Por Milagros Aguirre.
Ilustración: ADN Montalvo E.
Edición 434 – julio 2018.
Se ha puesto de moda el minimalismo vital. Es un estilo de vida en el que menos es más. Además del minimalismo en el arte, el diseño o la arquitectura, el minimalismo vital plantea vivir con lo necesario; una postura que comulga con las tres R (reducir, rehusar, reciclar). En un mundo donde manda la urgencia de tener más, el voraz consumo, casi compulsivo, de la mayoría para satisfacer necesidades ficticias, los minimalistas, raras especies, van en aumento.
Mientras millones de personas hacen filas eternas para adquirir la séptima versión del iPhone, otros se han puesto como objetivo vivir con lo estrictamente necesario para no causar más daños al ambiente.
Una amiga de la infancia me comentó que su hijo está en esa onda, que le da por ir por la vida ligero de equipaje, que se ha deshecho de todo aquello que llevaba más de un año sin usar, que se resiste a ir de compras y que, cuando va al súper, sale con lo que puede llevar en los brazos para no usar fundas. Otra me cuenta que ahora, a la fuerza, se ha vuelto minimalista, porque en realidad no le alcanza el sueldo mensual, así que consume lo mínimo indispensable.
La filosofía minimalista apunta a lo esencial. A tener lo necesario, ni más ni menos. Las consecuencias: alargar la vida útil de las cosas, tener más orden al evitar la acumulación de lo innecesario, cuidar el planeta, gastar menos, caminar más y no ser presa fácil del bombardeo publicitario.
La filosofía minimalista se parece mucho a la economía indígena del mínimo suficiente y que aplican —o aplicaban, pues el virus del consumo es contagioso— varias comunidades; es decir, tener lo suficiente para vivir, pero sin lujos o excesos, utilizando las cosas hasta que se envejezcan. Quien vive del mínimo suficiente hace arreglar sus zapatos en lugar de comprarse otros, compra un repuesto en lugar de arrojar a la basura el artefacto dañado, se deshace de las cosas que no ha usado en mucho tiempo. En resumidas cuentas: el minimalista elimina las cosas que le distraen de las verdaderamente importantes y es consciente de las cosas que tiene.
Me contaban que el viejo Camilo, un hombre que apenas había salido de la selva, fue un día a un enorme centro comercial. Miró vitrinas con atención: ropas lindas, muñecas de cartón piedra con fantásticos vestidos, pantallas de televisión encendidas todas al mismo tiempo, sofisticados aparatos de música, lavadoras, secadoras. Recorrió asombrado el lugar mirando desde lápices y cuadernos hasta zapatos y trajes finos. Parecía maravillado con tanta cosa que no había visto nunca. Cansado el hombre de dar vueltas se detuvo en el centro del lugar, estiró los brazos y dijo a gritos: “¡De todo lo que hay aquí, menos mal, no necesito nada!”.
Dicen que el hombre murió libre y feliz. Sin deudas que pagar ni testamento que repartir.