Por Francisco Febres Cordero.
Ilustración: Mario Salvador.
Edición 439 – diciembre 2018.
Es hincha furibundo de un equipo que tomó el nombre de Quito y que, como Quito, tuvo sus momentos de esplendor hasta que ahora no hace sino esperar su turno para entrar al infierno. A ese equipo siguió con pasión apasionada en unos domingos en que, desde el graderío, sus gritos desmesurados, insultantes a la par que ingeniosos, provocaban la reacción de los fanáticos del equipo contrario que buscaban sellarle la boca a puñetazos. Era tal la desmesura que demostraba en el transcurso del partido, que a su apellido se antepuso el sobrenombre con que fue signado “El Loco”.
Esa misma pasión, esa desmesura, esa locura lo condujeron, hace ya muchos años, a llevar a su familia a vivir en las altísimas alturas de un páramo vecino al Corazón, donde se ha dedicado a proteger un buen pedazo de selva fría e inhóspita a la que convirtió en un vergel poblado de orquídeas, helechos, bromelias, saucos, arrayanes y un larguísimo etcétera de especies nativas, cada una de las cuales le debe la vida, cuando en la vecindad la montaña ha sido depredada sin compasión, hasta el extremo de que muchos de los ojos de agua en que nacían acequias y ríos se han secado.
Necio, testarudo, se ha negado a abandonar esa tierra que no produce sino una belleza escalofriante, enternecedora, que permite también la existencia de una fauna variadísima, y en la que él no ha dejado que entren tractores ni se planten postes de luz eléctrica: remueve las tierras de cultivo con la ayuda de bueyes y las noches, en el interior de una coquetona casa de piedra y madera, se alumbran con el tenue y cimbreante resplandor de las velas. En el bajío, unas cuantas vacas deambulan perezosas a la espera de que unas manos hábiles las ordeñen: son las manos prodigiosas de la esposa, que convierten esa leche en quesos y en un manjar tan blanco como el amor y tan dulce como la solidaridad.
Apartado de todo, recorre su selva con los pasos ágiles de un setentón fornido, de piel curtida por un sol inclemente y un viento helado, en un clima que cambia de manera inopinada y hace que el horizonte se cubra de una bruma espesa antes de que se precipiten de las nubes unas gotas delgadísimas que pinchan como alfileres, presagio de un aguacero feroz acompañado de sobrecogedores rayos y centellas. A él nada lo inmuta: sabe que el agua es sustancial para la existencia de sus plantas, a la que él añade el alimento de la tierra y el amor con que les acaricia, con que les habla, con que las protege.
Liberado de sus antiguos extravíos y con toda su locura puesta al servicio de la investigación y de la ciencia, en una vieja radio de pilas escucha los domingos los partidos de fútbol, mientras ruega para que se produzca el milagro de que su equipo llegue a marcar siquiera un gol, ese que lo aleje de las puertas del infierno: entonces Osvaldo Haro, sin los gritos estentóreos de otras épocas, en los confines más remotos de su mundo absurdo, incomprensible, poblado por miles de especies de aromas indescifrables, espera la llegada de ese gol que jamás llega, lo único que le falta para encontrar el descanso tras la ímproba labor de haber creado en Bombolí su paraíso.