El edadismo, las formas de discriminar a los mayores

Por Gabriela Paz y Miño.

Fotografías: Edu León.

Edición 464 – enero 2021.

Los prejuicios hacia los adultos mayores son una actitud aprendida y naturalizada, y son el origen del maltrato. El edadismo se expresa desde los gritos en los hogares, hasta la falta de políticas que garanticen el bienestar de esta población. La pandemia agudizó esta realidad.

Hablarle a una persona mayor des-pa-ci-to, como si fuera un niño. Gritarle porque se equivoca o porque se asume que no es­cucha bien. Infantilizarlo con actitudes con­descendientes (que no es lo mismo que em­páticas) o con vocecitas empalagosas: “Abra la boquita. Tómese su juguito, papacito”.

Pensar, sin conocerlo, que está enfer­mo, que es improductivo, que tiene Alzhe­imer o mal carácter, que no entiende de tecnología. Quitarle el poder de decisión sobre aspectos financieros, de salud, de su vida cotidiana.

Creer que no puede desempeñarse en un trabajo solo por su edad. Asumir que no siente deseo o que no ejerce su sexuali­dad. Burlarse, si la ejerce. Llamarlo abuelo o abuela, sin saber si tiene nietos. Conver­tirlo en “abuelo esclavo”. Ignorarlo en algún trámite, si va acompañado por alguien más joven.

Hay muchas formas de discriminar a los adultos mayores. Tantas que ya tienen un nombre: edadismo.

La Academia de la Lengua no incluye la palabra en su real diccionario. Pero se trata de actitudes muy normalizadas y extendi­das. La lucha contra ellas no tiene, ni de le­jos, la misma resonancia que las campañas para prevenir la violencia machista, el racis­mo o el discrimen a las minorías sexuales. Eso, aunque cada vez hay más “geroactivis­tas” en el mundo.

Muchos, pero invisibles

El edadismo se expresa en lo micro y en lo macro: desde los gritos a una persona mayor —o la otra cara: el silencio— hasta la falta de políticas para garantizar el bienestar de esta población que, en el Ecuador, agluti­na a más de 1 300 000 personas.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera el maltrato a los mayo­res un problema de salud pública. Según el organismo, una de cada seis personas mayores de sesenta años sufre abusos, en entornos comunitarios. Ocurre sobre todo en residencias o centros de atención de larga duración. Solo uno de cada vein­ticuatro casos se denuncia.

El trato denigrante también se produ­ce en el marco de una relación familiar de confianza, de cuidado, de convivencia o de dependencia.

Kléver Paredes, creador y coordina­dor general del Colectivo Palabra Mayor, lleva quince años trabajando por el bien­estar de los adultos mayores. Empezó en solitario. Ahora tiene 53 años y representa al Ecuador ante la Asociación Latinoame­ricana de Gerontología Comunitaria.

El periodista y activista es pionero en la lucha contra el edadismo en el Ecuador. “No existe justificación para denigrar físi­ca o psicológicamente a una persona, por ser mayor”, dice, tajante.

El discrimen a los adultos mayores se refleja también en cómo los tratan (o los ignoran) los Estados. El Ecuador, nueva­mente, es un ejemplo lastimoso. En el país 69,21 % de esta población no está afiliada al seguro social.

“Solo hay dos hospitales especializa­dos en gerontología: uno en Quito y otro en Riobamba. La Sociedad de Geriatría no tiene ni cien miembros. A los Estados tampoco les interesa el envejecimiento poblacional. Los programas son asisten­cialistas y paternalistas”, dice Paredes.

Lo paradójico es que este segmento, en pocos años, será la franja más gruesa de las pirámides poblacionales. La población mundial de mayores de sesenta años se du­plicará, de novecientos millones en 2015 a unos dos mil millones en 2050. “Si antes en la base estaban los niños y adolescentes, ahora la figura se está invirtiendo. En Euro­pa ese cambió tomó cien años y en buenas condiciones económicas. En América Latina está pasando en los últimos treinta años, en condiciones totalmente distintas”.

Según Paredes, en el año 2050, por primera vez, la población de sesenta años en adelante será mayor que la de cero a ca­torce años. “Es ahora cuando los gobiernos deben invertir en políticas públicas”.

Enmudecer en un sillón

La ambateña Catalina Garcés, traba­jadora social, consultora, exdirectora del programa del adulto mayor del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y del programa 60 y piquito del Municipio de Quito, ha dedicado su carrera al trabajo de erradicación de las violencias contra los más vulnerables: niños, mujeres, ancianos…

Ella, que ha visto el monstruo desde dentro, tiene un diagnóstico. “La atención del Estado se centra en los adultos mayo­res en situación de pobreza (14,6 % del to­tal) y de pobreza extrema (4,3 %)”.

¿Qué pasa con el resto? “Muchos se quedan en sus casas todo el día, enmudecen sentados, mirando por la ventana o la tele­visión; viendo cómo la familia entra y sale”.

Paredes ilustra estas situaciones con una broma: “Para ir de vacaciones todo el mun­do opina, pero al abuelo o a la abuela no le preguntan y le van cargando a la playa”.

Menos graciosas son situaciones como las que describe Garcés: “Hijos que quieren disponer en vida de un inmueble del pa­dre o la madre que está vivo, sin tomar en cuenta su opinión. Eso se llama violencia patrimonial”.

Palabras que dañan

El madrileño Francisco Olavarría, ge­roactivista, describe su labor más como “una militancia que como un trabajo”.

Nacido en 1980, tiene las “antenas” sin­tonizadas con precisión para detectar cuán­do, aun de las maneras más sutiles, se discri­mina a los mayores. Así, encuentra estereo­tipos incluso en frases que parecen amables: “personas de cierta edad” o “edad dorada”. Ni “abuelitos sabios”. Ni viudas tristes de por vida. Ni suegras molestas por definición. Ningún estereotipo vale.

“Tenemos la responsabilidad de no apoyar una imagen gris de las personas mayores, pero tampoco la de la vejez idea­lizada”, dice Olavarría, quien forma parte del equipo de la revista digital QMayor.

El activista denuncia el edadismo como una de las discriminaciones más naturaliza­das, “consentidas y aplaudidas”. Lo paradó­jico, dice, es que, si vivimos suficiente —lo cual es una conquista—, la vamos a sufrir todos. “De esta prejuiciosa forma de enten­der la vida no se escapa nadie”.

¿Por qué es tan “normal” este discri­men? Javiera Sanhueza Chamorro, soció­loga chilena, especialista en gerontología e inclusión digital participativa de personas mayores, ensaya una respuesta. “Así como otras formas de discriminación (sexismo, racismo…), el edadismo se ha perpetuado a través de las generaciones”. Se enseña a dis­criminar a las personas mayores. “Los niños normalizan esa subvaloración y maltrato”.

“Es muy típico ver cincuentañeros e incluso cuarentañeros que niegan la edad y el paso de los años. Son intentos deses­perados por ocultar las señales que pue­dan motivar el inicio de un trato edadista de parte de los demás”, explica la experta chilena, en entrevista virtual.

La covid-19 lo empeoró todo

El 50 % de las muertes por coronavi­rus en Europa se produjeron en geriátricos. Los datos, nuevamente, son de la OMS. En España, el Ministerio de Sanidad cifra en 27 359 personas fallecidas en estos centros, entre el 6 de abril y el 20 de junio. Eso es el 69 % de muertes por covid, en ese lapso.

Un informe de Médicos Sin Fronteras, en ese mismo país, niega la creencia ge­neralizada de que esas muertes eran ine-vitables. En cambio, apunta como causa a la desatención, debido a problemas en el modelo de gestión de las residencias. ¿El resultado? “El abandono de las personas más vulnerables a la covid-19”.

Olavarría lo califica como la “cultura del descarte”. “Esa es la verdadera pande­mia”, dice.

En el Ecuador no hay datos tan precisos. “No se informa por grupos de edades sobre las muertes por covid”, explica Paredes. Pero los casos de asilos con numerosos contagios y muertes corren de boca en boca.

La “cultura del descarte” funcionó —¿funciona?— como un filtro feroz. “Ante un panorama de hospitales públicos aba­rrotados, se restringió el ingreso a Cuidados Intensivos a mayores de cincuenta años”, ase­gura el activista. En otros países se aplicó el triaje, aunque en edades más avanzadas.

Pero la pandemia no solo mata, tam­bién empeora la calidad de vida de muchas personas mayores. Muchos adultos mayores con enfermedades crónicas vieron poster­gada su atención médica. “Las citas se can­celaron o las personas, por miedo al conta­gio, dejaron de acudir a los controles. Hay cuadros de estrés o de pánico, a los que han contribuido los medios de comunicación y las autoridades, que repiten que este es un virus que mata solo a los viejos”, denuncia Paredes.

La mayor brecha la abrió el hecho de que la covid-19 convirtió casi todas las relaciones sociales en encuentros virtua­les. Y, aunque muchos adultos mayores se subieron a la ola de la tecnología, otros quedaron en la orilla.

Para Javiera Sanhueza, “también es edadismo” ofrecer soluciones ciento por ciento digitales, pero no hacer el esfuerzo de involucrar a las personas mayores. Esto es invisibilizarlos. Otra vez.

“Muchos pasaron a depender de ter­ceras personas para realizar acciones de su vida cotidiana, perdiendo, en parte, su capacidad de ejercer su derecho a la auto­nomía. Someter a las personas mayores a depender de alguien más joven, también es edadismo”.

“A los setenta, me plantearía una revolución”

Montserrat Cervera, jubilada, naci­da en Badalona (Barcelona) hace setenta años, no tiene tiempo para escuchar lo que opinen otros sobre la forma en que se debe envejecer.

Esta exempresaria textil siempre ha sido una pionera. En cada lugar en el que ha vivido ha dejado su huella de determi­nación, eficacia e inteligencia.

Quizás su larga estancia alejada de su familia nuclear, por causa de una fie­bre tifoidea, la hizo de esa madera resis­tente. “Cuando tenía seis años, el médico recomendó a mis padres que me llevaran a vivir a un sitio con ‘otros aires’. Fui una temporada a casa de unos tíos, en Bagnè­res-de-Bigorre (Francia). Cuando regresé recaí, así que finalmente terminé cursan­do toda la escuela básica en Francia”.

“A los diecisiete me emanciparon, es decir, me declararon mayor de edad. En esa época se hacía a los veintiún años”. Lo hicieron para que pudiera encargarse de trámites administrativos y legales de la fá­brica de su madre. Era 1967. Al cumplir los dieciocho, Montserrat tenía carné de conducir, manejaba sus tiempos con li­bertad, jugaba básquet, billar y futbolín, y viajaba por Europa con su madre, dueña de una fábrica de sombreros.

Su casa actual es una muestra de esa ac­tividad frenética: herencia materna. En las ventanas, sobre las mesas y entre las manos de su madre, María Lluisa, de 94 años, están las obras de ganchillo que ella teje cada día. Ma­ría Lluisa es experta en contestar las preguntas de los concursos de televisión y cocinar mara­villosamente (y de forma abundante).

¿Quién le dice a una mujer educada como Montserrat que por cumplir setenta años debe quedarse quieta? Nadie. Esta ma­dre de tres hijas, que ha superado el cáncer en dos ocasiones, está tan activa como siempre.

En su pueblo preside una organización que trabaja para adultos mayores. En la agenda de actividades organizadas por ella y una Junta, hay viajes, eventos sociales, clases de zumba, inglés, pilates, tonificación, ejerci­cios terapéuticos, yoga y más.

En estos días muchas personas mayo­res llaman a su teléfono, contándole que están solas; que no pueden ir al médico, a la peluquería o al podólogo. Ella consigue citas o visitas a domicilio.

Esta abuela de cuatro nietos termina parte de su jornada a las 20:00. Entonces se sienta frente a su computador y trabaja en la actualización de las redes, la lectura de noticias, las agendas de reuniones, etc. Hasta las 12:00. “Yo no he dejado de hacer nada”, dice. “Lo único que me plantearía a los setenta años es una revolución”.

“No podría sentarme a ver TV”

Si le preguntas de qué edad se siente, ella responde: “De dieciocho”. Después se corrige y bromea: “Bueno, para ser un poco más madura, de veinte”.

Magda Bes tiene 78 años. A los 66, esta barcelonesa aceptó con entusiasmo el cargo de Jutge de Pau (jueza de Paz), en su localidad. Como tenía formación en el área industrial, debió estudiar todo lo re­ferido a su nuevo reto. Así, se hizo experta en mediación y llegó a celebrar 250 bodas y 180 inscripciones de nacimiento, duran­te los doce años en que ejerció ese cargo.

A sus 76 años, aceptó la candidatura a la alcaldía del pequeño pueblo catalán en el que vive, por un partido republicano y de izquierdas. Era la postulante de mayor edad, por supuesto, aunque eso es solo una anécdota para una mujer que consi­dera que la edad es un simple dato.

Con esa filosofía, está muy lejos de encar­nar la imagen de una dulce abuela (que tam­bién es) y de sentarse en un sofá a esperar el paso de la vida. “Yo veo esa bonita butaca de ahí —dice señalando un cómodo sillón, en su casa luminosa— y no puedo imaginarme quieta, con todo lo que tengo que hacer”.

Magda enfrentó un cáncer de mama, problemas de obesidad y actualmente la disminución de su capacidad visual. “Tengo una aplicación que me lee las cosas y a la que le dicto mis ideas”, explica.

Conduce su propio vehículo. De joven rodaba sobre una Derbi, en medio de un grupo de moteros. Ahora, la ha reempla­zado por una scooter eléctrica, en la que recorre las distancias cortas.

Viuda de un inventor de maquinaria espe­cial, Magda, una líder sindicalista en su juven­tud e impulsora de proyectos para emprende­dores, no se detuvo tampoco por ese golpe.

“Me dan cargos y cargos”, bromea. Todos son de carácter altruista. Actualmente es miem­bro ejecutivo y portavoz del Consell Comarcal de la Gent Gran (gente mayor) de Catalunya. Magda tiene una larga lista de responsabilida­des, varias ejecutivas, en su hoja de vida.

“He llegado aquí con todos mis dien­tes y con muchas ganas de seguir traba­jando. ¿Por qué voy a parar?”

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