Por Hannibal Lecter
Introducción
Llámanse matrimonios morganáticos los celebrados entre contrayentes de distinto rango social, en términos de los usos y costumbres de las casas reales que en el mundo han sido y en los tiempos modernos siguen siendo, que para algo sirve el anacronismo.
Así pues, no se considera morganático el matrimonio entre una secretaria de notaría, por ejemplo, y el acaudalado hijo del hacendado o el heredero del nuevo rico mafioso, pero sí es tal el que se lleve a cabo entre un príncipe o una princesa de a de veras y un plebeyo o plebeya que halla ejercido sus encantos y conquistado al futuro rey o a la próxima reina de una de las casas reinantes de Europa y Asia. En América Latina no existe la costumbre porque ya no tenemos reyes ni reinas, excepto, claro, los del ganado, del café y del fútbol en el folclore brasileño, y las reinas de la simpatía que salen de colegios in y van a dar con su linda cara en las estaciones de televisión. Pero sí tenemos plebeyas protagonistas del dichoso himeneo.
Como si no fuera suficiente con el currículum de los contrayentes, el matrimonio morganático se diferencia durante la ceremonia en que el príncipe lleva a su plebeya consorte tomada del brazo con su mano izquierda, al contrario de lo usual, por lo cual y tautológicamente, también se llaman “matrimonios de mano izquierda”. El Caníbal no está seguro de quién lleva a quién ni con cual mano, en los casos en que la princesa sea ella y el plebeyo sea él. Esos detalles, en nuestro mundo machista, no están bien definidos. Quizás porque, en todas las casas reales, la princesa que se case con un plebeyo pierde de entrada y sin excusas todos sus derechos monárquicos y sus hijos jamás podrán llevar corona. Pasa de una a la plebeyez forzada. A los príncipes, en cambio y con algo de consideración, se les pide abdicar.
No han sido inusuales los matrimonios morganáticos en la historia de las casas reales de Occidente. En Oriente, excepto Japón, hay menos escrúpulos de sangre, pero ese es tema para otra crónica, ligada a las mágicas regiones de Las mil y una noches. Hay nombres: Scherezada; Soraya, la princesa de los ojos tristes; la Sulamita; en fin.
En Europa la buena costumbre se remonta al siglo XVI y a Enrique VIII, el de las casi siete esposas. Y también hubo ejemplos anteriores que, para los curiosos, están en biografías, enciclopedias, libros de historia… y en Internet.
Por ahora veamos unos pocos matrimonios morganáticos en la historia reciente. Sobre todo aquellos a los que, aunque no hayan invitado al Caníbal, nos han tocado más de cerca gracias a la televisión.
De reina de Hollywood a princesa de Mónaco
En ocasiones no parece tan malo bajar de alcurnia, descender de grado o sacrificar galones. En 1955 Grace Kelly, actriz favorita de Alfred Hitchcock, deseada por los más famosos galanes de la época, ganadora el año anterior del Óscar a mejor actriz por La angustia de vivir, y con un futuro brillante en el cine, era la reina de Hollywood. Pero se atravesó el amor y la “rebajó” a princesa.
Ese año la actriz se encontraba en Mónaco en el rodaje de Para atrapar al ladrón, alternando con Cary Grant. El príncipe Raniero III, que visitaba el hotel donde se hospedaba el elenco, la conoció, se prendó de su belleza serena y elegante, y la invitó a un recorrido por el Palacio de la Dinastía. Cuando Grace regresó a Estados Unidos, el monarca del principado de la Costa Azul francesa la siguió hasta Filadelfia y la pidió en matrimonio. La oferta no era despreciable: de reina de mentirijillas en el país de los sueños de celuloide, a princesa consorte y reinante de uno de los más pequeños pero más antiguos y aristocráticos reinos de la monárquica Europa. La familia Grimaldi reina en este segundo país más pequeño del mundo, desde 1297.
La boda del príncipe y la plebeya, el 19 de abril de 1956, hizo fruncir el ceño a la realeza europea, poco afecta a los matrimonios de noble y plebeya o al revés. Y aunque reyes, príncipes, princesas y nobles europeos se negaron a asistir a la boda, sí lo hizo en masa la “aristocracia” hollywoodense. Y el matrimonio monegasco abrió las puertas de la endogámica realeza, que empezó con Grace de Mónaco a refrescar la anquilosada sangre azul de las casas reinantes europeas.
Pero no todo fue color de rosa para Grace Kelly. El gran amor del príncipe por la exactriz no logró hacerle superar la frustración de haber abandonado su carrera cinematográfica, su gran sueño de niñez y juventud. Problemas con el alcohol, desavenencias con sus hijas Carolina y Stefanía, y la añoranza de los sets y las luces de Hollywood, impidieron una completa felicidad a la pareja. Aunque a poco de la boda, la fina elegancia de Grace y su encanto personal conquistaron a la excluyente realeza. La belleza y el carácter de la exactriz triunfaron sobre los pergaminos de la sangre azul y las testas coronadas.
Y así hasta el 14 de septiembre de 1982, cuando, en medio de una discusión con su hija Stefanía mientras conducía su auto por las cerradas curvas del principado, la hizo perder el control del vehículo, se accidentó y murió de resultas de ello. La felicidad llega por gotas pero las desgracias caen en cascada.
Lady Di, la princesa del pueblo
Diana Frances Spencer no provenía precisamente del pueblo popular. No pertenecía a la realeza pero sí a la nobleza de la Pérfida Albión: su padre era el VIII conde Spencer. Pero su carácter conquistó a las masas inglesas, parte por su innegable carisma cuanto por la imagen de víctima que fue construyendo, tal vez a su pesar, a medida que transcurría su aburrido matrimonio con el más aburrido aún príncipe de Gales, primer heredero a la Corona inglesa.
Mala estudiante, logró fracasar en todos los niveles de las escuelas Silfield Kings Lynn, Riddlesworth Hall y West Heath Girls’School, donde intentó cursar la secundaria. Pero le gustaban la natación y el buceo, y hasta quiso ser bailarina. El divorcio de sus padres debió afectar su rendimiento escolar, por lo que a los 16 años fue a dar a una escuela suiza, donde la esperaba el destino. Allí conoció a Carlos de Inglaterra hacia 1978; el 29 de julio de 1981 se casó con el heredero al trono, y pasó a ser princesa de Gales y a formar parte de la familia real de Inglaterra.
La rigidez de las normas protocolares de la Corona inglesa, que le imponían cerca de 500 compromisos sociales al año, más la insipidez del consorte y una suegra no precisamente simpática, inclinaron a Diana hacia las obras de caridad, el interés por los desposeídos, las víctimas de la guerra y los enfermos de sida, y a cultivar amistades más humanas e interesantes que los robots de la monarquía, tales como Nelson Mandela, el Dalai Lama y hasta la Madre Teresa de Calcuta, quizá para no extrañar mucho el aburrimiento. Según los escandalosos diarios The Sun y Daily Mirror de Londres, también cultivó durante algún tiempo la cercanía de uno de sus guardaespaldas y de algunos otros amigos que el sensacionalismo de los vespertinos ingleses catalogaba como amantes. El último de ellos fue el millonario de origen egipcio Dodi Al Fayed, hijo del magnate Mohamed Al Fayed, propietario de los famosos almacenes londinenses Harrod’s y del Hotel Ritz de París, y con quien efectivamente pensaba casarse.
La princesa de Gales le dio a Carlos dos hijos, Guillermo el 21 de junio de 1982 y Enrique el 15 de septiembre de 1984, y a la monarquía la seguridad de dos herederos masculinos al trono. Después de Carlos, por supuesto.
Los rumores de las infidelidades de Diana y de Carlos, quien se había acercado de nuevo a su antiguo amor Camila Parker Bowles, fueron deteriorando el matrimonio, que entró en crisis a partir de 1985. Y en febrero de 1996, el divorcio fue un hecho aceptado por los distanciados esposos y por la Casa Real.
El 31 de agosto de 1997, Diana y su ya reconocido novio Dodi Al Fayed salían del Hotel Ritz, en París, por una puerta alterna para escapar de los paparazzi. Pero algunos se percataron y los persiguieron hasta el interior de un túnel, el Pont de l’Alma, dentro del cual el conductor del Mercedes de Dodi, Henri Paul, aceleró tratando de escapar, y se estrelló contra una de las columnas divisorias de la doble calzada. Fue el único sobreviviente. Llevaba puesto el cinturón de seguridad, y las investigaciones posteriores y la autopsia de Diana informaron que, si ella lo hubiese llevado, quizás no hubiera muerto.
Las especulaciones posteriores dieron origen a la acusación de un complot de la Casa Real inglesa para impedir el matrimonio, cercano ya, de los novios. El padre de Dodi mantiene esa versión hasta hoy, pero una prolongada investigación ha desestimado conspiración alguna. Un juez francés concluyó que el accidente fue provocado por el chofer Henri Paul, que había consumido alcohol y otras drogas antidepresivas, y perdió el control del vehículo. El fallo se basó en informes oficiales. De la monarquía inglesa.
El mito de la princesa de Gales se alimentó también con los intentos de canonización que emprendieron sus admiradores católicos, debido a su generosa cercanía con los pobres y los enfermos, a sus campañas humanitarias, y a su indiscutida condición de excelente madre. Por fortuna tales intentos no prosperaron, y Diana seguirá siendo, en el imaginario popular, Lady Di, princesa de Gales, y no santa Diana. ¡Menos mal!
Una princesa poco ejemplar
El reino de Noruega parecía inmune a las plebeyadas… Hasta 1968 cuando, quizá siguiendo el “mal ejemplo” de Raniero y Grace de Mónaco, se casaron en Oslo, el 29 de agosto, el príncipe heredero Harald V, hijo del rey Olaf, y la diseñadora de modas, historiadora de arte y contadora Sonja Haraldsen, con quien mantenía una relación continua de nueve años… a escondidas. O eso creían. Porque el rey Olaf lo sabía, pero se oponía férreamente al matrimonio: quería que el trono de Noruega continuara como asiento de posaderas reales, no del vulgar trasero de alguna plebeya.
Pero Harald era hijo único y la continuidad de la dinastía estaba en juego. El príncipe había dejado muy en claro que era Sonia o no habría más monarquía en la aristocrática familia Magnus, emparentada con casi toda la realeza europea, pues renunciaría al trono. Ante tal empecinamiento del enamorado Harald, el rey Olaf hubo de tragarse el orgullo y acceder a albergar en palacio a la plebeya Sonia. Pero como la vida cobra, a los dos contrayentes, hoy por hoy reyes de Noruega en ejercicio, también les llegaría un hijo terco.
El príncipe Haakon de Noruega también conoció su plebeya. El diosecillo Cupido suele ser un poco alocado y a veces dispara sin pensar. Y a fines de los años noventa del pasado siglo, Mette-Maritt Tjessem Holby, de 26 años, asistía a un festival de rock en Kristiansand, Noruega, en el que se encontraba el príncipe Haakon. También andaba por ahí el príncipe Felipe de Borbón y su novia de entonces, la modelo noruega Eva Sannum… amiga de Mette-Maritt. Las presentaciones fueron obvias y el atolondrado Cupido disparó sin apuntar. O apuntando bien, piensa mal el Caníbal. Resultado: flechazo de lado a lado entre Haakon y Mette-Maritt.
Pero Mette-Maritt no era una plebeya cualquiera. Madre soltera de una relación con un tal Morten Borg, que había estado preso por comerciar cocaína, había aparecido hacía poco en un programa de televisión, que no vio Haakon, buscando novio. Mette era hija de un periodista y una empleada bancaria, a duras penas había terminado la secundaria, y se las arreglaba como empleada en una cafetería de Oslo. ¡Guapa, eso sí!
Para completar el cuadro, los novios decidieron, contra toda formalidad real, vivir en unión libre como casi todo el mundo en el país de los fiordos, algo que no era muy bien visto en un príncipe heredero al trono. Es que el público noruego suele ser bastante liberado… cuando va de vacaciones al sur de España. Hasta la policía intervino, pues consideraba a la inquieta Mette-Maritt peligrosa para la seguridad nacional, por aquello de su discutible pasado. Pero la damita se presentó en la televisión noruega, pidió perdón por sus faltas y su pasado “inconveniente”, y prometió que “nunca más”. Eso, y una suegra, Sonja, que había pasado las de Caín para casarse con el rey de Noruega por plebeya, hicieron el resto. De modo que se casaron el 25 de agosto de 2001, y a Mette-Maritt se le concedió el título de Su Alteza Real, Princesa Heredera. Y ahí siguen felices, comiendo perdices y esperando acceder al trono de Noruega. Algún día.
¿Una sudaca al trono de Holanda?
Pues sí. El actual príncipe heredero de la corona holandesa, Guillermo Alejandro Nicolás Jorge Fernando de Orange Nassau, tiene pergaminos. Su ascendencia se remonta al siglo XIII cuando la familia de Enrique I, conde de Nassau, se emparentó con los condes de Arnstein, y su descendencia inmediata adoptó el nombre de Nassau-Weilburg con el título de duques de Nassau. En el siglo XV el territorio de Holanda estaba bajo la jurisdicción española, y Enrique II de Nassau-Breda fue nombrado comandante militar (estatúder) de Holanda y Zelanda por Carlos V. En 1544 las posesiones de la familia pasaron a poder de Guillermo de Orange, amigo y protegido de Carlos V y Felipe II, y desde entonces la dinastía tomó el nombre de Orange Nassau.
Y así hasta la reina Beatriz, hija de Guillermina de Holanda, quien decidió casarse con Claus von Amsberg, aristócrata y diplomático alemán que había pertenecido a las juventudes hitlerianas y a la Wehrmacht. Lo cual no fue muy bien visto por el pueblo holandés ni por el Gobierno, que tardó lo suyo en dar permiso para que se realizara el matrimonio. El pasado no perdona es un buen título para una película, pero en la vida real no es tan grave.
Por otro lado, doña Máxima Zorreguieta Cerruti, nacida en Buenos Aires en mayo de 1971, es economista de la Universidad Católica Argentina, y ha realizado investigaciones sobre software para mercados financieros en su país, además de haber dado clases de inglés a niños y adultos y trabajado en el Departamento de Ventas de Boston Securities S. A., de Buenos Aires. Su currículum exhibe otros importantes cargos financieros en Nueva York entre 1996 y marzo de 2001 cuando, siendo vicepresidente de Ventas Institucionales del Deutsche Bank, conoció a Guillermo de Orange Nassau, príncipe heredero de la Corona holandesa.
El asunto, en principio, tampoco gustó mucho al Gobierno holandés, aunque la reina Beatriz fue, seguramente, más comprensiva. Es que el padre de doña Máxima, Jorge Horacio Zorreguieta Stefanini, formó parte del Gobierno de Jorge Videla, el dictador argentino de tan ingrata recordación por aquello de la Guerra Sucia.
Pero, ya se sabe, los hijos no tienen por qué pagar las culpas de sus padres. La familia no se escoge. Al final, el asunto se comprendió bien, sobre todo dados los antecedentes del esposo de la reina Beatriz, y Guillermo y Máxima se casaron el 30 de marzo de 2001. De modo que, algún rato, Máxima de Orange-Nassau, señora de Amsberg y princesa de los Países Bajos, podrá ser reina de Holanda en compañía de su Guillermo de Orange. Para que no se diga que en América Latina no se dan reinas. Reinas reales, por cierto, no de la Amistad o de la Simpatía que de esas tenemos montones.
Un matrimonio fuera de la ley
Si en el mundo las leyes se aplicaran con rigor, el heredero al trono de España, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos Borbón y Grecia, príncipe de Asturias y de Gerona, duque de Montblanc, conde de Cervera, señor de Balaguer, príncipe de Viana y heredero de los reinos de Navarra y Aragón, con raíces monárquicas que se remontan a 1315 y emparentado en línea directa con diez casas reales europeas, habría tenido que renunciar al trono español para poder casarse por la Santa Madre Iglesia con la periodista Leticia Ortiz Rocasolano, hija de taxista y enfermera, y divorciada por si algo faltara en su currículum.
Una antigua ley, enunciada en 1713 por Felipe I, sancionada por Carlos III el 23 de marzo de 1776 y confirmada en 1830 por Fernando VII, prohíbe expresamente los matrimonios morganáticos en la Casa Real española. Dicha ley había impedido que Alfonso de Borbón, príncipe de Asturias, primogénito de Alfonso XIII y legítimo heredero al trono, pudiera casarse con la cubana Edelmira Sanpedro-Ocejo y acceder al trono cuando le llegara el turno, por lo cual eligió abdicar el 11 de junio de 1933, y contraer nupcias con la dama de sus sueños. Sueños que terminaron en divorcio cuatro años más tarde, a pesar del real sacrificio del heredero.
Pero como las leyes están hechas para violarlas, según el código pirata, he aquí que no solo don Felipe pasará a ser el próximo rey de España, seguramente como Felipe VI, en cuanto don Juan Carlos haga dejación voluntaria o forzada del trono, sino que doña Leticia Ortiz será la reina, a pesar de que lo impida la arcaica ley hábilmente soslayada para que la pareja del año 2004 realizara su himeneo el 22 de mayo, y así, la experiodista doña Leticia podrá pasar a ser algo así como Leticia I, reina de España, si “Dios fuere servido”.
Cuando el príncipe de Asturias y Leticia Ortiz se conocieron en una fiesta privada en casa de Pedro Erquicia, director de Documentos TV, ocurrió aquello que solo sucede en las novelas rosa: amor a primera vista. Aunque el diablillo de las flechas ya había hecho su trabajo desde la pantalla de televisión. Don Felipe había visto a Leticia días antes de la fiesta, presentando la segunda edición de Telediario, y pidió al anfitrión don Pedro que la invitara. No tuvo, pues, la reportera Leticia que colarse en la fiesta como la Cenicienta, pero sí fue la invitada de última hora. Los príncipes tienen sus argumentos… Luego los tórtolos continuaron viéndose en secreto y compartiendo uno que otro viaje, antes de que se decidieran a dar a la prensa y a la familia real española la noticia de que tendrían que ejercer sus no pocas influencias para sortear la Ley Antimorganática de 1776.
Por cierto, Leticia había hecho méritos suficientes para que la ley les fuera aplicada con rigor. Empezó su bachillerato en el Colegio Ramiro de Maeztu a los 15 años y, por esas fechas, inició un precoz romance con su profesor de literatura Alonso Guerrero Pérez, lo cual demuestra, entre otras cosas, el atractivo que suelen tener entre las nínfulas los profesores de literatura. Algo tiene que ver Gustavo Adolfo Bécquer en el asunto. El romance continuó por diez años, al cabo de los cuales, ya convertida en periodista, Leticia y su profe de letras decidieron casarse por lo civil, cosa que redundó, un año después, en divorcio. Lo que demuestra otra cosa: que el mejor acicate para la separación de las almas gemelas es el matrimonio.
Mientras tanto, Leticia fue poco a poco consolidando su carrera periodística en medios tan importantes como la Agencia EFE, CNN España, Televisión Española y un canal del Grupo Prisa, para los cuales hizo el cubrimiento de hechos tan conocidos y dramáticos como los atentados del 11-S, la invasión a Irak y el hundimiento del buque Prestige. Al paso y sin los estorbos de madrastra bruja ni hermanastras perversas, también empezó a dar los primeros pasos en su otra carrera: la de Cenicienta aspirante a Príncipe Azul. Fue durante la fiesta aquella en 2002. Y aunque se suele decir que los príncipes azules ni azules son ni príncipes, este sí fue nadie menos que don Felipe de Borbón, heredero inmediato al trono que engrandeciera Felipe II, dejara languidecer Felipe IV y casi se convirtiera en vulgar dictadura durante el largo “reinado” de Francisco Franco, ese “Fresco que vino de Galicia”, según decía Manuel Gila.
Como en todo matrimonio real que se respete, aunque sea morganático como este, ya hubo herederos. El 31 de octubre de 2005, a la 1 y 45 minutos de la mañana, doña Leticia aportó a la sucesión a la Corona española la segunda en la lista: Leonor. El bautizo, con don Juan Carlos de Borbón y doña Sofía como padrinos, tuvo lugar en el Palacio de la Zarzuela. Y dos años más tarde, a las 16 y 50 del 27 de abril de 2007, hubo otro llanto infantil en la Casa Real: doña Leticia dio a luz a la tercera en la fila de la Corona, Sofía de Borbón. Esta vez los padrinos fueron la señora Rocasolano, madre plebeya de la devenida en real madre, acompañada del príncipe Constantín de Bulgaria.
Y ahí siguen doña Leticia y don Felipe. A la espera de que Dios sea servido y pasen a reinar ese un poco descaecido pero otrora poderoso imperio. Ese donde, durante 400 años, según los historiadores, no se ponía el sol…
Pero no solo hay bodas reales interesantes. Las hay también en la farándula, por ejemplo, por la índole famosa y las costumbres un mucho escandalosas de los contrayentes; otras extrañas por las circunstancias imprevisibles que las motivaron o que les dieron fin, o por su duración excesiva o efímera, o por alguna otra improbable condición. Y hasta las hay entre contrayentes del mismo sexo, es decir, bodas gay, y no en estos últimos tiempos de oenegés antidiscriminatorias, sino desde hace… dos mil años. Pero será en otra ocasión…