Son dos bloques de concreto acoplados en el centro sur de Guayaquil. Cada bloque tiene un edificio de cuatro pisos, dividido en dos secciones, construidos hace más de 70. Los divide un callejón. Entre comerciantes formales e informales, profesores jubilados, ancianos abandonados, amas de casa prematuramente desesperadas, niños duros y lolitas explosivas, vive gente sin empleo, drogadictos, uno que otro adolescente descarriado y también uno que otro policía.
Por Elías Urdánigo
Fotos Omar Sotomayor
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A Las Colectivas le dicen el Bronx. Dicen que es peligroso como el barrio neoyorquino. Lo dicen los taxistas, las recepcionistas de hotel, los periodistas, los policías.
—Le decimos El Bronx —corroboran los más jóvenes, que con orgullo pendenciero reclaman el título de tugurio, ganado a pulso según las leyendas. Una dice que aquí vivió Gustavo Párraga, alias La Rana, uno de los delincuentes más buscados de su época, acribillado en 1994 por fuerzas especiales de la policía. Otra leyenda dice que esto es un fumadero, y los fumaderos acarrean problemas a la comunidad y a los periodistas metiches.
—Si quiere hacer un reportaje es mejor que entre con un policía —me dijeron en la Unidad de Policía Comunitaria (UPC) # 30, ubicada en una esquina de Las Colectivas. Eso fue lo que hice, aun sabiendo que era una tontería. Esto no es Afganistán y yo no soy un corresponsal de guerra.
Sábila para la suerte 1
Una sartén quemada, bañada en aceite, le sirve para freír una tortilla de harina. Lo hace en la única hornilla de su cocineta eléctrica, apoyada en la ventana del departamento: un cajón de dos metros de ancho y tres de largo, sin contar el baño. La masa frita es el almuerzo —a las cuatro de la tarde— para su hijo de ocho años, pelo rapado, piel cobriza, vivaracho y de palabra rápida, llamado Adoni.
Dime Rosario.
Rosario lleva un vestido celeste sin mangas. Debajo de los ojos el negro del rímel o algo parecido al rímel. La mirada bailarina, loca. La mala vida. Las manos flacas brotadas de venas. Los movimientos nerviosos de un adicto. 45 años.
Rosario vive en Las Colectivas con su marido, un hombre retorcido como alambre, bigote canoso, ojos hundidos, ademanes ásperos, voz rasposa; que alarga la S al final de algunas palabras. 44 años.
—Cómo para qué mi nombre… No, no me saque fotos.
En Las Colectivas, según Rosario, se vende de todo.
—Y se consume pero tenemos respeto con las otras personas. No se atenta contra el pudor de nadie. La gente compra sus notas pero todo con la plata de su trabajo.
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Las Colectivas son dos bloques de concreto acoplados entre la avenida Del Ejército y la calle Gómez Rendón, en el centro sur de Guayaquil. Cada bloque tiene un edificio de cuatro pisos dividido en dos secciones, construidos hace más de 70 años como parte de un plan de vivienda para los afiliados al IESS. Los divide un callejón de unos 50 metros. Hoy, entre comerciantes formales e informales, profesores jubilados, ancianos abandonados, amas de casa prematuramente desesperadas, niños duros y lolitas explosivas, vive gente sin empleo, drogadictos, uno que otro adolescente descarriado y, según los vecinos, también uno que otro policía.
Unos viven aquí desde hace años, otros se han tomado apartamentos abandonados. Nadie paga arriendo ni servicios básicos, el IESS dejó de cobrarles y suspendió los servicios con la intención, dicen los inquilinos, de que abandonen el inmueble para subastarlo y construir un hospital o un centro comercial. De esto hace más de ocho años, más o menos el mismo tiempo que estos vecinos llevan robando electricidad y recibiendo agua potable sin cancelar tarifas.
Hay ventanas que conservan sus antiguos marcos de madera, otras tienen rejas, vidrio y aluminio. Se ven surgir antenas de televisión por cable y caras de cansancio y aburrimiento.
Se han tumbado y levantado paredes. En la parte baja de uno de los bloques, se ven retazos de cemento enlucido, boquetes que se abrieron para invadir tal o cual departamento y que luego fueron parchados chapuceramente. Las paredes están cruzadas de grafitis, inscripciones amorosas, amenazantes, religiosas. En ciertos pasillos, la luz es escasa y para subir por la noche hay que iluminar la pantalla del teléfono o conocer de memoria el camino. Un collar de calzones coloridos cuelga entre las galerías.
En un artículo publicado el 29 de octubre de 2007, en diario El Universo, el IESS negó haber dejado de cobrar las mensualidades, asegurando que eran los inquilinos quienes no asumían sus compromisos. Se explica, además, que si no llegaban a un acuerdo con los ocupantes del inmueble se daría un desalojo. Obviamente el desahucio no se cumplió, tampoco hubo acuerdo, sin embargo, hoy no existen medidores de electricidad y la estructura del edificio va en declive. Tal como están las cosas, según el mismo artículo, el IESS estaría perdiendo 200 mil dólares anuales.
Sábila para la suerte 2. Bloque Uno
Rosario se sienta en un colchón de dos plazas tirado en el piso. Aquí duermen ella, su marido y Adoni.
—No es Adonis, es Adoni. Ese nombre lo saqué de la Biblia. Era el hombre más bello.
En la Biblia existe un personaje llamado Adoni-bezec, quien les arrancaba los dedos de la mano a sus enemigos, pero ella confunde al Adonis griego con el Adoni bíblico. Su confusión proviene de una mala interpretación de las sagradas escrituras y de una referencia mitológica hecha por una amiga.
En el baño, el agua sale por un tubo de más o menos una pulgada de diámetro y el espacio para ducharse es del porte de una baldosa. No todos los departamentos de Las Colectivas son de estas dimensiones. Este en particular fue reducido por los vecinos, que decidieron reformar su vivienda tumbando una pared y rebanando el de Rosario, que por entonces estaba vacío.
—Mi marido era guardia de seguridad, pero lo botaron, porque solo hasta los 38 años nomás reciben.
Tienen dos hijas, casadas, que los ayudan, mientras el padre intenta ganarse la vida vendiendo chucherías en las vías de la ciudad.
De una de las paredes cuelga un cuadro de plástico con una foto.
—En esa estoy yo con mis hijas —dice Rosario.
Extiendo el brazo y lo retiro de la pared. En la foto hay tres mujeres sentadas en sillas de plástico, en medio de una fiesta. Son robustas y van maquilladas. A simple vista, ninguna se parece a la mujer que está sentada sobre el colchón. Le pregunto cuál de todas es ella.
—La de en medio —me dice.
La que está en medio es una mujer de pelo largo y ondulado, ligeramente rubio. Una mirada limpia, piel saludable. La foto es de hace tres años. Entonces su marido tenía trabajo y vivían en otro barrio, en un espacio más grande. La adicción a la pasta base, el desempleo y la mala alimentación han ido deteriorando sus cuerpos, consumiendo sus ambiciones y trastocando sus personalidades.
La habitación de Rosario da al callejón y tiene una puerta sin cerradura. Un día tuvieron que romperla para entrar porque le habían puesto un candado, según Rosario, porque quieren sacarlos y quedarse con ese espacio. Para cerrar arriman lo que quedó de puerta al boquete. La ventana la cubren con una hoja de pleibo. Del dintel cuelga un manojo de sábila marchito. Se supone que la sábila recoge las malas energías y trae buena suerte.
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Estaba alojado en un hostal para gringos frente al Malecón 2000, con más o menos la dinámica de una casa de alojamiento: desayuno self service y baños compartidos. Mi habitación, de hecho, era una de las pocas con baño privado. Por la mañana desperté sintiendo esa leve desorientación al abrir los ojos en un lugar ajeno, hasta que calibré dónde estaba. Entré al baño que quedaba al pie de la cama, cubierto por una mampara de vidrio oscuro. Alcé la tapa del inodoro y me senté. Después de accionar la palanca descubrí que 50 dólares por noche no garantizan nada en un hostal para gringos. Una mañana sin agua, el producto de mi digestión flotando en la taza. Prendí el aire acondicionado para que la atmósfera se mantuviese mínimamente respirable. Para bañarme tuve que desfilar por la recepción y el comedor con mi toalla al hombro. Luego anoté en mi libreta: “¿Cómo se las arreglan con el agua la gente de Las Colectivas?”
Aparentemente, el agua les llega todos los días a las cisternas —sin cargo— y con ayuda de bombas es distribuida a los departamentos. Cada bloque tiene su cisterna pero no siempre una bomba, el mantenimiento de la misma corre por cuenta de los inquilinos, cuando se organizan, cosa que sucede poco. En varios departamentos, se ven mangueras entrando por las ventanas porque las viejas tuberías internas han dejado de funcionar. Las cajas de revisión están ubicadas en los patios interiores de cada bloque; en el patio que comparten la primera y segunda sección, la caja está averiada, líquidos negruzcos y mojones de un extraño color alfalfa flotan alrededor de la tapa. Cuando las bombas dejan de funcionar no queda de otra que acarrear el agua en baldes.
Es como habitar un cuento de Pedro Juan Gutiérrez. Pero aquí nadie conoce al escritor cubano, todo es Daddy Yankee, Ñengo Flow, J. Balvin, Jorge Celedón, programas concurso y telenovelas.
El hombre que ríe. Bloque Uno
—Me llamo Mireya Bautista.
Mujer pequeña, facciones duras, maquillaje suave y pelo templado hacia atrás en un moño. 53 años.
Mireya no vive en Las Colectivas ni es enfermera, pero atiende a un hombre de 90 años que tiene su departamento en el bloque uno y está confinado a una silla de ruedas debido a un derrame. Por 150 dólares al mes ella prepara las tres comidas diarias, le da de comer, vigila su estado de salud, lo ayuda con el aseo y de vez en cuando colabora con la terapia de ejercicios que consiste, básicamente, en hacerle dar unos pasos sobre un sendero de madera descolorida con pasamanos a los costados, como los que se utilizan en los centros de cuidados para parapléjicos. El anciano se llama Rubén, tiene dificultades para hablar y quizá para comprender lo que le dicen. De su garganta salen ruidos chillones y sonidos donde apenas se distinguen las palabras bien, hola, bueno. En los gestos está concentrada su capacidad de expresión. Se nota ansioso por mi inesperada visita.
Su departamento también es pequeño, pero al menos entra bastante luz natural. Un espacio escueto, sin muebles a excepción del pasamano donde hace terapia, y la cama de una plaza y media en la división del dormitorio. Por ahí se ve una silla de plástico, una mesa patoja y un refrigerador pequeño marca Sanyo.
—Vivía con el hijo, pero él se fue a Manabí —dice Mireya.
Quien suele visitar al anciano es su hermana, y es ella quien paga el sueldo de Mireya y quien hizo elaborar el pasamano de ejercicios. Pero viene solo de visita.
Rubén intenta aplaudir, entonces comprendo que su excitación nace del desorden de su memoria. Me confunde con su hijo.
Hace cuatro años que está solo. Desde que le dio el derrame son él, su silla de ruedas y la ventana que da a la avenida Del Ejército, desde donde se ve un letrero que dice Sociedad de Topógrafos del Guayas. El anciano se agita tratando de articular. La mujer le dice con tono severo: “Quédate tranquilo, Rubén, no vayas a ponerte a llorar”. No, Rubén no llora, ríe o hace un gesto parecido, bate las manos, se pone rojo-colorado.
—Él es como un niño, sonríe mucho pero a veces se pone triste o no quiere comer —dice Mireya.
La mayor parte del tiempo Rubén se las arregla solo. Mirando un viejo televisor que tiene en el cuarto, entreteniéndose, supongo, con los recuerdos. Trato de imaginar la vida de Rubén con unos años menos y sano, quizá si hubiese sido escritor su vida espartana y solitaria fuese la deseada. Pero Rubén seguramente fue un funcionario público, algún oficinista que se jubiló sin el consuelo de llevar un diario como el personaje de La tregua, de Mario Benedetti.
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Antes escribí que entrar en Las Colectivas es meterse en la ficción de Pedro Juan Gutiérrez, pero ahora recuerdo Los inquilinos, de Bernard Malamud. La historia de un escritor judío llamado Lesser que está en proceso de escribir su tercera novela y ha decidido no abandonar un edificio de departamentos, a punto de demolición, hasta terminarla. Los demás inquilinos se han marchado pero él siente que, si se muda, perderá la concentración, el hilo de su historia y lo que más quiere es escribir ese punto final que lo libere. Lesser aguanta en ese edificio vacío, de cristales rotos y puertas arrancadas, con las tuberías inservibles y gente que entra de noche a drogarse o robar los alambres de cobre. Además, debe soportar el acoso del dueño del edificio que no puede desalojarlo, pero insiste en que salga por su propia cuenta. La cosa se complica más cuando llega al edificio Willie Spearmint, un afroamericano con intenciones de escribir su primera novela. Lesser y Spearmint primero se hacen amigos, comentan sus obras, se dan consejos, hasta que empieza entre ellos una lucha de egos, y claro, hay una mujer de por medio.
—Realmente, Harry, no haces otra cosa que estar sentado sobre el culo escribiendo. Cuando vienes aquí, te sientas sobre el culo y lees.
—Pero no cuando estamos en la cama.
—Las cosas van así. Primero escribes, después lees, luego dedicas un poco de tiempo a echar un polvo, después vuelves a casa. Pero, ¿qué vida hago yo? ¿Por qué no te tiras al libro y así ahorramos tiempo?
¿Qué pasaría si un escritor ecuatoriano se metiera a vivir en Las Colectivas para no tener que luchar por un arriendo y comiera solo mandarinas y leche, y se dedicara a escribir?
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Marco Martínez trabaja como corrector de estilo en un periódico de Guayaquil, se autopublicó una novela llamada Culo flaco y años atrás ganó el concurso de Novela Corta Medardo Ángel Silva con El enemigo necesario. En Culo flaco, Martínez menciona a Las Colectivas en un par de capítulos. Uno de sus personajes va a comprar pasta base a ese sector.
Nos encontramos la noche posterior a mi primera incursión en Las Colectivas. Me dijo que conocía a alguien que había vivido en uno de esos departamentos durante dos años, comerciando pasta base. “Él se metió en uno que estaba vacío y allí vendía, todo súper frío. La gente no tenía necesidad de salir, ahí mismo era todo (distribuía a inquilinos y gente de fuera). Antes vendían unas hayacas inmensas de cinco mil sucres que no conseguías en ningún lado”.
Hacemos un tour a pie por calles oscuras de la Zona Rosa, el olor picante de la marihuana en el aire. Se supone que el sujeto cuida carros por aquí, pero no hay indicios de él por ningún lado. “Tengo chance que no lo veo pero el man rodaba por aquí”, comenta Martínez.
Añade que hay otras Colectivas, pero que en esas sí cobran un mensual, algo irrisorio. Me cuenta historias siniestras de tipos que llevan a esos cuartos a los niños betuneros. Se me revuelve el estómago.
Nos sentamos frente al malecón a beber cerveza y conversar de estimulantes. Martínez es una especie de erudito de la droga de baja estofa: “Antes el polvo era más hijodeputa. Había un polvo amarillo, uno gris, uno blanco, dependiendo si era boliviano, peruano o corroncho. Uno más rico que otro. Después empezaron a vender craqueta. Fue rápida la transición. Ibas y te preguntaban si querías triqui o craqueta, hasta que dejaron de comercializar definitivamente triqui y solo vendían craqueta. Pero todo el mundo le siguió diciendo triqui. Ahora el ploplop (coca cocinada) es todo. Es crack o tirada para atrás que también le dicen. Y una mierda que le dicen ‘la sucia’, más barata. Elías, tengo que decirte, ya no fumo esa mierda”.
Al final nos despedimos cerca del hostal donde me alojo, me regala un poco de “mango” y una pipa fabricada con el papel metálico que viene en las cajetillas de cigarrillo. Subo con la intención de quemar la mango y despejar el aire viciado de mi habitación pero cuando abro la puerta me doy cuenta que el problema del agua está solucionado. Me recuesto y enciendo el aire.
No queremos vivir gratis 1. Bloque Dos
Alex Tapia.
Cara redonda y piel color de barro, usa un pantalón corto y zapatos deportivos.
Por la mañana vende encebollados cerca del Municipio y al mediodía las vende en un pequeño restaurante que ha montado en su departamento. Me enseña la sala, estrecha, con paredes pintadas de amarillo ocre, ordenada, limpia, casi llena con un congelador donde mete la cerveza, que desde luego vende a sus vecinos los fines de semana. En Las Colectivas hay casi de todo, hay inquilinos que poseen teléfonos adaptados para que funcionen con monedas, como una forma de ganarse unos centavos. Desde unas ventanas se venden empanadas y de otras, bolos y helados. La tierra de nadie es tierra de oportunidades: el desierto florece si es habitado por una tropa de necesitados. Y cuando las autoridades, como el casero de Lesser, acosan a los inquilinos quitándoles los medidores, estos se prenden de las redes eléctricas y ponen a funcionar sus canales de cable y su refrigerador lleno de cerveza. La salsa no se detiene. La fama oscura que trae la pobreza, infundada o cierta, se deshace en algarabía y en pactos vecinales improvisados.
—Lo que pasa es que tienen mala fama Las Colectivas por los pasadizos. La gente roba en las busetas, y viene y se mete por un lado y sale por el otro. De ahí, es como en todo Guayaquil, que hay delincuencia donde sea. Pero no todo es malo, aquí hay gente que trabaja y suda. Nosotros no pagamos porque no nos quieren cobrar, eso no más. No queremos vivir de gratis. Si quieren sacar a la gente de aquí tienen que reubicarla, ayudarla de alguna forma. No ve que aquí hay gente que vive más de 50 años en estas casas, no pueden botarlos como perros.
Recorremos los pasadizos donde según Alex se ocultan los pillos que vienen de afuera. Estos pasadizos atraviesan por la mitad a cada bloque e interconectan la avenida Del Ejército con la calle José Mascote. Para un primerizo puede ser una experiencia vertiginosa, pero después del segundo recorrido el desconcierto queda anulado. Ambos bloques se conectan por medio de un callejón que ha sido utilizado en videos musicales de Gerardo Mejía y Jorge Luis del Hierro. Es la estética de la pobreza que atrae, ese aire al Bronx neoyorquino que dicen tienen Las Colectivas.
No queremos vivir gratis 2. Bloque 2
“María”.
Usa un vestido verde agua pegado al cuerpo, un cuerpo de unos 45 o 48 años, al que envuelven argollas de grasa. Es blanca, tan blanca que sus ojos son verdes, el cabello teñido de negro petróleo. Nariz pequeña y labios rojos. En sus manos, lleva una tarrina con estofado de pollo, el almuerzo para el esposo que trabaja a unas cuadras del sector. Tiene prisa.
—Viene mucho fumón —señala una esquina del pasillo, encima hay una ventana con rejas y como si esto fuera un documental sobre la manifestación divina un rayo de luz cae sobre un montón de colillas amarillentas.
—De noche esto apesta. Aquí se vive en la insalubridad, como no pagamos nunca vienen a fumigar ni hacen algo por el mantenimiento del edificio. No sé si los drogadictos vienen de otro lado o viven aquí, pero al principio esto era bonito. Solo podían tener departamentos los que eran asegurados al IESS o los familiares, después ya vino gente a cogerse los departamentos vacíos. Anteriormente, no se veía la calidad de gente que hay ahorita; ya se ve, como le digo, gente ordinaria, que hace escándalo y todo eso. Antes esto era limpio, con guardias y puertas… Hay vecinos que pintan sus paredes pero enseguida las manchan, entonces ya para qué arreglar.
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En la cancha de cemento que está a un costado de Las Colectivas, Adoni, el hijo de Rosario, juega a los penales con dos niños. Uno de ellos, pequeñito, pelo corto y camiseta blanca colgando del hombro, grita: “A mí qué chucha me importa, me toca”. Es soberbio. No tiene más de 10 años pero en cada una de sus palabras y sus gestos se vislumbra una experiencia que sobrepasa su edad cronológica. Los demás no se quedan atrás. Los observo discretamente durante un rato. Son prodigios de la supervivencia, se han adaptado a ese entorno rudo, taimado, sagaz de los adultos. Adoni es más suave a la hora de hablar pero no menos firme, cundo se cansa de tapar, deja el arco y ni las burlas ni los insultos lo hacen cambiar de parecer. “Ahora tapa tú”, le dice a uno de sus compañeros. Durante unos minutos nadie acude, después el de la camiseta en el hombro se encamina a la portería: “maricones”.
Gancho 1: En varios departamentos se ven mangueras entrando por las ventanas, porque las viejas tuberías internas han dejado de funcionar.
Gancho 2: Martínez es una especie de erudito en droga de baja estofa: “Antes el polvo era más hijodeputa. Después empezaron a vender craqueta. Ahora el plopof (coca cocinada) es todo.