El día en que Chaplin estuvo en Quito

Por Gustavo Salazar Calle.

Ilustración: María José Mesías.

Silvia, una maestra de primaria, luego de cumplir una prolongada estancia de va­rios años en Pacto, una bonita población al norte de Pichincha, fue trasladada a un co­legio en el centro de Quito; la tarea que le asignaron las autoridades fue hacerse cargo de cuarenta niños.

Esta joven profesional, con sólida voca­ción y con una trayectoria de diez años en la enseñanza, asumió el reto con sus pequeños, siempre inquieta, vivaz, versátil, capaz de bromear, bailar, inventar cuentos y hacer lo que fuera necesario para que los pequeños aprendan.

Pensó que no era justo que la mayoría de aquellos niños no hubieran visto ni si­quiera un retrato en póster de Charlot, así que, inquieta como es —su madre siempre la ha llamado “la alegría de la casa”—, se le ocurrió exponer al rector de la institu­ción educativa, el doctor Ramiro Lema, que le concediera un par de horas dentro del horario académico para presentarles a los niños al mayor de los comediantes, Charles Chaplin. El riesgo era bárbaro, y recibió advertencias de sus sesudos cole­gas: “Es una película vieja”; “con esas pe­lículas hasta los adultos se aburren”; “ha sido en blanco y negro”; “imagínate: una película muda, qué locura”; “el tiempo de concentración de los niños es limitado”; “la película dura más de una hora”; “qué pena, la magíster fracasará”… Todo esto y más escuchó nuestra parvularia, mas, a pesar de los nervios, no se amedrentó; sin embargo, el rector, un hombre de larga trayectoria en la enseñanza, aunque sor­prendido por la propuesta, la respaldó.

La maestra no había hecho nunca antes algo así; a lo más recordaba lejanamen­te que cuando niña, acompañada de sus otros hermanos menores en el ambiente familiar, fueron conociendo semana a se­mana las películas de Chaplin gracias a la videoteca del Banco Central del Ecuador, de donde las obtenía su hermano mayor en calidad de préstamo en formato Beta­max. No se descuidó de hacer copias de media docena de ellas que formaron parte desde entonces de la pequeña colección de películas familiares; el comediante bri­tánico, así, se convirtió en un personaje cotidiano que convivía con las produccio­nes que pasaban día a día en la televisión nacional, pues estamos hablando de aque­llos viejos tiempos en que las televisoras aún se atrevían a presentar algunas pro­ducciones de calidad; no como ahora, que no son más que basureros de imágenes a tiempo completo. Cuando adolescente su única prueba en exponer a Chaplin la hizo al iniciar en el cine a sus sobrinos, que continuaron la tradición de la familia, y no podría decirse que aquello hubiese sido un reto, a lo mucho los niños espec­tadores no pasaban de cinco…

Ahora resultaba que los asistentes serían nueve veces ese número y por añadidura todos tenían apenas cinco años. Para com­plicar más el desafío, el rector depositó más confianza en su nueva adquisición como pedagoga y decidió que los otros tres parale­los se añadiesen a la aventura cinematográ­fica; se entenderá que a las otras maestras les incomodó la orden de la autoridad y la aceptaron tan solo porque se les impuso, oponiendo todo tipo de argumentos para evitar este “atentado” a la “educación seria y convencional” de los pequeños.

El gran día llegó. Esa mañana a las nue­ve llevaron a los casi 160 niños con sus res­pectivas mentoras, quienes se constituían de buena gana en tétricos heraldos de lo peor (que habría sido tan solo que se sus­pendiera la exposición de la película), se instalaron en el auditorio de la institución educativa y empezaron las imágenes en la pantalla… y su magia brotó.

Todos los adultos en el salón estaban a la expectativa de ver el resultado, la mitad optimista y la otra mitad con la secreta con­vicción de que “ellas ya habían anunciado” el fracaso absoluto.

¿Y qué pasó? Que los niños, todos, ellos, quedaron atrapados por “la fábrica de sue­ños”; claro, es bien comprensible que algu­no charlara, que algún otro comentara y que se oyeran voces de “silencio”, “cállate” o “¡shhh!”, o que uno de los pequeños se ins­talase en la parte extrema del auditorio y, mientras veía la película, bailase de un lado a otro y disfrutase a su manera del filme.

Fue una fría mañana quiteña de mayo de 2015, pero todo el ambiente rebosaba alegría. Terminada la exposición de El chico (1921), hubo algarabía en todos, y los pequeños charlaban acerca de pasajes, escenas y gestos de Charlot y de Jackie Coogan que han hecho las delicias de cientos de millones de perso­nas durante casi cien años; resaltemos que se trataba de niños pequeños que habían visto por vez primera al comediante en un drama que no dejó indemne a ninguno de ellos. Por otro lado, las otras maestras se vieron obliga­das a dejar a toda prisa el rol de derrotistas Casandras para llenarse ahora de júbilo… y autoconvencerse de que “también ellas” ha­bían contribuido a que se diera la gran expo­sición: cualquiera podía ver que “de no haber sido por su intervención” aquellos niños no habrían disfrutado de aquella obra maestra.

Para concluir la jornada —era la hora del recreo—, los niños salieron al patio y se les dio un refrigerio.

Dentro de su empeño didáctico, Silvia propuso a las maestras que al retorno a las aulas de cada paralelo pidieran a sus alum­nos que en una hoja dibujasen cualquier cosa que se les ocurriera relacionada con la película que habían visto: 160 trabajos que fueron entregados a tres jurados para que decidieran cuatro primeros premios, uno por paralelo, al dibujo más sugerente, va­lioso o divertido, más cuatro finalistas. Días después, el 13 de mayo, se realizó la premia­ción ante toda la institución, como a Silvia le encanta, con show incluido y cantante in­vitado, y se le entregó la presea a cada niño.

Para otorgarle “carácter pedagógico” ti­tuló el proyecto “El cine como arte y su inci­dencia en el aprendizaje holístico-infantil”; y el concurso “Me divierto y aprendo con mi amigo Charles Chaplin”.

El rector no asistió a la exhibición de la película, pero llegó a su conocimiento el rotundo éxito con los niños, así que dispuso que todos los maestros de la insti­tución se asegurasen de que ningún niño o adolescente se quedase sin ver la pelí­cula de Chaplin, con lo que esta obtuvo alrededor de cuatro mil espectadores; es obligado hacer notar que para ello los re­cursos necesarios eran mínimos: un aula, un retroproyector, una computadora y una flash memory con la película, más la sólida voluntad de Silvia.

¡Fabulosa experiencia! Se supo que, a la hora del recreo, aparte de hablar acerca de las cosas cotidianas entre los niños, como juegos, videojuegos o fútbol, también hubo lugar para las discrepancias de criterio acer­ca de pasajes de la película de Chaplin.

Poco después Silvia fue nombrada vi­cerrectora de la institución, lo que llevaba aparejado impartir clases de historia a mu­chachos de quince o dieciséis años; entusias­ta como es, para motivar la comprensión de detalles de la Primera Guerra Mundial les exhibió Armas al hombro, para exponer as­pectos de la Segunda Guerra Mundial hizo que vieran la película El gran dictador, y al hablarles de la sociedad industrial les puso Tiempos modernos; o trató con ellos el tema de la miseria obrera a partir del filme Vida de perros, o la lucha por la vida a través de La quimera del oro, actividades que ha ido puliendo durante años en sus clases de ba­chillerato internacional.

Que la educación en nuestro país es deficiente, y debería mejorar, cierto es; pero propuestas como la que registro de­muestran que con escasos recursos pero mucha imaginación, con vocación y entu­siasmo, se puede hacer la diferencia.

Raúl Andrade escribió hace décadas un valioso ensayo sobre el genial cómico, pero el 6 de mayo de 2015 Chaplin estuvo presente en un colegio de la capital de la República del Ecuador y yo lo vi. Maestra Silvia Taipe Calle, ¡gracias!; necesitamos más docentes como usted.

Dirigida por Chaplin, The Kid (El chico) es una comedia dramática muda que se grabó en 1921.
Con el nacimiento de Charles Chaplin en abril de 1889 en la capital inglesa, lo hacía al mismo tiempo Charlot, el entrañable vagabundo de modales refinados que, vestido con pantalones bombachos, grandes zapatos, un bastón y un bombín, guardaba en su interior un corazón lleno de humanidad.
Con 20 años, Charles Chaplin cruzó el Atlántico para probar fortuna en Estados Unidos, enrolándose en la troupe de los estudios Keystone. Fue entonces, en el rodaje de la película Aventuras extraordinarias de Mabel, estrenada en 1914, cuando, de forma improvisada y apresurada, surgió el personaje de Charlot. Este se presentó al mundo del cine ataviado con la ropa que lo haría famoso y lo convertiría en una estrella. A partir de entonces, Charlot participó en docenas de películas que permitieron a Charles Chaplin, de una forma sutil e inteligente, hacer una crítica de la desigualdad social imperante en su tiempo. Esta crítica culminaría en 1936 con Tiempos modernos, película en la que Chaplin deleitaría al espectador con la última aparición de Charlot en pantalla.
Fuente: historia.nationalgeographic.com.es

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