El héroe que temía la calma.

Por Pablo Campana.

Fotografía: Juan Reyes.

Edición 453 – febrero 2020.

Cenepa---1

Desde que en 1942, en Río de Janeiro, se firmó un tratado de límites, Ecuador y Perú mantenían un desacuerdo sobre 78 kilómetros a lo largo de la frontera común. Esa disputa provocó la guerra que ocurrió entre el 26 de enero y el 28 febrero de 1995. Veinticinco años después, recordamos ese episodio crucial con el testimonio de un combatiente.

 

El 8 de enero de 1995 el soldado Cristóbal Espinoza preparó su mochila para vigilar la frontera entre el Ecuador y Perú, y guardó su munición sin pensar que la usaría. En caso de encontrar soldados peruanos, tenía que bajar las armas, intercambiar comida y seguir su camino. Antes de salir, se despidió de su esposa Cecilia Peña. Ambos tenían veintiséis años, estaban recién casados y habían pasado su luna de miel en el destacamento de Patuca, cerca de la ciudad de Macas, en la provincia de Morona Santiago. Le dio un beso prometiendo verla en una semana, luego subió a un helicóptero con el pelotón de dieciséis hombres que lideraba, pensando que iba a un patrullaje de rutina, pero estaba encaminándose a la guerra.

Mientras la nave se adentraba en un valle amazónico, recibió una nota de su comandante Luis Hernández que lo dejó mudo. Leyó dos veces las instrucciones. No lo creía, hasta que observó por la ventana otros dos helicópteros que los escoltaban cargados de misiles. Cuando llegaron al punto llamado Tiwintza, la aeronave se suspendió en el aire y los muchachos saltaron. Las semanas que Espinoza viviría en adelante habrían de acechar su mente por el resto de su vida.

*

Veinticinco años más tarde, en su despacho del Centro de Estudios Históricos del Ejército, ubicado al norte de Quito, Espinoza, ahora director de esa entidad, recuerda la guerra del Cenepa. La misión que tenían él y su pelotón era volverse invisibles, cruzar la frontera e identificar destacamentos enemigos. Ellos eran parte del Agrupamiento Miguel Iturralde, que había sido creado exclusivamente para vigilar el valle del río Cenepa. El segundo día, estando todavía del lado ecuatoriano, tendieron sus hamacas en círculo al caer la tarde, cuando de pronto escucharon un ruido inusual. Cuatro soldados peruanos ingresaban al círculo de hamacas sin darse cuenta de que ellos estaban ahí. Al escuchar el grito de “¡alto!”, los peruanos encontraron diecisiete fusiles apuntándolos. Habían sido encontrados detrás de los destacamentos ecuatorianos, así que no aplicaba la regla de intercambiar comida y saludar. Les cubrieron el rostro con sus propias camisetas, los requisaron y encontraron una hoja con un croquis de los destacamentos ecuatorianos. El teniente Espinoza llamó por radio a un destacamento fronterizo ecuatoriano, que trasladó el mensaje al Ministerio de Defensa, desde donde se llamó al entonces presidente Sixto Durán Ballén.

En Quito el presidente y el alto mando militar conocían que en la frontera había aumentado el número de soldados peruanos. Esa detención confirmó que Perú preparaba un ataque. Sonó la radio en la selva, se ordenó devolver a los detenidos y Espinoza recibió una nueva misión. Debía prepararse para defender la frontera. Su seudónimo sería K-19.

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En ciertas tribus indígenas amazónicas los hijos pueden vengar los ataques que sufrieron sus padres. El paso del tiempo no afecta el derecho de vendetta. Una práctica análoga existe entre militares. El abuelo de Cristóbal Espinoza, Gonzalo Yépez, fue soldado en la derrota contra Perú en 1941. Su tío, Manuel Yépez, peleó la guerra de 1981 contra ese mismo país. Muchos soldados de su generación tenían familiares que eran veteranos de guerra, explica Espinoza. En los años noventa, en los cuarteles, eran frecuentes los cánticos contra los peruanos. Los ecuatorianos tenían sed de combate, pero fue distinto estar en el campo de batalla.

El 26 de enero de 1995 militares peruanos que incursionaron en un sitio llamado Base Norte, territorio ecuatoriano, fueron repelidos. Así inició la guerra. Espinoza no lo supo porque se encontraba en una posición distante, pero esa noche, en medio de la lluvia, llegaron a su puesto de la cueva de los Tayos dos desbaratados mensajeros. Le entregaron una nota de sus superiores: “Ustedes son parte de la historia, este es el momento que más soñaron en su vida”. Era la orden para atacar.

En la madrugada Espinoza, que estudió en un colegio jesuita, reunió a sus soldados en un círculo y sacó la Biblia para leerles el salmo 91: “Mil caerán muertos a tu izquierda y diez mil a tu derecha, pero a ti nada te pasará. Verás a los malvados recibir su merecido”.

Los soldados estaban tomando posiciones cuando un estruendo se apoderó de la selva. El 27 de enero los “rojos” —como llamaban a los peruanos— adelantaron su ofensiva en todo el valle del río Cenepa. Llevaban a sus hombros lanzacohetes capaces de derribar tanques; sus helicópteros lanzaban morteros y los disparos de metralleta no cesaban. El enemigo era feroz. Espinoza vio un primer cuerpo en el suelo, lo volteó y vio que era el soldado Vicente Rosero, que moría con un tiro en el pecho. No pudo cargarlo, pero se llevó su tarjeta de identificación militar.

La luz abría el día, pero la vegetación no dejaba ver dónde estaban los peruanos, solo se sentían los tiros. K-19 no podía correr libremente porque el suelo estaba minado. Calculaba que en su sector había ochenta peruanos luchando contra diecisiete ecuatorianos. Él estaba paralizado. “Me tiré al piso, lloraba, me daba miedo porque estaban disparando”, recuerda. Uno de sus soldados, Manuel Kuja, que estaba a su izquierda, le gritó que iba a morirse si no se levantaba a dirigir al pelotón. Espinoza se levantó, miró el campo de batalla y se dio cuenta de que el tronco de un árbol enorme separaba a un soldado ecuatoriano de dos peruanos. Le indicó con señas, haciendo con la mano un corte diagonal en el cuello, que había dos enemigos detrás. Su compañero lanzó granadas y mató a ambos. Luego se reagruparon en un punto llamado La Piedra para sostener sus posiciones, y así aguantaron.

Espinoza cita al teórico prusiano de la guerra Carl von Clausewitz para explicar cómo el temor se puede transformar en valor en el combate. Eso ocurrió aquel 27 de enero, dice convencido. Pero no siempre es así. Un teniente llegó al siguiente día trayendo minas antipersonales. Preguntó inquieto si estaban en línea de fuego y gritó desesperado al escuchar los morteros peruanos. Su pánico ponía en riesgo a todos los soldados porque podían detectarlos. Un compañero de Cristóbal tuvo que ponerle la pistola en la boca para callarlo.

Croquis de zona de la guerra del Cenepa, que ocurrió en el lado oriental de la cordillera del Cóndor, sobre la cuenca del río Cenepa, en territorios en disputa desde 1994 y que enfrentó a las fuerzas armadas del Perú y el Ecuador durante los meses de enero y febrero de 1995.
Croquis de zona de la guerra del Cenepa, que ocurrió en el lado oriental de la cordillera del Cóndor, sobre la cuenca del río Cenepa, en territorios en disputa desde 1994 y que enfrentó a las fuerzas armadas del Perú y el Ecuador durante los meses de enero y febrero de 1995.

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Es mi segunda visita al Centro de Estudios Históricos. Sentado en un sillón desgastado de su despacho, el coronel Cristóbal Espinoza se frota los ojos y habla despacio, tiene sueño. Al seguir recordando la guerra del Cenepa, Espinoza, que es un aficionado a las películas bélicas, dice que tras los primeros días de la ofensiva peruana el ambiente era el mismo que en Apocalipsis ahora, el filme de Francis Ford Coppola sobre la guerra de Vietnam: la jungla de fondo, los cuerpos mutilados en el piso, las explosiones incesantes, el zumbido de helicópteros, los soldados caminando agachados para esquivar las balas, un estado de desolación y permanente fragilidad que se sintió, específicamente, en un sitio llamado la Y el 30 de enero de 1995.

En ese sector de la provincia de Morona Santiago, se reorganizaron noventa soldados ecuatorianos que tenían un solo médico militar, el doctor Édison Tasambay; que cuenta por teléfono que atendía en una cueva de ocho metros de profundidad. Los soldados heridos por disparos, por esquirlas de mina o los cadáveres esperaban hasta siete días para ser trasladados.

El primer día de febrero en la madrugada, Cristóbal Espinoza inició desde ese punto un patrullaje con su compañero Manuel Kuja. Mientras amanecía, caminaban lentamente porque el enemigo podía estar en cualquier lado, hasta que vieron, entre las ramas, a dos peruanos sirviéndose el que sería su último desayuno. Regresaron a la Y para coordinar un ataque con todo el pelotón. Lanzaron decenas de morteros para que los peruanos corrieran, y luego avanzaron con sus metralletas. Las granadas verdes ecuatorianas se entrecruzaban en el aire con las negras peruanas. Por ahí en el piso encontraron cuatro cuerpos enemigos, y a un chico que agonizaba. Cristóbal miró sus ojos desorbitados, lo abrazó y sintió los huesos expuestos de su columna. Lo bendijo y lo dejó morir. Ya que los ecuatorianos tenían hambre, buscaron arroz en las mochilas de los fallecidos, les quitaron municiones, armas y sus cigarrillos Pecho Rojo. K-19 cambió sus medias mojadas por las secas de un muerto. Era parte de la victoria.

Espinoza dice que un soldado correcto no responde a la pregunta de cuántas personas mató en una guerra. Y en cuanto a la culpa, hay solo un caso que lo acompañará por siempre, pero lo mantiene en reserva.

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La guerra se libró en un espacio de ocho kilómetros cuadrados, que las fuerzas ecuatorianas defendieron formando agrupamientos militares. Según escribe el coronel Luis Hernández en un artículo titulado “Un ejército victorioso”, el 95 % de las 33 bajas ecuatorianas pertenecieron al Agrupamiento Miguel Iturralde, del que era parte Cristóbal Espinoza.

A inicios de febrero de 1995, en una oficina restringida del destacamento de Patuca, estaban colgados mapas con las posiciones de ambos ejércitos. Una tachuela azul representaba la unidad de Espinoza, que estaba rodeada por muchas tachuelas rojas. Había superioridad numérica peruana, pero los ecuatorianos no retiraban esa unidad porque era estratégico mantener ese punto de defensa. El 4 de febrero de ese año pidieron por radio a K-19 las coordenadas de las posiciones enemigas. Ya con la ubicación, para atacarlas usaron un lanzacohetes soviético BM-21 que Cristóbal no conocía. El cielo fue atravesado por cuarenta misiles de vuelo rasante. Hectáreas enteras de bosque ocupadas por soldados peruanos fueron arrasadas. Enseguida, los ecuatorianos comenzaron a sentir calor, les costaba respirar y se asustaron. Espinoza sintió que el efecto expansivo de la explosión les afectaba, y tomó la radio:

—Diles a esos hijueperras —refiriéndose a los soldados que mandaron los misiles— que disparen más adelante, está llegando algo, hace calor. ¿Qué es?

Nadie le contestó por la radio. Más tarde pudo volver a respirar con normalidad, pero se silenciaron las aves, los insectos y el ruido de la selva. Espinoza recuerda que esa calma le estremeció.

Soldados ecuatorianos, en el alto Cenepa, 1995.
Soldados ecuatorianos, en el alto Cenepa, 1995.

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El 12 de febrero de 1995 setenta soldados mortecinos, entre los que estaba Cristóbal Espinoza, salieron a pie de la zona de combate y tardaron todo el día para avanzar 1500 metros de montaña hasta un helipuerto. Cargaban tres cadáveres envueltos en ponchos de agua, que emanaban un hedor que se les impregnaba en la espalda. Al siguiente día, Cristóbal llegó a Patuca, donde le extrañó la calma: ya no escuchaba disparos. Entregó un fusil peruano al general Paco Moncayo, comandante del Ejército, como trofeo de guerra. Fue a su habitación, tomó un baño y se desahogó llorando bajo la ducha.

Ese día viajó en avión hasta Quito. Fue a casa de su madre, en el barrio San Carlos, donde se encontraría con su esposa Cecilia Peña, que había ido a vivir allí tras el inicio de la guerra. Peña dirá que la alegría de abrazarlo ese día se mezcló con la extrañeza de verlo tan abatido y delgado: pesaba apenas 39 kilos.

Cristóbal durmió con ella pero sin tocarla. En medio de la noche, despertó por el ruido de sirenas que provenían del aeropuerto, que entonces quedaba cerca de la casa de su madre. Asustado, vio ramas de árboles por la ventana, una imagen que le transportó a la selva. Sintió que estaba en peligro y, al percibir un cuerpo a su lado, lo tomó de la cabeza. Creyó estar atacando al enemigo, pero era Cecilia. El llanto asustado de su esposa le hizo darse cuenta de que estaba en Quito. “Me sentí el hombre más mierda del mundo”, dice Cristóbal al recordar cómo sentía que su cuerpo seguía en combate.

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En agosto de 1995 el ambiente era distendido en un destacamento militar en Guayaquil. La guerra de 33 días había terminado. Los soldados salían libres los días viernes a una ciudad que asociaban con mujeres, fiesta y fútbol. Cristóbal Espinoza, que en mayo había recibido la Cruz de Guerra por acciones heroicas en combate, fue transferido a esa atmósfera tropical y esperaba que le dieran una vivienda para llevar a Cecilia, pero ese trámite demoraba y por eso un día, recordándose a sí mismo que era un héroe de guerra, fue donde el coronel responsable del destacamento militar para exigirle que le entregara una villa. Enfurecido, entró al despacho del coronel y a punto estuvo de agredirlo, pero antes de hacerlo sus ojos se desorbitaron, cayó al piso y comenzó a agitarse. Fue una convulsión de ira, dijeron los médicos, resultado de los traumas de la guerra.

Cristóbal Espinoza durante un enfrentamiento en el Cenepa.
Cristóbal Espinoza durante un enfrentamiento en el Cenepa.

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Durante el combate, Cristóbal Espinoza escribió un diario que no muestra a nadie, pero cuya existencia da cuenta de su voluntad para mantener la memoria de lo ocurrido. En 1996 se convirtió en instructor de la Escuela Militar, en Quito, donde habló por primera vez del Cenepa. Ha hecho entrevistas a los estrategas militares de la guerra, estudió una maestría en Historia en la Universidad Andina Simón Bolívar, y en 2018 publicó un libro llamado Apuntes de un conflicto, Cenepa 1995. Además, desde su cargo, ha impulsado el archivo de todos los partes o reportes que hicieron los soldados. Con tono patriótico dice que se esfuerza para que las nuevas generaciones recuerden que el ejército ecuatoriano defendió con éxito los destacamentos en el valle del Cenepa, incluido el célebre punto de Tiwintza. Ese triunfo permitió negociar en mejores términos un acuerdo de paz definitivo con Perú en 1998. Le pregunto si se dedicó tanto a estudiar el conflicto para sanarse de sus dolores. Su rostro hace un gesto de incomprensión. “Lo hago por mis compañeros muertos que me permitieron vivir”, responde.

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