El himno más famoso del mundo

Diners 467 – Abril 2021.

Por Fernando Larenas

Rouget de Lisle componiendo la Marseillaise, Auguste Pinelli, óleo sobre lienzo, ca 1875.

Por lo general, una obra literaria o musical es reconocida porque proviene de un autor que la hizo famosa, ejemplos hay muchos, con la excepción de un himno considerado revolucionario e inmortal.

A Beethoven lo recuerdan por la Quinta o la Novena sinfonías; a Mozart por las sinfonías 40 y 41, el “Réquiem” o “Las bodas de Fígaro”; a Bach por su “Tocata y fuga” o los conciertos de Brandemburgo, y a Verdi por “La traviata”, “Rigoletto”, “Nabucco”.

En la literatura quién no conoce que García Márquez escribió Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, entre otras famosas novelas que lo proclamaron como ganador del Nobel de las letras. Y a Dostoievski por Crimen y castigo y al mismo Juan León Mera por ser el autor de la letra de nuestro himno nacional.

No solo es por el número de obras; ciertos compositores como Tomaso Albinoni, un gran músico italiano de óperas, es mucho más recordado por su famoso “Adagio”, que fue catalogado como “el adagio de Albinoni”, pese a que más tarde se conoció que solo dejó escritas algunas notas de esa melodía editada post mortem.

Si preguntáramos en cualquier ámbito medianamente culto por los compositores y escritores citados y sus obras, encontraríamos que la mayoría conoce a los músicos y a los literatos mencionados. Pero si indagáramos quién fue Claude-Joseph Rouget de Lisle (1760-1836), lo más probable es que jamás hubiéramos leído o escuchado ese nombre.

Sin embargo, ese personaje francés nos lleva a descubrir al autor del himno más conocido en el mundo: La Marsellesa, el canto más revolucionario de la humanidad.

Rouget fue capitán del ejército de la Francia revolucionaria, pero años más tarde renegaría de ese proceso y terminaría en la cárcel. “Hombre discreto e insignificante, que nunca se consideró un gran compositor, sus versos jamás se editaron y sus óperas fueron rechazadas”, escribe Stefan Zweig en El genio de una noche.

Tampoco Claude Rouget escribió la música y la letra de La Marsellesa para que fuera el himno oficial de Francia. Lo hizo para alentar a los soldados en 1792, cuando Francia había declarado la guerra al emperador de Austria y rey de Prusia.

“Resulta irónico que el autor de La Marsellesa no fuera un extremista sans-culotte (militantes radicales de la clase baja, gente común que no formaba parte de la burguesía), sino un monárquico constitucionalista moderado al que la posterior radicalización de la Revolución causaría espanto”, señala Tim Blanning en El triunfo de la música.

Escribió el himno durante la noche del 25 de abril de 1792, en no más de tres o cuatro horas, por encargo del alcalde de Estrasburgo, Philippe-Frederic Dietrich, que quería motivar mediante la música a los soldados que irían al frente de batalla. El mismo Rouget se sintió sorprendido por lo que hizo: escribir siete estrofas y un estribillo y, además, musicalizar el contenido.

Considerado como un himno inmortal, Rouget lo concibió a partir de un par de ideas y conceptos que circulaban en la Francia que, tres años antes, en 1789, había declarado el triunfo de la revolución que acabaría con la monarquía, el feudalismo y los privilegios del clero y la nobleza.

Aux armes, citoyens! ¡A las armas ciudadanos!, era lo que sonaba en la mente del músico y así lo escribió en el estribillo, al que agregó: Formez vos bataillons! ¡Formad vuestros batallones! Marchons, marchons! ¡Marchemos, marchemos! Qu’un sang impur abreuve nos sillons! ¡Que la sangre de los impuros riegue nuestros campos!

El estribillo alusivo a la “sangre impura” se repite y el lenguaje de La Marsellesa encajaba perfectamente con un estilo político que combinaba la rectitud absoluta con una paranoia violenta… “sin dudas es el himno nacional más sangriento que se haya escrito nunca”, subraya Blanning.

El nombre La Marsellesa vendría después, porque la composición de Rouget primero fue titulada “Himno de batalla para el Ejército del Rin”. La obra del capitán del ejército se regó rápidamente por todo el país y cuando llegó a Marsella fue adoptada por el ejército marsellés.

Los marselleses, dice la historia, la cantaban a todo pulmón y así llegaron —cantando— a París para unirse al ejército nacional y por eso fue “rebautizada” La Marsellesa, como si fuera un himno de esa región y, por lo tanto, hubo cero reconocimiento para el verdadero autor.

El patriotismo, excesivo o no, porque eran tiempos de interminables guerras, se riega en las siete estrofas. Ya en las primeras líneas la exaltación del capitán y músico invoca a los hijos de la Patria: Allons enfants de la Patrie. ¡Ha llegado el día de gloria! Contra nosotros, de la tiranía, el sangriento estandarte se alza (bis).

Y apenas, en una sola noche, al capitán Rouget de Lisle se le concede el honor de formar parte de los inmortales. En la historia de todos los pueblos —refiere Zweig— difícilmente se habrá repetido que a una canción se le haya puesto música y letra con una rapidez y una perfección semejantes.

De esa única noche, tras el banquete con el alcalde, salió la única canción capaz de llamar a tomar las armas, mientras miles de gargantas, toda una masa, canta su canto de guerra. Cuando los soldados se fatigaban durante el camino hacia el combate, bastaba que uno solo repitiera el estribillo y se recuperaban las fuerzas, dicen los historiadores.

El “Ça ira” (todo irá bien), que se cantó durante el proceso revolucionario y en la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1879, quedó rápidamente olvidado. La revolución reconoció en La Marsellesa su propia voz, encontró al fin su himno que, sin embargo, fue vetado muchas veces antes de convertirse en el himno oficial de Francia.

En 1795, por primera vez, se le declaró como el himno oficial de Francia y de su revolución. Pero —paradojas de la política— el autor fue acusado y encarcelado por contrarrevolucionario; Robespierre estuvo tentado de mandar a Rouget a la guillotina, como sí lo hizo con el alcalde Dietrich y con el general Luckner, que fueron los primeros en oír La Marsellesa.

Para Napoleón fue bueno y beneficioso el himno cuando llegó al poder, pero cuando se declaró emperador consideró que incitaba a las masas y lo proscribió. Cuando regresó de su exilio en Elba y durante los cien días que gobernó, en 1814, Bonaparte lo recuperó, pero volvió a quedar proscrito al año siguiente cuando los Borbones recuperaron el trono.

En 1879, durante la Tercera República, nuevamente se convirtió en himno oficial. Pero, en 1940, durante la ocupación de las tropas alemanas en la Segunda Guerra Mundial, otra vez fue vetado.

Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de músicos, la biografía de Claude-Joseph Rouget de Lisle es muy pobre, como lo fueron los años posteriores a su encarcelamiento; vivió con una mísera pensión del Estado y escribió versos y algo de música, pero sin ninguna trascendencia. O como escribió Zweig, la inmensa gloria, “la mayor que jamás haya conocido una canción”, es solo para esta y ni una sombra de la misma recae sobre su creador.

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