El hombre que fue otros

Por José Luis Barrera
Edición 457 – junio 2020

Un nombre a la medida

Incluso antes de trasladarse a Francia, la madre de Roman Kacew dijo que su niño, nacido en Vilna en 1914, estaba destinado a la grandeza.

En aquella ciudad lituana, por entonces parte del Imperio ruso, Nina Kacew se dedicó a vivir del cuento para que su hijo alcanzara el destino que ella le decretó. Vendía sombreros y joyas con genealogías tan fantásticas que terminaban hasta en los guardarropas de zares y princesas.

A la caza de la gloria, Roman tuvo que probar varias artes. Primero, gracias a las conquistas románticas y monetarias de su madre, le regalaron un violín, pero, en apenas tres meses, desertó porque ni siquiera podía coger el arco. Luego se hizo danzante, pintor —la ciencia se descartó de inmediato por su escasa pericia con los números— y, al final, literato. Para ese momento, Vilna había sido reemplazada por Varsovia al principio y, luego, por Niza.

Nina Kacew soñaba con Francia. Sentía que los guetos judíos de Europa Oriental eran ropa prestada y se ahogaba con su clima opaco. El país galo, por otra parte, era el de Víctor Hugo —al cual le endilgó el cargo de presidente— y de cientos de artistas que lavaban las calles con versos, canciones o pinceles.

Ella, actriz frustrada, había dejado las tablas para dedicarse a su hijo, volcando sobre él sus esperanzas de que, en el futuro, ajustaría cuentas con el destino.

En Niza la señora Kacew, preceptora implacable, exigía a su hijo trabajar sin descanso en la búsqueda de un nombre adecuado. No le importaban los poemas o los cuentos que él pudiera escribir, sino solo aquel dato que lo iba a inmortalizar en las cubiertas de los libros.

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