El infierno de los vivos

Por María Fernanda Ampuero

InfiernoVivosPE

“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya está aquí, el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizajes continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno”…

Italo Calvino

Las ciudades invisibles

 

Cuando mi papá, que cada día era menos mi papá, ese hombronazo, y más un ser huesudo, color cera, terrorífico y aterrorizado, se estaba muriendo en el área de oncología del hospital del IESS, escribí en una libreta:

“Cuántas veces vemos a personas que sufren y pensamos: ¿qué le habrá pasado a esa pobre gente? Hoy nos miran a nosotros. Hoy somos esa pobre gente”.

Recuerdo haber aprendido a moverme en ese laberinto feo y violento del IESS a una velocidad pasmosa. Recuerdo pasar como una sombra de mandíbulas apretadas por esos corredores y pasillos grises, sucios —el infierno— contra los que perfectamente me hubiese estrellado una y otra vez hasta reventar mi cráneo. Pero en mi cesta, como Caperucita Roja, llevaba los cubitos de hielos con los que se había obsesionado mi papá, la clara de huevo que comía mi papá, otra colcha para arropar los huesos de mi papá. Entonces atravesaba esa oscuridad para llegar a oncología. ¿Para qué? Para llegar a oncología. Nada más. No se puede pensar nada más.

De vez en cuando, el enfermo dormido, bien tapadito con su colcha verde, el velador también quieto con su termo, su vaso plástico blanco, sus frascos de pastillas, su caja de pañuelos de papel: una pausa. Todo descansa en el triste tictac del moribundo: se puede bajar a tomar un café.

Es importante poder tomar un café en el infierno.

La señora que llevaba uno de los quioscos del IESS nos cogió cariño muy pronto. Sería que nunca vio una entrega como la de mi mamá, sería que le hacía gracia que mi papá mandara pedir todos los días una cola de manzana casi congelada, sería que tanto le hablaron de la hija de España que, cuando por fin aparecí, fue como conocer a un famoso, sería que nunca vio tanta desesperación detrás de la frase: “regáleme un cafecito”.

La manera en la que me trataba la señora del quiosco me enternece hasta hoy. Mira que habrá visto cosas en quince años detrás de ese mostrador, tan cerca de la agonía, al lado de las situaciones que, aunque no te matan, te destrozan para siempre. Su trabajo era vender café, sánduches, colas y roscas a gente como yo, ciudadanos del fin del mundo.

Y, sin embargo, esa mujer se refería a mi papá como “su papito”, me llamaba “mijita”, me contaba cosas como que cuando hacía demasiado calor se iba a almorzar a la morgue porque ahí siempre estaba fresquito. Esa mujer de un involuntario humor negro, negrísimo, era la única persona capaz de hacerme reír entre el horror. Esos momentos, la risa inadecuada con la señora del quiosco era el no infierno dentro del infierno.

Esa risa en ese momento, en ese lugar, era para mí el paraíso.

*

Hace poco estuve en Hungría, Serbia y Croacia para hacer un reportaje sobre las personas refugiadas, sobre todo sirias, pero también iraquíes y afganas, que llegan a las fronteras de esos países huyendo de la gente que degüella, tortura, viola, decapita y destroza toda posibilidad de vida en sus países. Hablo de personas —padres, hijos, hermanos, maridos, novias, gente como nosotros— que tuvieron que armar una maletita y emprender un camino terrorífico para buscar ese no infierno que, entendían, estaba ocurriendo en otros lados del mundo.

Esos lados del mundo donde la gente desayuna pan recién tostado con mermelada y lleva a sus niños al colegio —porque hay colegios— y luego va a trabajar y luego hace el amor y luego baila y luego cena con sus amigos y luego se duerme sobre sábanas limpias hasta el día siguiente.

O sea, esos lados del mundo donde vivimos nosotros.

Estuve en los mal llamados campos de refugiados donde estas personas, que ya han tenido suficientes infiernos para varias vidas, seguían aguantando lo inaguantable: el llanto de sus hijos, el miedo de sus parejas, la angustia de sus padres.

Ya se sabe, nada nos destruye más que el dolor de los que queremos.

Pero, de repente, alguien —un voluntario, una voluntaria— hace una pompa de jabón gigante para los niños —y ver reír a esos niños es, en serio, ver el paraíso— u organiza equipos de fútbol o presta un teléfono para llamar a Siria y decir a una madre: “mamita, llegué bien” o hace una olla gigante de té de hierbabuena —el sabor de la casa para los árabes— y se abre un pequeño no infierno en el infierno.

La razón de todo esto.

Una carcajada infantil, un hombre herido de cansancio intentando perseguir una pelota como un muchachito, una anciana siria llorando de alegría al teléfono, hombres y mujeres, musulmanes, cristianos, ateos, felices de estar vivos y tener una fragante taza de té entre las manos.

Lo he aprendido a la fuerza, la vida es una sucesión de infiernos.

Y esto:

“(…) buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno”…

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