Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
Edición 422 – julio 2017.
Estoy en primer grado y es víspera de Navidad. Por primera vez en la vida veo a mamá como si fuera ajena: peinado rubio esponjado como casco de astronauta, montones de pestañas propias que de tanto rímel parecen prestadas, piernas interminables encima de unos tacones tan altos que me dejan demasiado abajo. Y, encima, ese día, como nunca, ha amanecido karateka. Con el borde de la mano, como partiendo un ladrillo, me golpea la espalda al tiempo que me dice: Mete la joroba. Y mientras yo finjo desayunar, ella bebe café, fuma y fuma, y sin motivo me da otro karatazo en la cabeza. Por último, casi me saca la oreja porque no tengo apetito, sino algo así como pena. No lloro pero se me resbala una que otra lágrima que borro con la manga del pijama antes de que ella se percate, y eso no quiero porque siento indignación pero no derrota. Corro a mi cuarto y me tiro al través de la cama aunque con tanta fuerza que casi me reviento la cabeza al darme contra la pared. Después se sienta a mi lado y, puesto que mi mamá me ama, me mima, termina aceptando mi propuesta: vestirme no con terno y corbata como si fuera enano, sino con el traje de Hombre Araña. Mientras me ayuda a ponérmelo me entera del programa que nos espera: Hoy vas a conocer a tu papá, ¡por dios!, tienes que sonreír y meter la joroba. La boca se me abre y por ella el silencio hace burbujas y en las tripas algo así como una tenia se despierta, se desentume. No oíste, sordo, ponte recto, como si no fueras miope y borra esa eterna cara de tristeza. Nada mejor para cambiar mi cara que ensartarme la máscara del Hombre Araña.
Apenas subimos al bus se empieza a dilatar mi vejiga. Y encima el solazo. Y encima, mamá tan con casco de astronauta, tan pintada, tan antigua. Mamá, me meo, le digo con el pensamiento, pero ella está en su nave rumbo a Júpiter. Ni siquiera ve las calles en las que sus ojos están clavados. Más bien ve para adentro, para atrás. Y mi vejiga, cada vez más grande, con cada bache ya se revienta. Semejante tormento me hace hasta olvidar que el Hombre Araña está a punto de enfrentarse con el Hombre Papá. Lo he visto en alguna foto secreta de mamá y eso es todo. Bigote de Pedro Infante y ojos en llamas a causa del flash. Mamá, ya me orino, le digo como si le dijera, auxilio me ahogo. Ella me queda viendo con unas elocuentes ganas de matarme. Casi arranchándome, como en cachascán, me saca la máscara y me dice echando fuego: Aguanta, pendejo, que ya llegamos. Pero ya aguanté todo lo que pude, le respondo casi sollozando y dejando escapar un par de enormes gotas en el pantalón. Pareeee, grita mamá y tratando de sacarme el brazo me arrastra hacia la puerta del bus. Mamá, en tacones, trota hacia la parte trasera de un camión. Mientras me ayuda a casi desvestirme, ya que el traje de Hombre Araña no tiene bragueta, se dedica a pellizcarme sin querer y queriendo. Por fin orino y hasta las lágrimas. Por poco salgo volando, de tanto alivio que siente mi cuerpo. En cambio mi alma sigue crispada. Yo no quiero conocer a nadie, mamá, grito con la boca cerrada. Yo no quiero que ese señor me vea la cara.
La cita es en la entrada principal de un parque de diversiones que más bien me parece de torturas. Sudo frío y tengo náusea. Mamá, por su lado, mueve el cuello a diestra y siniestra, fuma y fuma, más y más ajena, más y más espantada. Hasta cuando su mano, mojada de sudor, tritura la mía: Es él, dice, con voz de viento y poniendo cara de calavera. Por mi parte, como si más que gente fuera muñeco, yo no siento nada. Nada, aparte de que por primera vez en mis seis largos años de vida se expande en mi paladar un sabor a huevo duro y cucaracha viva.