Por Gerardo Fernández Fe
Desde la ventana de mi habitación en el hotel Pushkin (calle Husova, n.º 14), puedo presenciar el desfile de los turistas que recorren en masa las calles adoquinadas de la vieja Praga y sus efectos colaterales: museos, cementerio, barrio judío, el obligado paso por sobre el puente Carlos que adereza el río Moldava.
Vengo de París, cargo conmigo las memorias del fotógrafo checo Jan Saudek, publicadas con el título Célibataire, marié, divorcé, veuf (Parangon, 2002), lo sigo como el detective que sigue su pesquisa. El libro está lejos de las disquisiciones sobre fotografía que buscan los profesores de arte, se ha llenado con vivencias de su infancia antes y después de la guerra, de su padre judío sobreviviente del campo de concentración en Theresienstadt, ahora Terazín, 60 km al norte de Praga, de su juventud durante los años más grises, de cuando estudiaba en la Escuela de Fotografía Industrial de Praga y de cuando se desempeñaba como obrero de una fábrica, un obrero que alternaba su tiempo laboral con la afición por la fotografía. Colgada al cuello su primera cámara Kodak Baby Brownie, de la que en otro lugar el artista afirmara: “Lo único que se puede hacer con esta cámara es cargar la película, apretar el botón y hacer la foto, y eso es exactamente lo que he hecho…”.
De entonces data la aparición de una ventana y un cielo lejano en muchas de sus fotos, además de ese afán por husmear en la vida ajena que marcará como con hierro candente el recorrido de uno de los fotógrafos contemporáneos más comprometidos —aunque quizás no lo parezca a primera vista— con la introspección, con el lado nebuloso del vecino, con aquellas “pasiones verdaderas de las que no tenía ninguna idea: el crujido del fuego, las articulaciones trituradas por el abrazo de los amantes”. Nos referimos a un retratista de lo que habitualmente solemos esconder, de “lo que no se habla”, de la violencia cotidiana (The holy matrimony,1987), del pavor por la vejez (My mother, 1979), de los miedos y las culpas ante las que sucumbimos a diario, del misterio de la natalidad (The love, 1973), de nuestros sueños más sórdidos (Goodbye, Jan, 1994), de nuestras pulsiones más inflamables…
Las reacciones a la obra de Jan Saudek (Praga, 13 de mayo de 1935) han sido siempre límites: se la adora o se la rechaza de plano. Tanto en su producción fotográfica como en este libro que ahora leo de café en café, el artista no puede obviar la opacidad de la posguerra en su ciudad “implacable, llena de escupitajos, de hollín, de chimeneas humeantes”, el alcohol (An alcoholic, 2003), las prostitutas… y más tarde la policía “pisándome los talones”… Pero de lo que más se trata aquí, como atestiguan casi sesenta años de fotografías, es de un amor por el cuerpo femenino (Johanna, 1975) y de una búsqueda obsesiva por entre los entresijos de las relaciones de pareja.
Este es un narrador de sí mismo, egotista y contumaz, que mediante fotos coloreadas de escenas íntimas —aunque otras veces de una simpleza que se trastoca en pose inocente—, lo que más hace es tratar de entender la época que le tocó (“¿Acaso no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?”, como se preguntó en algún momento su amigo y compatriota Milán Kundera) y congelar la taxonomía gozosa de sus mujeres.
Como Richard Avedon y su ojo para aquellos retratos de rostros tras los que se descubre la gravedad de la existencia, o como Robert Mapplethorpe y su soberana explosión de la belleza masculina, Jan Saudek es de esos fotógrafos mayoritariamente de estudio (recámara trastocada en nicho lúgubre, como su propio cuarto subterráneo de la calle Konĕvova, “vertiginoso, ilusorio, impregnado del humo de miles de cigarros, del aguardiente derramado sobre la mesa”), Saudek domina el arte del montaje (Art Nouveau, 1988), la puesta en escena, el detalle como sutil complemento (una pared mohosa, una muñeca de trapo que cuelga), contando una historia que sigue fluyendo hacia un final incierto.
Jan Saudek encuadra de cerca su épica amatoria (“¿acaso hubo amor en mi larga y monótona vida?”, se pregunta), habla del absurdo, de lo onírico espantoso, de la madurez perturbadora de los cuerpos femeninos (grasas, celulitis, venillas violáceas, senos como péndulos…) y del entorno sórdido, aplastante, de una vida civil anulada por la rigidez del Estado total.
Si bien en su obra de los últimos 30 años él es su propio personaje principal, de sus escenas se desprende también, aunque de modo tangencial, el bramido de una fábrica donde supuestamente se construye el futuro, la constancia de su condición de obrero estampada en forma de sello en su carné de identidad, el rechazo a sus fotos por parte de los corifeos de la cultura, la imposibilidad de salir del país sin un permiso oficial (tenía casi 50 años cuando el Gobierno comunista decidió comenzar a reconocer su obra y le permitió abandonar su puesto de obrero fabril), pero sobre todas las cosas se trata de un canto al placer más que complejo de la mirada.
Camino por estas calles y, más allá de los museos, busco y encuentro en cualquier esquina una huella dejada por el fantasma aún vivo de Jan Saudek: sus cuerpos femeninos ante una pared desconchada, esas escenas donde aparecen los puñales y revólveres de una Praga violenta; fotos tomadas en un sótano húmedo sobre el que transitan, de día, al sol, los habitantes de esta ciudad de calles sinuosas, en la que suelen extraviarse los turistas domeñados