Su propaganda eficaz y truculenta engañó a las
masas y sostuvo una dictadura larga y dañina ////
Por Jorge Ortiz ////
Todo estaba perdido. Ya no quedaban esperanzas. En esos primeros meses de 1945, hace setenta años, las defensas se habían derrumbado una tras otra, ante el avance masivo y contundente de los estadounidenses, por el oeste, y de los soviéticos, por el este. Todos los ejércitos, incluso los desesperados ‘Volkstrum’, ‘comandos del pueblo’, que él había creado de urgencia para tratar de defender la capital, habían sido diezmados por la artillería y la infantería enemigas. Excepto unas pocas manzanas céntricas, en torno a la Cancillería del Reich, Berlín estaba ya en manos de las fuerzas de ocupación. Sí, todo estaba perdido para el Tercer Imperio, el de los nacional-socialistas alemanes. Había llegado la hora de las decisiones finales.
Su líder, Adolf Hitler, a quien había admirado sin límites y servido con una fidelidad a toda prueba, por quien había mentido, engañado, desinformado, difamado y calumniado muchas veces, tantas que ya nadie sabía cuántas, había llegado la víspera a su hora de las decisiones finales: el 30 de abril se había suicidado tomando veneno y disparándose un tiro en la cabeza. Su cadáver, después, había sido quemado para que no cayera en manos de sus enemigos. Y ahora él, Joseph Goebbels, ministro de Información y Propaganda desde 1933 y desde hacía 24 horas jefe del gobierno alemán, tenía que tomar sus propias decisiones finales. Era el 1° de mayo de 1945.
Unos pocos días antes, cuando la derrota ya era una certeza sin escape, se había trasladado con toda su familia al ‘búnker’ de Hitler para esperar allí, junto a su líder, el final de su sueño de una supremacía aria que debía durar 300 años. Mientras todos (ministros, generales, jefes del partido…) se desbandaban por donde podían, al apuro y sin pudor, Goebbels estaba cumpliendo su juramento de compartir el destino del ‘führer’. Al anochecer del 1° de mayo, con una determinación fría y rotunda, dio una cápsula de cianuro a cada uno de sus seis hijos, todavía niños, y les acostó en sus camas para que la muerte les encontrara dormidos. Después, con su mujer, Magda, que compartía su fe sin fisuras en Hitler y en el nacional-socialismo, tomó él también el cianuro letal y, como había hecho su jefe, se disparó en la cabeza. No quería —y lo había anunciado— vivir en un mundo sin el ‘führer’.
Mientras tanto, en esas pocas manzanas finales del centro de Berlín, los últimos soldados que le quedaban al régimen nazi (en su mayoría niños asustados que no llegaban a los 17 años y hombres agobiados que pasaban de los 60) intentaban inútilmente detener el avance de unas fuerzas poderosas y resueltas, que al día siguiente, 2 de mayo, doblegaron esa resistencia final e izaron la bandera roja en el mástil de la cancillería imperial. Pero la rendición oficial e incondicional ocurrió recién seis días más tarde, porque todavía había quienes creían que, luchando con valor y heroísmo, el avance aliado podía ser repelido, que aún era posible organizar un contraataque patriótico y que, al final, se podría ganar la guerra. Joseph Goebbels ya había muerto, pero su propaganda llena de distorsiones y fantasías seguía teniendo gente engañada y convencida…
La forja de un profeta
Cuando Paul-Joseph Goebbels nació, en 1896, Alemania vivía tiempos de ilusión y esperanza, porque su economía industrial sólida le había dado al imperio (creado pocos años antes, en 1871, al término de la guerra franco-prusiana) la fortaleza necesaria para desafiar la hegemonía de la Gran Bretaña, que por entonces era la mayor potencia mundial. Se trataba de una apuesta ambiciosa y arriesgada: el káiser Guillermo II estaba dispuesto a fortalecer su flota naval para poder arrebatarles a los británicos la supremacía en los mares y, como consecuencia, en el comercio, lo que, por supuesto, podía generar tensiones internacionales potencialmente explosivas. Era mucho lo que estaba en disputa.
Pero el ímpetu alemán ya no tenía, al empezar el siglo XX, el respaldo de una diplomacia imperial con la firmeza, la sutileza y el talento de que estuvo dotada durante los años estelares del ‘Canciller de Hierro’. En efecto, Otto von Bismarck había sido destituido por el káiser, que estaba resuelto a ejercer sin tutores todo el poder del gobierno. La hábil red de alianzas tejida durante los primeros veinte años del imperio se deshizo sin remedio al ritmo del avance de la expansión alemana y, claro, las tensiones subieron con rapidez. El estallido llegó el 28 de julio de 1914.
La Primera Guerra Mundial duró 52 meses. Cuando terminó, en noviembre de 1918, habían muerto entre ocho y diez millones de soldados, había colapsado la era de los grandes imperios y habían quedado devastadas las economías de las mayores potencias europeas. De la crisis no se salvaron ni siquiera la Gran Bretaña y Francia, que con el apoyo tardío de los Estados Unidos habían logrado una victoria que les permitió imponer unos tratados de paz abusivos y ofensivos. Alemania quedó derrotada, destruida y humillada. A Goebbels, como a casi toda su generación, el sentimiento de afrenta y traición le marcó con dureza para toda la vida.
La convicción profunda de que la guerra había dejado cuentas pendientes, sumada a su carácter difícil y retraído, fruto del complejo que siempre tuvo por su deformación física (sufrió de niño una osteomielitis que, cuando le fue operada, le dejó la pierna izquierda diez centímetros más corta que la derecha), hizo de Goebbels un hombre remordido y rencoroso, repleto de ambición pero escaso de escrúpulos, que encontró en la política el camino para vengar a su país y para satisfacer sus propias codicias. Había, sin embargo, demasiados grupos políticos en Alemania, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. ¿A cuál adherirse?
Todo por el poder
En julio de 1922, según relata su biógrafo, Curt Riess, Goebbels asistió en Múnich a un mitin de un pequeño partido, todavía embrionario, que no obstante su inexperiencia llenó los ocho mil asientos de una enorme sala de reuniones. Era el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes. “De pronto —cita Riess el diario personal de Goebbels—, alguien se puso en pie y empezó a hablar. Parecía tímido, como buscando las palabras, hasta que le tomó el pulso a su público. Y bruscamente el discurso se apropió del auditorio, lo cautivó, lo enajenó. La muchedumbre despertó. Los rostros grisáceos, apagados, angustiados, súbitamente reflejaron esperanza. Un hombre se incorporó emocionado, esgrimiendo el puño. Un oficial anciano lloraba como un niño. Una mujer abrazaba y besaba a cuantos estaban a su alrededor. Yo me levanté y grité. El orador, allá lejos, se quedó mirándome un instante. Sus ojos azules, penetrantes, traspasaron mi mirada. Desde ese momento yo supe cuál era mi camino…”.
Desde ese momento, en efecto, y sin darse ni un solo día de sosiego, Goebbels dedicó su vida a servir a la causa de Adolf Hitler y del nacional-socialismo. Los tiempos eran turbulentos a comienzos de los años veinte: el sentimiento de humillación y la crisis económica habían radicalizado a los alemanes y habían convertido la política en un campo de batalla diario y despiadado. Los nazis se movían con soltura y eficacia en ese ambiente. Después, en enero de 1923, la cuenca del Rühr fue ocupada por tropas de Francia y Bélgica, acusando a Alemania de no cumplir las disposiciones del Tratado de Versalles, mientras la hiperinflación, la primera de la historia mundial, hacía estragos en la economía popular: su moneda, el marco, se cambiaba a la cifra espeluznante de cuatro trillones doscientos billones por un dólar. En esa situación de indignación y angustia, Goebbels encontró la materia prima ideal para movilizar a las masas detrás del ‘fúhrer’. Su propaganda, constante e irritante, tarde o temprano haría efecto.
Es que Goebbels sabía, por instinto político y por formación intelectual (era un lector ordenado y habitual), cómo conducir a las masas. Y también sabía, y lo escribió en su diario, que “los movimientos revolucionarios no son obra de los grandes pensadores, sino de los grandes oradores”. Y Hitler era un orador portentoso, electrizante, que cautivaba a sus auditorios. Lo que tenía que hacer Goebbels era sacarle el mejor provecho posible, sobre todo identificando quiénes debían ser los destinatarios de los discursos y las proclamas. “Todo lo alcanzaremos si apelamos al hambre y la desesperación de las masas”, proclamó en aquellos años tormentosos de agitador, a pesar de que ya estaba seguro —y lo añadió en su diario— de que “el porvenir no les pertenece a las masas, sino a quien las maneje y las guíe”.
Con sus reflexiones, el ‘pequeño Mefistófeles’ fue fundamental para pulir hasta la perfección al demagogo perturbador e insuperable que llegó a ser Hitler. Y fue también partícipe en el diseño del modelo político totalitario y dañino del nacional-socialismo: “los movimientos de masas de estos tiempos, y el nuestro es un gran movimiento de masas, se convierten inexorablemente en dictaduras…”. Para alcanzar esa meta, la de la dictadura absoluta y prolongada, tan solo faltaba convertir a Hitler en la personificación de la grandeza mística y el destino superior de la raza aria, en una figura mesiánica envuelta en una aureola de divinidad, capaz de llevar al pueblo alemán a la cumbre que la Providencia le había asignado. Esa fue la meta que se impuso Goebbels. Y la alcanzó.
(“Pequeño Mefistófeles“ fue el apodo que le puso el mayor de los editores nazis, Max Amann. Pero hubo, en aquellos años, otras formas de referirse a Goebbels. Así, por ejemplo, Hermann Goering, el lugarteniente de Hitler y comandante de la fuerza aérea alemana, lo describía como “un enano cojo y diabólico”. Para el pueblo llano, víctima de su propaganda taladrante, Goebbels era, temerosamente, “Unser Doktor“, “Nuestro Doctor“. Y él mismo, en sus escritos de juventud, repletos de desconcierto y de malos presagios, se calificaba de “pobre diablo”).
El poder para siempre
En esa Alemania de la primera postguerra, sumida en el abatimiento y en el deseo de venganza, terminaron imponiéndose los más radicales, es decir los nazis y los comunistas, que llegaron a la década de los años treinta disputándose el poder en las calles, por la fuerza, pues todas las instituciones de la efímera y estéril República de Weimar se desplomaban día tras día sin oponer resistencia. Los grupos moderados, desde los católicos del Partido del Centro hasta los gobernantes socialdemócratas, fueron desbordados por el ímpetu de los extremos, cuyas prédicas revolucionarias y exaltadas encontraron un terreno muy fértil en el ánimo devastado de los alemanes. Y en esa disputa violenta acabaron imponiéndose los nazis: Hitler asumió la jefatura de gobierno el 31 de enero de 1933.
Los nacional-socialistas ya tenían el gobierno, pero no el poder. No, al menos, todo el poder, que era lo que en verdad querían. Algo había que hacer. Y había que hacerlo antes de que la legalidad del débil pero aún vigente sistema democrático les pusiera más límites, por medio del parlamento, en el que los nazis estaban en minoría. Por entonces Goebbels escribió que, “para nosotros, la política no es el arte de lo posible, sino el milagro de lo imposible…”. Había, entonces, que hacer un milagro. El encargado de urdir un plan secreto y urgente habría sido Goering. O, tal vez, Goebbels. Lo cierto es que el 27 de febrero, poco antes de las nueve de la noche, el edificio del parlamento, el ‘Reichstag’, empezó a arder. Pronto el incendio fue visible de todo Berlín. Los bomberos se demoraron en llegar. Goebbels no se demoró en empezar su trabajo.
Con su celeridad y eficiencia habituales, implantó esa misma noche una censura total de la prensa, denunció una “conspiración infame”, acusó a los comunistas y los liberales de estar detrás del “bárbaro atentado”, movilizó a la policía y a las fuerzas de choque del partido nazi y, sin demora, empezó los arrestos. El primer detenido fue un joven comunista holandés, cuya confesión fue inmediata. A partir de ese momento, cientos de opositores y críticos del gobierno fueron perseguidos, capturados y encarcelados. Algunos fueron fusilados en el acto, sin acusación ni juicio. Ahora sí, los nazis tenían todo el poder.
En los días y las semanas siguientes, la maquinaria propagandística de Goebbels se encargó de magnificar la gravedad del incendio, enardecer el sentimiento patriótico, justificar la represión, endurecer la censura, reforzar los controles y, al final, concentrar todo el poder en manos del ‘führer’, cuya popularidad había subido verticalmente y quien desde entonces fue el amo y señor de Alemania. Y todo eso lo hizo a pesar de que fue evidente (y así lo registran todas las versiones históricas) que el incendio de Reichstag fue un plan propio. Hábil y macabro, sí, pero propio, para tener la justificación perfecta para cualquier abuso. Y, desde ese día, los abusos fueron diarios.
El manejo de la propaganda había sido brutalmente eficaz. Y el 13 de marzo Hitler recompensó a Goebbels creándole un ministerio y nombrándole ministro. Era, según declaró el ‘führer’, “un ministerio destinado a iluminar al pueblo alemán”. ‘Unser Doktor’ anunció el 16 de marzo cuál era su propósito como ministro: “un gobierno como el nuestro, obligado a tomar medidas de muy largo alcance, tiene que preparar el terreno, por medio de la propaganda, para atraer y retener a la gente. Estamos decididos a trabajar a las masas hasta que caigan en nuestros brazos…”.
Y, en efecto, las masas alemanas cayeron en sus brazos y allí permanecieron durante doce años. Sus técnicas de desvío y desinformación, su uso de la sicología social, su censura férrea de la prensa, su persecución sin tregua a los periodistas críticos, su control del cine, el teatro y toda expresión artística, su empleo de intelectuales dóciles e historiadores a sueldo, sus estrategias de endiosamiento del líder y de descalificación de los adversarios, y sus métodos de persuasión y amansamiento hicieron de Goebbels el más infalible y siniestro manipulador de conciencias, al extremo de que el pueblo alemán, hasta su derrota completa en la Segunda Guerra Mundial, en 1945, siguió creyendo en la perfección e infalibilidad de Hitler, incluso cuando ya eran evidentes el fracaso y el desastre. Escribe Carl Riess: “Goebbels había recibido la orden de mantener en alto la moral del pueblo, a pesar de todo, y lo hizo. En lo suyo fue el mejor”.
Fue el mejor, sin duda. Por eso, 70 años después de su muerte, con una cápsula de cianuro y un disparo en la cabeza, ‘Unser Doktor‘ Paul-Joseph Goebbels sigue teniendo admiradores y émulos, repartidos por medio planeta. Sin embargo, el 1° de mayo de 1945, en Berlín, mientras a su alrededor solo iban quedando las ruinas del Tercer Imperio Alemán como legado del régimen nacional-socialista, Goebbels —como lo había hecho Hitler la víspera— reconoció su fracaso. “El pueblo alemán —escribió en su testamento político— no supo comprender la grandeza del ‘fúhrer’. No lo entendió y lo ha perdido. Tal vez nosotros, quienes estuvimos a su lado, no supimos hacer lo que nos correspondía. Hemos fallado”. El ‘milagro de lo imposible’ no se había cumplido. El final había llegado.