hacer visibles las realidades y los mitos de múltiples conciencias. Culturas diversas se juntan en sus obras, o, más bien, estas se arriman, se abrazan, se entrelazan para dar lugar a un mundo de sincretismos propios, donde en la ciudad o en el pueblo, a veces incluso en el fondo del mar, entre lo erudito y lo popular, lo propio y lo ajeno, el pasado y el presente, se juntan las bellezas y las bestias.

Así llamo yo al bestiario de Paula Barragán que, al tomar cuerpo en su mitología visual, hurga en lo humano no solo para revelar lo animal e indómito de su propia condición, sino también lo fortuito y transitorio de todas las vidas. “La vida es una apuesta”, dice ella, “y no hay vuelta atrás. Construyo un bestiario propio para traducir la fugacidad de la vida”. Y tal vez para combatirla, pienso yo. En esta naturaleza, de gente como animales, “el arte me protege”, añade la artista, “así me defiendo yo”.

Entonces, no todo es fiesta, aunque así parezca. En los dibujos de Paula hay drama, incluso tragedia que se revela tanto en cíclopes y sirenas como en duendes y reinas que bailan, se aman, meditan, esperan, y que también acechan, intrigan, desgarran y mueren. No todo es cuento, aunque sus personajes parezcan doncellas, cortesanas, caballeros o rufianes de aquí y ahora. No todo es verdad, aunque haya frutos de amores humanos y fantásticos en vientres abiertos, descubiertos como exvotos o presagios; aunque haya duendes colgados en esqueletos o en lomos de fieras, cuervos y lagartos.

Así, en medio de un ritmo seductor de líneas tersas y fluidas que contornean sus personajes y crean atmósferas, estas imágenes que cuentan historias encantan y turban, atraen y repelen. Son como los cuadros de vanitas del barroco que siempre recuerdan lo que está más allá de la apariencia, del placer, que advierten el paso inexorable de la vida; pero también, a diferencia de ellas, se rodean de humor, más bien, abrazan la ironía propia de este tiempo y el escepticismo de más de una generación. Artista y personajes devienen transeúntes de un mundo complejo, perplejo, construido de retazos de historia, pero sobre todo pleno en ricas contradicciones. Y de todos ellos se originan nuevos y asombrosos sentidos. Desconcierto de jazz, Lágrimas de cocodrilo, Me voy a volver, Vienes volando o Pico y placa no solo son algunos títulos de sus dibujos, son verdaderas metáforas cargadas de múltiples significados.

En esta nueva jungla urbana, autos, aviones y motocicletas irrumpen finalmente con un sonido propio. No son aves ni monos ni insectos ni mariposas gigantes. Tampoco son peces ni calamares que se mueven preñados bajo el agua. Son, en realidad, los otros personajes que, aunque parecen de cuerda y están repletos, también dejan cuerpos bajo sus ruedas, entre perros asustados y transeúntes fumantes e impávidos. En estas, las últimas historias de cuerpos caídos, o cruza un balón ingenuo que corta abruptamente el tiempo, o la sangre derramada se filtra inadvertida hacia el fondo de la tierra.

Me gusta el término encarnar con relación a la metáfora, porque los significados, las emociones deben cobrar cuerpo en el arte. No basta con decirlos o, tal vez, ya basta de explicarlos como en los largos discursos del arte contemporáneo. La poesía debe abrirse, revelarse, pero no explicarse como una teoría. Los dibujos de Paula Barragán son eso, poesías visuales, y son también meditaciones solitarias que se permiten amar y detestar, son creaciones que revierten el carácter de las cosas y de lo humano para volvernos precisamente más, o verdaderamente humanos.

“Me motiva la vida. Y, asimismo los sueños que no se han cumplido. El imaginar otras vidas, todo eso se va filtrando por el pincel o queda grabado en una plancha. Es lindo, pero es terrible también. Qué te diré…”.

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