Por Huilo Ruales
Hay alguien que se ha mudado en el piso de arriba. Parecería un niño, pero aquí los niños no tienen derecho de alquilar habitaciones. Ni siquiera pueden vivir solos en las calles, en las alcantarillas, en los árboles. Salvo el caso de los gemelos que la gente apodaba los Gotas de agua. (En la copa de un árbol del Jardín de Plantas vivieron más de cinco años. No los desalojó ni la policía municipal ni el invierno. Hasta cuando la nueva línea de metro devoró medio jardín llevándose casi todos los árboles. Claro que para entonces los Gotas de agua ya tenían unos quince años. Estiraron las piernas, se cortaron el pelo dejándose una cresta que la pintaron, de azul el Gota Uno y de verde el Gota Dos, adoptaron cada uno un perro callejero y entraron en el ejército de los Tatuados del Pont-Neuf. Fue allí que conocieron a Charles, el clown más grande del mundo —si gustan, mírenlo a full color en el Guinesse de 2008—. Fue él quien los arrancó de una vida con latas de cerveza, baretos, hipodérmicas y ese raro silencio debajo de las palabras y las caricias, y los metió en el circo. El número del espejo fue su nueva jaula de donde no salieron más. Pero esa es otra historia.
Ayer en la noche, lo he vuelto a ver, de espaldas, a través de la mirilla y mi boca por su cuenta dijo: allí sube un niño con las manos viejas. Arrastraba una inmensa maleta que parecía contener algo vivo. Creo que tenemos un nuevo vecino, me dije, y volví a la tina para proseguir soplando burbujas de jabón Noches de Marsella. Tuve que tomar doble dosis de Prozac para conciliar el sueño puesto que en el piso de arriba no cesaban los menudos pasos yendo y viniendo, desplazando muebles, abriendo y cerrando clósets, ocupando el baño, y, por último, el zumbido tristísimo de una música serbia o rumana que intentaba estrangularme. Esta mañana me despertó el portazo. Con una agilidad en mí incongruente, me puse la batona y las pantuflas modelo aladino y ya estuve colado a la mirilla. Mi ojo derecho que es el mejor se abrió para verlo bajar. Era, en efecto, un enano avejentado con el corte de pelo y el mostacho copiado de Adolf. Detrás de él bajaba una enana igualmente vieja, vestida y pintarrajeada como vedete de los años treinta.
—Se te ven las punteras, mirón —chilló la enana y se rio estruendosamente con una risa de muñeca a pilas. Me quedé yerto, aunque enseguida pensé que la alusión podía estar dirigida al vecino de al lado que podía, por qué no, estar espiando como yo. De pronto se hizo un silencio cóncavo, como aquel que rige en las pesadillas. La posibilidad de que los diminutos nuevos vecinos se hayan esfumado me dio escalofrío. Y más todavía la absurda posibilidad de que se hayan quedado inertes, esperando algo, en el metro cuadrado que une y separa los dos apartamentos de este piso. De pronto, me pareció oír una fricción de trapos y respiraciones agitadas como si estuvieran follando de pie apoyados a mi puerta. Fue más fuerte la curiosidad que el temor, así es que sacándome las puntiagudas pantuflas y casi levitando volví a la mirilla. En ese preciso instante la enana, a horcajadas sobre los hombros del enano, acercaba a mi puerta su rostro de muñeca vieja. Di media vuelta y me escabullí hacia el interior. Entonces, empezó a sonar el timbre, mi timbre. No se me ocurrió otra cosa que abrir las siete llaves de agua y tirarme en la tina con todo y batona.