El juego de no pensar en el futuro

Una de las mejores ajedrecistas del mundo se llama Carla Heredia, tiene veintitrés años y es ecuatoriana. Pero, ¿quién es Carla Heredia? Mundo Diners se propuso descubrir la historia de la persona que vive dentro de una de las deportistas más destacadas del país. Lo que encontramos es una mezcla de táctica, estrategia y ausencias.

Por Óscar Molina V.

La señorita que atiende la caja de la cafetería Corfú en la calle Portugal, al norte de Quito, le pregunta a Carla Heredia qué va a ordenar. Ella, con la quijada pegada al cuello, responde mientras busca dinero en el bolsillo de su mochila. “¿Hay café?” Los clientes que esperan en la fila detrás de nosotros cruzan los brazos, miran los helados en los congeladores, calman la impaciencia de los niños y, de paso, la propia. La chica acuerpada de 1,62 cm de estatura que está frente a ellos ha salido en periódicos, revistas y en la televisión pública, pero aquí nadie la reconoce: el ajedrez no es el deporte que altera la vida del país.

En esta tarde templada, Carla Heredia, la deportista de veintitrés años que dice que el ajedrez la ha vuelto más reflexiva —“porque si no evalúas tus opciones, no puedes escoger la mejor”— tarda alrededor de un minuto y medio en mirar la lista de cafés y elegir un capuccino con crema. “Tú, ¿qué vas pedir? Escoge lo que quieras, yo invito”. Una hora antes de sentarnos a conversar, la acompañé a una entrevista en la radio FM Mundo. Su semana de vacaciones durante el año pasado en Quito fue también un tour mediático al que ella —una ajedrecista reconocida a la que no le piden autógrafos en la calle— está acostumbrada.

—Hola, Roberto, gracias por la entrevista. Sí, en el mes de junio, tuve la oportunidad de representar al Ecuador y ganar el Campeonato Mundial Amateur, en Grecia. Fue un torneo mixto en el que participaron alrededor de 40 deportistas. Hice cuatro empates y cinco victorias. Estoy muy orgullosa de representar al país a nivel mundial —contó la campeona en el programa Hola Mundo, conducido por Roberto Rodríguez.

Las respuestas que daba eran tan formales como su ropa: vestía un pantalón negro de tela, una blusa morada y una chaqueta del mismo color. El traje la hacía ver mayor y combinaba con la seguridad que tiene en sí misma, en lo que dice. El pelo corto, negro y desflecado, en cambio, era un manifiesto de descomplicación. Hace años, en un viaje a Argentina, un estilista se lo cortó por encima de los orejas, más alto de lo que ella quería. Carla Heredia, en lugar de enojarse, descubrió que con ese corte —nuevo, informal, práctico— no tendría que dedicarle tanto rato a peinarse antes de salir de casa o jugar un torneo. Por eso, en los campeonatos, en los que también le falta tiempo, es usual verla jugando con uno de los tres sombreros que tiene, todos de ala corta: uno gris, otro de rayas verticales, otro azul. “Tú, que te has dejado el pelo medio largo, ¿usualmente cómo te peinas?”, me preguntó en el estudio de la radio, durante la pausa comercial.

Al volver del corte, Roberto Rodríguez, en cambio, le consultó sobre la victoria fundacional: “¿Es cierto que a los catorce años dejaste el colegio para dedicarte por completo al ajedrez?”. Sí, es cierto. Carla estudiaba en el Colegio Alemán, tenía media beca por sus buenas calificaciones y había hecho amigos cercanos. Antes de apoyar su decisión, Alicia y Patricio, sus padres, hicieron de este dilema un asunto familiar (y hasta clerical). Tuvieron que sentarse, respirar, mantener largas e insomnes conversaciones entre ellos para luego hablar con un psicólogo, con el sacerdote de confianza, con los primos de Carla, y consultar unos cuantos libros de psicología.

Hace dos años, Alicia y Patricio confirmaron que dejar que su hija abandonara el colegio había sido la decisión correcta: en 2012, a los veintiún años, Carla consiguió el título de Gran Maestra, un nombramiento vitalicio, equivalente a un PhD en ajedrez. Hasta el momento, las únicas ecuatorianas que lo han conseguido son ella y la guayaquileña Martha Fierro, de 37 años, a quien Carla le ha ganado una de tres partidas.

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Cuando conversé con Alicia Serrano, la mamá de Carla, ella trabajaba en el Ministerio del Deporte como asesora del exministro José Francisco Cevallos. En el escritorio de su pequeña oficina, había un termo plateado lleno de agua, una laptop, su bolso y un paquete personal de pañuelos de papel para secarse la emoción cuando hablaba de la menor de sus dos hijos.

—Mi marido y yo hablamos con el padre Paquito, del Colegio San Gabriel, para que nos aconsejara lo mejor. Él nos dijo que la apoyáramos siempre y cuando no descuidara sus estudios. Tuvimos que ir al psicólogo. El papá no quería que continuara con el ajedrez, porque del ajedrez no se vive. Un buen profesor cuesta 1 200, 1 300 dólares al mes, porque no hay muchos en el país —me contó Serrano un viernes por la mañana. Como madre, ella era consciente de que el ajedrez no es tan rentable como el fútbol. Como funcionaria, confiaba en que, en algún momento, lo sería.

Desde que era una niña, Carla tuvo una personalidad fuerte: cuestionaba, refutaba, decidía por sí misma. Y cuando escogió el ajedrez nada haría que cambiara de idea. Además, Patricio, su padre —un auditor jubilado que se dedica a la obra social— fue quien la incentivó para que tomara clases de ajedrez y gimnasia como materias extracurriculares en la escuela, a los siete años de edad. “Gimnasia no me daba. O sea, era lindo para ver en televisión, pero yo no podía hacer los roles”, dice Carla Heredia afuera del Corfú de la Portugal, y la risa rasga su mirada perspicaz. “De ahí, el ajedrez me gustó y me fue bien. Tú, ¿sabes jugar?”

La adolescente que prefería la literatura a los deberes de matemáticas terminó el bachillerato a distancia en el Colegio Técnico Ecuador. La rutina de esos días era la siguiente: cuatro horas de entrenamiento entre la Concentración Deportiva de Pichincha, con la guía de un profesor, y en casa, completamente sola; tardes para estudiar inglés y castellano, las materias en las que solía atrasarse, y noches de rechazos sistemáticos a invitaciones a fiestas. “Dejé de ver a mis amigos, me perdí fugas, salidas, pero no me arrepiento”.

El triunfo está hecho de ausencias.

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Una pareja de ancianos no encuentra lugar para sentarse a tomar chocolate caliente y en la mesa en la que estamos hay dos sillas vacías. “¿Podemos sentarnos aquí?”, nos preguntan a Carla, que aún no termina su capuccino con crema, y a mí. “Claro, sigan, sin problema”, dice ella. Los ancianos le agradecen, pero tampoco la reconocen. No saben que esta chica de gestos serios y gestos alegres hace un momento, en la cabina de radio, dijo riéndose que no quería crecer, que eso es una trampa. Y aunque parecen no sospechar que es una deportista destacada, ambos la observan y escuchan, sin disimular, lo que dice:

—A mis papás no les gusta mucho el ajedrez, pero ven las partidas y leen noticias acerca de eso.

—¿Y tu hermano?

—Mi hermano sabe jugar, pero como le he ganado bastantes veces ya no quiere jugar conmigo.

—¿Tienes novio?

—Sí, pero tampoco juego mucho con él, porque vive en Noruega. Lo conocí en un torneo. Mi papá siempre me molesta. Dice que esa fue la partida del amor.

La ajedrecista se ríe, levanta la taza para tomar el último sorbo de café y en su muñeca izquierda asoma la silueta de la cabeza de un caballo. Es un pequeño tatuaje, del tamaño de una uva, que se hizo mientras jugaba un par de torneos en Cuba, en 2008. Allá, en la isla, sintió ganas de grabar sobre su piel blanca su pieza favorita del ajedrez. El caballo se desplaza sobre el tablero haciendo movimientos en forma de L y es la única ficha que puede saltar por encima de las otras. Por eso, dice Carla, es su preferida. Ni en esa ni en su otra muñeca lleva reloj. La medida de su tiempo es otra: sin prisas, sin ansiedad.

Alicia Serrano, en cambio, registra el éxito en fotos. La ocasión en la que hablamos, la mamá de la campeona utilizó su laptop para revisar las imágenes en las que su hija levanta copas, sostiene medallas, y aquella en la que abraza al presidente. En junio de 2013, Rafael Correa la invitó a ella y a otros deportistas destacados a un almuerzo en Carondelet. “Querida Carla, todos estamos orgullos de ti. Guarda por favor tu medalla, te la ganaste con sobra de merecimiento. Los ecuatorianos, empezando por el Presidente, la sentimos como nuestra”, le escribió el primer mandatario en una carta.

La mamá de Carla cerró la laptop y sin consultar en ningún archivo recordó de memoria, y con un orgullo modesto, las fechas y los países en los que su hija ha triunfado. Serrano sabía que en Mérida (Venezuela), en 2008, Carla Heredia obtuvo el título de maestra Internacional, el segundo más importante según la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE, por sus iniciales en francés). Tenía presente que, un año después, en Bolivia, fue campeona Sudamericana, y que, en 2010, su hija fue la única ecuatoriana que clasificó a la Copa Mundial FIDE, en Turquía, en la que compitieron las 64 mejores ajedrecistas del planeta.

Conservaba, además, el recuerdo de que no siempre hubo dinero. No hubo plata para las inscripciones a los dos mundiales —uno en Francia (2005) y otro en Batumi, Georgia (2006)— a los que clasificó. No hubo plata para que papá y mamá viajaran con Carla a otros torneos a los que viajó sola, sin que ni siquiera su entrenador pudiera acompañarla. No hubo, tampoco, ahorro en el afán angustiante de entender la psicología de su hija.

—Mi marido y yo tuvimos que comprar libros sobre la psicología de los ajedrecistas, su comportamiento, y leer bastante para entenderla. Comencé a conversar con más gente, porque no es fácil manejar a una ajedrecista, son muy autosuficientes. Pero yo le he insistido en que tiene que ser humilde, sencilla, porque así la caída es menos dolorosa.

***

En 2011, antes de viajar a un mundial en India, Carla Heredia se sentía rara, en pausa. Había tenido una buena racha durante años, pero en esos meses perdía partidas con frecuencia. “Es igual que cuando vas al gimnasio todos los días y no te ves ni más gordo ni más flaco. Cuando tus proyecciones o logros han sido muy altos, no hay vuelta atrás, siempre vas a querer más”.

En esa época, cada derrota dolía tanto como la primera. En 1998, cuando estaba en primer grado, Carla Heredia y su madre viajaron a un campeonato en Puyo (Pastaza). La ajedrecista que años más tarde cambiaría su fiesta de quince años por clases particulares con un entrenador perdió en la primera partida con una niña de diez, tres años mayor que ella. “No tengo nada que hacer aquí”, le dijo a su madre esa vez, “me regreso a Quito”.

No es fácil manejar a una ajedrecista. Son muy autosuficientes”.

Christian Cazar jugó varias partidas con Carla Heredia cuando ambos tenían siete años e integraban el Club de Ajedrez del Colegio Alemán. Aunque es uno de sus mejores amigos, hace rato que no se ha enfrentado a ella por dos razones: Carla no vive en Quito y Christian, que abandonó el tablero en la infancia, siente que no tiene el nivel para aguantarle una partida de más de cinco minutos. Gracias a sus logros deportivos, la gran maestra está becada en la Universidad Texas Tech de Estados Unidos, donde estudia dos carreras, Psicología y Ciencias del Deporte. “Cuando juega —dice Cazar— es difícil que pierda la concentración”.

Hay jugadoras que tienen más memoria o más concentración, pero hay muy pocas, como Carla, con estas ganas de luchar y motivación para ganar y mejorar su juego”, escribe Arthur Kogan, desde Tarragona, España. Unas cuantas frases en el mail del entrenador virtual de Carla desde hace cinco años, excepto esa, terminan con este emoticon :-), que usualmente representa críticas afectivas. Kogan, nacido en Israel, es gran maestro y ha jugado ajedrez por más de veinticinco años. Carla Heredia y él entrenan vía Skype dos horas a la semana (cada una cuesta 50 euros, alrededor de 64 dólares; el gasto promedio al mes es de $ 512). Mientras están conectados no juegan entre ellos, se dedican a revisar las partidas de Carla y analizan sus errores. Hacerlo con rigor les toma entre una hora u hora y media. El resto son tareas y lecturas técnicas, nada traumático para una fan de las enseñanzas del Dalai Lama y los libros de psicología deportiva, que el año pasado no terminó de leer Los cachorros / Los jefes, de Vargas Llosa, porque ahora prefiere lo académico y lo místico en lugar de las novelas.

“Su memoria es muy mejorable y a veces juega demasiado lento :-). Pero muchas veces me sorprende con sus jugadas. En el último año su nivel ha mejorado mucho y cada vez me cuesta más y más encontrar errores”, escribe Kogan.

Ella dice que su error, a veces, es pensar demasiado.

***

Nuestra última conversación dura apenas media hora. Carla tiene un almuerzo familiar impostergable, la despedida antes de regresar a sus clases en Estados Unidos.

En Texas su rutina es aún más complicada. Aunque no le gusta despertarse temprano, empieza el día a las 08:30 y termina a la hora en la que los deberes y las fiestas de música electrónica a las que va de vez en cuando se lo permitan. Dos o tres veces por semana, después de clases, entrena dos horas en el Club de Ajedrez de la universidad. Allí conoció a los chicos con los que, cada tanto, juega al fútbol. “Tú, ¿qué deporte juegas?”, me pregunta la gran maestra con la misma curiosidad instantánea con la que me ha preguntado, desde que hablamos por primera vez, si me gustan tanto las micheladas como a ella, si he visto Zoolander —la ya clásica comedia de Ben Stiller—, si amo viajar, si me aburre escribir reportajes o cómo es mi cuarto. En el suyo, dice, hay un póster de Rocky y otro de Albert Einstein. “Me gustan mucho sus frases, sobre todo esta: ‘Todos somos genios. Pero si juzgas a un pez por su capacidad de trepar árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil’”.

En Quito las vacaciones de Carla son días de horas veloces para contar a los periodistas sus últimos logros, armar planes de último momento con sus amigos de la escuela y el colegio vía Facebook, y comer junto a los familiares con los que hace tres años no ha compartido ni Navidad ni año nuevo.

El triunfo está hecho de ausencias.

Y también de pausas.

***

En 2011, aquel año lánguido del torneo en India en que le parecía que no pasó nada pero ocurrió muchísimo, Carla acudió a un retiro de diez días en el Tíbet. En el campamento no había Internet ni celulares ni libros y estaba prohibido pensar en el futuro.

—El budismo hizo que me dé cuenta que el deporte que amaba desde pequeña se había convertido en una carga porque, de una u otra manera, tenía que ser exitosa. Comprendí que el ajedrez me gusta porque lo amo, no porque tengo que demostrar nada a nadie —dice Carla Heredia con la mirada fija en una michelada.

—¿Dejarás de jugar algún rato?

—No lo creo… Pero el ajedrez no soy yo ni es lo único en mi vida.

La niña feliz, como la llama cariñosa —y acertadamente— su entrenador, dice que su otro plan es cursar una maestría en Psicología Deportiva para ayudar a otros deportistas del país. El celular suena y ella contesta la llamada. En su muñeca izquierda, sobre el tatuaje, se ve la pulsera roja que un desconocido le anudó durante el retiro y que simboliza un gesto compasivo con el otro, una mirada de amor.

Días después, Arthur Kogan me dirá que, “entrenando bien :-)”, Carla Heredia alcanzará su anhelo inmediato: ingresar en el top 100 del mundo.

—Si no lo logro, no me quitará el sueño. Me definen mis valores, quién soy yo con la gente. Necesito concentrarme en una sola cosa y cuando juego ajedrez pasa eso. Ya en el día a día es más difícil no pensar demasiado. Y no me considero exitosa. Simplemente hago lo que me gusta y lo disfruto. El éxito es un estereotipo. Tú, ¿qué crees?

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