Foto: El Comercio.
Edición 452 – enero 2020.

Las condiciones latinoamericanas son propicias para que pronto se repitan los tumultos de finales de 2019.
Las turbas estaban feroces, enardecidas, lanzadas a destruir lo que encontraran a su paso. La suya era una violencia dura, de puños apretados, añejada en un rencor obscuro y callado que nadie sabía que estuviera tan enraizado. Y, en pocos días, esas turbas inflamadas devastaron lo que pudieron y, sobre todo, sembraron el temor y el desconcierto en millones de personas para quienes esa explosión de furia era inesperada e incomprensible. También era sorprendente para los gobiernos (de Ecuador, Chile, Bolivia y, algo menos, Colombia), que no supieron ni qué hacer ni cómo reaccionar. El estupor los paralizó. El miedo los abrumó.
En los días y semanas siguientes, políticos, sociólogos, sicólogos, historiadores y periodistas se dedicaron a tratar de entender —y explicar— qué había sucedido. Hubo todo tipo de diagnósticos, desde los más frívolos y triviales, que intentaron resumir toda la complejidad del fenómeno en algún concepto sonoro y políticamente meloso (“injusticia”, “desigualdad”, “neoliberalismo”), hasta los más reflexivos y profundos, que por lo general se enredaron en un torrente de disquisiciones aún pendientes de comprobación. Lo único cierto es que América Latina —o, al menos, gran parte de ella— está sumida en un ambiente de convulsión cuyas manifestaciones podrían reaparecer el momento menos pensado.
No parece acertado, por lo demás, atribuir a esta región la exclusividad de la convulsión actual. La turbulencia tiene alcance global. Es evidente —y hay estudios prolijos al respecto— que el desasosiego se ha convertido en una característica del mundo en este inicio del siglo XXI, que se refleja de muy distintas maneras. ¿O no es, acaso, una expresión de descontento ese auge tan avasallador del populismo, incluso en países con economías avanzadas (Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia…)? ¿Y el resurgimiento tan agresivo del nacionalismo y de la xenofobia no es, también, una manifestación del abatimiento de ciertas sociedades?
Y es que, al terminar el siglo anterior y comenzar el actual, este planeta se llenó de expectativas luminosas: había concluido la Guerra Fría y no se vislumbraban amenazas para la paz global, las ideologías más radicales y peligrosas (el fascismo y el comunismo) habían colapsado, la libertad y la democracia se expandían por los cinco continentes, la economía de mercado multiplicaba las oportunidades de progreso, la tecnología abría horizontes ilimitados para la prosperidad de la humanidad y, para completar un cuadro de optimismo y esperanza, la difusión —en especial entre los jóvenes— de una vigorosa conciencia ambiental anticipaba un futuro de mayor responsabilidad y compromiso con la conservación de la naturaleza y la vida. Pero, de pronto, todo se estropeó…
Perdedores de la globalización
Todo se estropeó, en efecto, porque esas expectativas luminosas se estrellaron contra una realidad de recursos limitados y de procesos lentos. Y si bien el progreso de la humanidad en las últimas siete décadas fue notable, como nunca antes había ocurrido en los ciento treinta siglos de historia conocida de la especie humana, legiones de personas esperaban del siglo XXI resultados mayores y en plazos menores. Y el mundo se desbordó de perdedores de la globalización. Y ese drama ocurrió cuando, por el avance de la ciencia, la humanidad cambiaba de era.
La era anterior, la industrial, empezó a finales del siglo XVIII, tras el invento de la máquina de vapor, patentada por James Watt en 1769. La Revolución Industrial implicó no sólo el final de la economía basada en el agro (y, por lo tanto, dependiente de los ciclos incontrolables de lluvias y sequías), sino también el surgimiento de una nueva e impetuosa clase social, el proletariado urbano, que a su vez fue el origen de formas distintas de expresión y representación política: los partidos, los gremios, las asociaciones y los sindicatos, que si bien habían aparecido de manera embrionaria en el paso de la Edad Media al Renacimiento, se afianzaron, consolidaron y diversificaron al empezar la era industrial.
Durante los dos siglos siguientes, a medida que se propagaban por el mundo las democracias liberales, partidos, gremios, asociaciones y sindicatos agruparon a la gente para promover sus intereses, difundir sus ideas, apoyar sus aspiraciones e influir en el funcionamiento de otros instrumentos democráticos, como la opinión pública, los medios de comunicación y, claro, los procesos electorales. Los regímenes socialistas, que irrumpieron, se expandieron y se hundieron en las décadas centrales del siglo XX, controlaron con puño de hierro todas esas agrupaciones y las desnaturalizaron, para que el gobierno y el partido tuvieran el monopolio de la ideología y, por extensión, del poder.
Pero con la llegada de la era posindustrial, cuya característica primordial es la transición de una economía industrial a una de servicios, el proletariado urbano (y aún más el campesinado rural) está siendo desbordado por la clase media. En concreto, la clase media ya es dominante en todas las economías capitalistas avanzadas y se expande con ímpetu en las potencias emergentes (India y China, sobre todo) y también en países con economías abiertas en Europa Oriental, Asia e incluso África y América Latina. En esta nueva era, basada en las tecnologías de punta, partidos, gremios, asociaciones y sindicatos, que dominaron la expresión y la representación política en la era industrial, ¿tienen aún sentido, validez y legitimidad?
Crisis de representación
Cuando, allá por los siglos XVI y XVII, el derecho divino de los reyes como fuente de legitimidad del poder empezó a ser cuestionado en forma sistemática y masiva, el mundo se dio a la tarea de encontrar una nueva forma de organización política. La democracia, el sistema en el que en vez de súbditos hay ciudadanos, había sido creada dos milenios antes en Grecia, pero su aplicación estuvo limitada a pequeñas ciudades, las ‘polis’, donde una reunión en el ágora bastaba para que los ciudadanos adoptaran, de manera directa, las decisiones fundamentales. Pero ese sistema era impracticable en las sociedades modernas, conformadas por millones de habitantes.
La organización social y política de Grecia
Las polis eran ciudades Estado, autónomas e independientes, que incluían, con extensión variable, un núcleo urbano y tierras de cultivo. Aunque nosotros hablamos de Atenas o Esparta, los griegos solían referirse a sus polis no con el nombre de la ciudad sino con la expresión polis de los atenienses o polis de los lacedemonios, indicando con ello que la ciudad la formaban sus ciudadanos y no era un ente abstracto consistente sólo en un espacio físico. La organización política y social difería de una polis a otra y su constitución o forma de gobierno pudo evolucionar a lo largo de los siglos. Los principales sistemas de gobierno fueron la oligarquía, la tiranía y la democracia.
Fue necesario esperar a que, en los siglos XVII y XVIII, una serie de pensadores (Locke, Rousseau, Montesquieu, los federalistas Madison, Hamilton, Jay…) “inventaran” la democracia representativa para que la era de los reyes absolutos fuera superada. Sin embargo, todavía no han sido ideadas formas de representación política adaptadas a la era posindustrial, en capacidad de substituir a partidos, gremios, asociaciones y sindicatos, que hoy ya son percibidas como instituciones anacrónicas, reliquias de un pasado que está quedando atrás con una rapidez de vértigo.
Con el telón de fondo de la crisis global de las formas de expresión y representación política, en América Latina los múltiples y severos desajustes que afectan a sus sociedades han sido potenciados por el cúmulo enorme de expectativas que disparó la globalización y que siguen sin cumplirse. Esta es una región con identidades nacionales débiles, instituciones frágiles, pobreza, ignorancia, violencia, inequidad, corrupción, populismo, caudillismo, radicalismo político, demagogia, malos gobiernos, burocracias obesas, élites torpes… ¿Cómo pueden progresar países tan repletos de deficiencias, ineficiencias e insuficiencias? ¿Cómo puede no haber estallidos periódicos en sociedades maltratadas, confundidas, engañadas y sin rumbo?
Volver a ser pobres
En los sucesos desgarradores de finales de 2019 hubo detonantes muy distintos: lo sucedido en el Ecuador, por ejemplo, poco tuvo que ver con lo ocurrido casi al mismo tiempo en Bolivia o en Chile. Pero por detrás está, en toda la región, un fenómeno singular: los países latinoamericanos tuvieron unos años de esplendor por los precios altos de sus materias primas de exportación (petróleo, gas, cobre, estaño, cereales, carne, soya…), pero cuando los precios se desplomaron, alrededor de 2014, afectados sobre todo por la contracción de la demanda china, millones de personas que en los años anteriores habían ascendido a la clase media se sintieron vulnerables y, con razón, temieron volver a ser pobres.
Ese ascenso social fue rápido y masivo en los años dorados de las materias primas: la clase media latinoamericana pasó de 26,7 por ciento de la población en 2002 a 36,6 en 2009 y a 41,4 en 2014. Y como la clase media es, en todas partes, sinónimo de estabilidad, América Latina vivió una época de cierta tranquilidad y sosiego. Pero al caer las materias primas en una región en que tan sólo 46,1 por ciento de los habitantes están afiliados a algún sistema de seguridad social (cifra que se reduce a 18,9 por ciento en el quintil más bajo de la población), las clases medias se volvieron conscientes de su vulnerabilidad: su regreso al proletariado era una posibilidad, incluso una probabilidad, a muy corto plazo.
Peor aún, 79,2 por ciento de los latinoamericanos cree que, en general, los gobiernos favorecen a los poderosos y, además, que el éxito personal no depende del talento ni del esfuerzo, sino del origen social. Es entendible, entonces, que en una década, entre 2008 y 2018, la confianza en las instituciones políticas se hubiera derrumbado: 13 por ciento en los partidos políticos, 21 por ciento en los congresos y 22 por ciento en los gobiernos, con lo que el apoyo al sistema democrático descendió a 48 por ciento. Lo más significativo de estas cifras es que no ha crecido el apoyo a las dictaduras, sino que el escepticismo en la democracia se ha convertido en números cada vez mayores de indiferentes: 35 por ciento no creen en nada y, por consiguiente, todo les da igual.
Otro elemento común de las hogueras callejeras de octubre y noviembre fue su espontaneidad: estallaron y se difundieron sin organizaciones ni estructuras específicas, incluso sin líderes visibles. Hubo, según parece, algunas infiltraciones (fanáticos correístas en el Ecuador, agitadores castristas y chavistas en todos los tumultos), pero en general las protestas fueron de raíz popular y nacidas en la profundidad de las sociedades. Las redes sociales, con su instantaneidad y también con su propensión a la perfidia y las noticias falsas, aportaron a la amplitud y la persistencia de los actos de violencia. Pero hay algo más: quienes se lanzaron a las calles sabían que, en muchos de estos países, la manera más eficaz —tal vez la única— de ser atendidos es mediante el desorden y el caos. El fuego da visibilidad.
Sociedades inmóviles
Otra característica perversa de las últimas décadas latinoamericanas es la lentitud extrema de la movilidad social hacia arriba, que contrasta con la celeridad fulminante de la movilidad social abajo: para ascender se requiere una vida, para descender puede bastar un año. Por eso, al contrario de lo que suele decirse, las turbulencias callejeras recientes no fueron un patrimonio del Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. Empezaron en Venezuela y Nicaragua, siguieron en julio en Puerto Rico y se propagaron después hacia Argentina, Perú, Honduras y Haití. En cada uno de esos lugares es notorio lo maltrecho de la relación entre las sociedades y sus gobiernos, al extremo de que ya es posible hablar de un fenómeno regional de pérdida de legitimidad de la política.
La desigualdad de América Latina, con un abismo entre una minoría opulenta y grandes sectores bordeando la miseria (mientras las capas medias crecen con dificultad y están siempre al borde del barranco), es mencionada con frecuencia como el detonante mayor de las protestas. Pero, más que la desigualdad, el drama principal de cualquier sociedad es la pobreza. En 2018 el conjunto de la región creció 1,0 por ciento, esto es por debajo del aumento de la población, y en 2019 el crecimiento será de sólo 0,2 por ciento. Una cifra raquítica que causará que la pobreza se incremente de 30,1 a 30,9 por ciento y que la pobreza extrema (es decir la miseria) suba de 10,7 a 11,5 por ciento. Y eso significa 72,4 millones de personas en pobreza extrema, sobre una población total de 630 millones. Abrumador.
No es descartable, por lo tanto, que el fuego siga propagándose en 2020, en especial ante la inevitabilidad de nuevos ajustes económicos en varios países de la región, donde las cuentas fiscales están muy desequilibradas. El Ecuador es uno de esos países, donde la herencia económica del gobierno anterior fue nefasta y sigue impidiendo una recuperación a no muy largo plazo. Otro de esos países es Argentina, donde el nuevo gobierno tendrá que adoptar medidas complicadas para tratar de impedir otra catástrofe económica como la de 2001. Y otro de esos países es Venezuela, donde toda posibilidad de convalecencia es nula mientras persista el modelo sostenido a la fuerza por un gobierno que carece de legitimidad, responsabilidad y credibilidad.

Sistemas de protección
“Igualar para crecer y crecer para igualar” ha recomendado siempre la Comisión Económica para América Latina, la hoy bastante venida a menos y desacreditada Cepal. Pero, ante la constatación del enojo de las turbas que en octubre y noviembre pasados se lanzaron a las calles de varias ciudades de la región, donde causaron desolación y miedo, parece evidente que el esfuerzo de los años venideros no podrá ser tan sólo para el crecimiento económico, porque la superación de la pobreza requiere también de la implantación —como lo hicieron en su momento la mayoría de los países de Europa Occidental— de Estados de bienestar que provean de protección social adecuada y servicios básicos suficientes a los estratos más vulnerables.
No será fácil, por supuesto. Los latinoamericanos son países con alta volatilidad económica por su dependencia exagerada de sus exportaciones de productos primarios, cuyos precios suelen oscilar con brusquedad y de forma intempestiva. Son, además, países con una productividad baja, niveles de ahorro muy reducidos y una desmedida informalidad laboral. Por añadidura, las políticas de racionalidad económica han sido desacreditadas sin tregua por la izquierda política y las cúpulas sindicales, a la vez que las dirigencias empresariales se aferran a privilegios injustos y están convencidas de que la prosperidad de un país está atada a su propia prosperidad.
Desde luego, el entorno internacional también está influyendo en la incertidumbre política y la inestabilidad económica que caracterizan a la actualidad de América Latina y que están en la base de los estallidos rabiosos de violencia. China, con su política de colonización financiera del Tercer Mundo, y Rusia, que tiene a sus agentes trabajando día y noche para demoler en todo el mundo los valores democráticos, son factores de inquietud y desasosiego. Estados Unidos, con las actitudes erráticas y rudas de su gobierno actual, hizo que las políticas basadas en la democracia, los derechos humanos y la economía abierta se quedaran sin soporte. Para desdicha del mundo contemporáneo, Xi Jinping, Vladímir Putin y Donald Trump son gobernantes muy desconfiables.
Para colmo, los dos mayores países de la región, Brasil y México, están gobernados por líderes sospechosos de desvaríos extremistas. Argentina, a su vez, volvió a desbarrancarse hacia el peronismo, un error incomprensible en el que mucho tuvo que ver la desatinada gestión de Mauricio Macri. Y, a pesar de sus fracasos y su corrupción, el socialismo del siglo 21 no termina de irse de América Latina. Y es tangible el ambiente de intranquilidad que reina en Colombia y Perú. Y Chile no llega a apaciguarse. Y, por acción u omisión, los militares volvieron a inmiscuirse en la política del Ecuador y Bolivia. Y, no obstante sus dictaduras, Venezuela y Nicaragua siguen agitados e indóciles. Es evidente, así, que el cielo está ensombrecido por nubes densas y obscuras, que anuncian más tormentas. Las turbas feroces, enardecidas, que en octubre y noviembre se lanzaron a destruir todo lo que encontraron a su paso, se aprestan a volver a las calles. Y pronto. Todavía no se sabe ni cuándo ni dónde. Pero volverán. Y es que, en esta parte del mundo, el democrático, civilizado, plural y tolerante Uruguay es la formidable excepción.