El futuro dura para siempre

Por Salvador Izquierdo

ILUSTRACIÓN: DIEGO CORRALES.

Imaginad a un grupo de escritores ecuatorianos como si fueran estrellas de reguetón. Estas personas, que generalmente caminan apesadumbradas, sin mayor vitalidad (porque para eso escriben), de repente son un espectáculo de movimiento rítmico y seguridad en sí mismas. Estas personas, que se esfuerzan en ser autocríticas y modestas la mayor parte del tiempo; que se retractan de lo que dicen mientras-están-en-el-proceso-de-decirlo, de repente se ven a kilómetros de distancia de los demás, rapeando cosas como: “soy el mejor”, “solo voy pa’ lante”, “nadie me llega a los talones, ni siquiera Dante”.

También está el tema de la ropa. Acostumbradas, muchas de estas personas, a usar buzos cuello de tortuga, faldas ceñidas hasta la rodilla, botines elegantes, colores oscuros, sobrios… en esta escena se las ve más sueltas, looks deportivos, gafas excéntricas, cadenas de oro colgando de sus cuellos, sombreros, anillos con diamantes. Una de las escritoras usa shorts cacheteros y se sienta en el capó de un Lamborghini mientras cuenta billetes y rapea acerca de lo brillante que fue su último libro. Y la verdad que fue brillante.

Lo habitual era que se dudara de ellos, que lo que tejían no sirviera de mucho e importara a muy pocos, pero ahora parecen no preocuparse por nada más que el hecho de que lo están pasando bien.

Lo están pasando bien. Están en la cima, forrados, se mueven como quieren, su piel está bronceada, beben (con mesura) copas de algún licor fino, fuman cigarros (marca nacional Perro Negro); hasta da la impresión de que entre ellos se llevan bien. Claro que hay competencia (cada uno dice que es el o la mejor escritora) pero esta competencia está regulada por algo más profundo que a la vez es muy básico: como si reconocieran que todos vienen de la misma isla. No hay rencillas. Ni grupos. Están luchando por las mismas cosas, después de todo: supervivencia, creatividad, libertad, reconocimiento, territorio.

Hay algunos que son mejores que otros, pero, buenos o malos, todos son indispensables para este extraño ecosistema del video musical sinsentido. Los que antes se creían la crema y nata de la literatura nacional (pero no se atrevían a admitirlo) ahora tienen que adaptarse al nuevo flow donde todos se reconocen, a la vez y con desparpajo, como la crema y nata. Solo los que se agarraban de un cargo público tras otro, o los que aplicaban con devoción a fondos públicos, son desechables. Los que trabajaban en universidades se pueden quedar, pero siempre y cuando tengan contratos precarios a tiempo parcial. Nada de profesores titulares, nada de PhD (candidatos o ya graduados), nada de directores o decanos. Tampoco hay agentes ni editores ni mecenas en estas escenas; o quizás están al fondo, el crew anónimo que celebra la suerte de estar asociado a las estrellas.

A un lado quedan las posturas wannabe radicales en redes sociales. Ya no interesa comunicar una coherencia ideológica de la que no se goza. Ya no interesa hacer críticas demoledoras de la escena cultural local, scratchear a gente, declarar adhesión a un líder político. Usan las redes para mostrar un par de zapatos deportivos que se compraron hace poco, para posar con un paisaje latinoamericano de fondo, para reírse. Claro que se pronuncian de vez en cuando, en su literatura y aparte, sobre varios temas, pero sin odio hacia los que no abrazan las mismas causas. Y su voz resuena, tiene impacto.

El poderío económico, materializado en posesiones de lujo y en fajos de billetes de alta denominación, es solamente utilería. Las creaciones de estos escritores son, en sí mismas, la riqueza de la que rapean.

Imaginad esta realidad alternativa o este futuro. Pocas veces se presenta la posibilidad de preguntarse, apuntando con las manos: ¿cómo queremos ser de aquí en cien años?

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