El festival

Por Salvador Izquierdo.
Ilustración: Diego Corrales.
Edición 463-Diciembre 2020.

Los correístas me querían cuando no eran correístas todavía. Chuta, hasta se querían entre ellos antes de todo esto. Puedo mencionar casos puntuales, pero no sin antes admitir lo oportunista de mi introducción a esta columna. Es patético que aquí en el Ecuador (en ningún otro lado importa mucho) decir “correa”, “correísmo”, “correato” le vuelva picante a cualquier conversación. Es como lo que pasa en las noticias internacionales todos los días: Trump, Trump, Trump. Se cae en eso de dar más poder al poder, como dice Molotov; o, como advierte Spinetta en una de sus canciones, más suave: hay que impedir que juegues para el enemigo.

En realidad iba a hablar de algo más edificante, un festival de cine documental que año tras año trae a las salas (y ahora pantallas) del Ecuador una selección de películas que te suben y te bajan, que te alimentan y te desnutren, que empiezan con búsquedas y terminan con dolor o en todo caso sin respuestas, que es la mejor manera de andar por la vida, pienso yo. Hablo de los Encuentros del Otro Cine (EDOC), que en septiembre festejaron su edición número diecinueve, de manera virtual, obvio.

En el festival vi una película sobre un colombiano que reconstruía a su familia en medio del plebiscito por la paz. Escuché la historia de un fisiculturista uruguayo, una década después de sus momentos de gloria, administrando un pequeño gym de pueblo. Vi al gran Andrés Di Tella, escritor de textos magnéticos sobre la memoria. Vi a tres ciegos que organizaban un paseo al campo, luego al mar y luego a un concierto de rock. Escuché una meditación sobre ciertas empresas privadas y sus aportes a la dictadura en Argentina. Vi rostros de líderes estudiantiles del Brasil de hoy. Algo sobre una zona de Finlandia donde los soviéticos sepultaban a disidentes. Algo que tomaba lugar en carreteras y mercados de Bolivia. Algo sobre un hombre que compraba una muñeca artificial y la llevaba a cenar. Vi a un padre comer con su hijo en Córdoba. Vi pianos. Si hay una cosa que me entusiasma de este tipo de festivales es que una película empieza a conversar con otra, desconocida, un fragmento sacado de un lado se corresponde con otro, más distante.

Tampoco estaba del todo desligado de lo que empecé diciendo porque en 2002 o 2003 un joven profesor de la USFQ, buena gente, me pidió que escribiera sobre el documental War Photographer que contaba la historia del afamado James Nachtwey. Si no me equivoco, me dieron una copia de la peli (quizás en VHS) para poderla ver en mi casa y luego escribir la pequeña reseña que se publicaría (creo) en el primer o segundo periódico de los EDOC. Fue emocionante porque nunca había publicado nada y porque nunca había sido parte de algo así. Agradecí la confianza. Hice mi trabajo.

Salto temporal. Les acorto la historia: nunca más me han pedido que escriba para los EDOC. Ese profesor buena gente luego fue ministro, luego agregado cultural en París y luego rector de una universidad pública de Artes. Nos enemistamos porque a mí no me gustaba que mi oficina se convirtiera de repente en comedor del director del Senescyt, o porque no estaba de acuerdo con lo que se derrochaba en viajes extravagantes y en maquinaria para eventos (ahora no hay para los sueldos, pero no se conecta lo uno con lo otro); nada funcionaba (si no estabas en la carrera de Cine), y había reunión para todo, así las cosas estuvieran decididas de antemano. Yo también fui un malcriado y un rebelde, debo admitirlo. El rector me encaró una tarde diciendo “hablando se entiende la gente”. Es fácil decir eso cuando estás en la parte alta de las escaleras, mirando hacia abajo. Con el poder no se puede hablar. Solo robarle algo y perseverar en plantas bajas, subsuelos, en bibliotecas, en salas de cine improvisadas, en festivales que transcurren durante la pandemia.

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