Por Mónica Varea
Lucho Patiño era, sin lugar a dudas, el guapo del pueblo. Era el más simpático y también el más avispado de la jorga de muchachos. Yo me acuerdo perfectamente de él y de sus andanzas, aunque algunas solamente me las han contado.
Yo era muy pequeña y creía que Lucho era lo máximo, recuerdo que cuando estaban todos los chicos y chicas reunidos en la gran sala de mi casa, yo me asomaba temerosa, porque a mis hermanas mayores les molestaba mi presencia, tal vez con razón porque yo era muy chismosa y, por eso, rara vez me dejaban estar con ellas y sus amigos. Pero Lucho me quería, él era el único que no protestaba por mi presencia, tal vez así compraba mi silencio. Me sentaba en sus piernas y me hacía repetir, como a un loro, malas palabras y cachos colorados que a mis cinco años no podía entender, pero me hacían sentir importante.
Para mi Lucho bailaba mejor que ninguno, yo lo miraba extasiada. No solo a él, sino también a su novia María Rosa, que me parecía también la más linda, la perfecta enamorada para él. Lo malo era que durante el invierno ella lloraba porque muchas chicas de la Costa llegaban al pueblo, se las reconocía por sus anchas caderas, su gracia al andar y su dialecto. Tan pronto llegaban, Lucho abandonaba a la bella María Rosa y empezaba a seducirlas, una a una las rendía ante sus encantos.
Me parece haber oído que en aquella época la prueba de amor que los muchachos pedían a sus enamoradas era un anillo que se lo colocaban en el meñique como señal de su compromiso, una vez terminado el romance, devolvían el anillo a su dueña, sellando así el irrevocable final de la relación, pero según decían, él tenía gran cantidad de anillos porque nunca devolvió ni uno solo. Hay gente que afirma que años más tarde los mandó a fundir y los convirtió en alguna joya que regaló a una dama de sociedad con la que se casó.
Tan mujeriego dicen que era, que apenas pudo se compró unos binoculares, se subía a la terraza de su casa en Quito y se deleitaba mirando a las vecinas desvestirse. Me imagino que, mientras él hacía de las suyas, su noviecita provinciana esperaba su llegada los fines de semana.
Lucho era un terrible, yo lo presentía, pero igual me gustaba mucho y lo quería. Parece que no todos lo querían porque sus travesuras juveniles a veces se pasaban de la raya; abusaba de la bondad de su amigo Germán, el hijo de un próspero comerciante de golosinas y licores importados, y en más de una ocasión se comió los costosos pistachos y se bebió los finos licores. Siempre ofrecía pagar, pero jamás lo hizo.
Yo nunca supe nada malo de él hasta hace poco que me contaron que asustaba al hijo retrasado de don Saba, escondiéndose detrás de los cipreses del parque. El susto era tal que el pobre chico se desmayaba y Lucho reía ante esta hazaña. Tal vez si me enteraba, dejaba de quererlo.
Aparte de su gracia, él siempre fue un buen tipo, alegre, inteligente y sobre todo guapo, guapísimo, sin lugar a dudas, el más guapo del pueblo. Hace poco lo volví a ver, fue en una misa de muerto en la que él hizo de acólito. Me llamó la atención su actitud santurrona, distinta y le pregunté a Pedro si ese era él, el mismo Lucho que yo había conocido en el pueblo. “Sí”, me dijo, “por supuesto que es él”, entonces a la salida me acerqué, lo saludé y le recordé una vieja anécdota, pero me dio la impresión de que le molestó. Tal vez no me reconoció pensé, pero averiguadas las cosas, me enteré de que ya no es el mismo, lo aqueja una grave enfermedad: perdió el sentido del humor.