Por Jorge Ortiz.
Edición 432 – mayo 2018.
Todo sucedió ese año vertiginoso, desde el cuestionamiento masivo del capitalismo hasta el principio del fin del socialismo.
“We want the world and we want it now”, cantaba Jim Morrison en aquellos tiempos intensos, de agitación, ilusión y sueños. “Queremos el mundo y lo queremos ahora”.
Su grupo musical, The Doors, era una de las voces emblemáticas de una juventud inconformista y rebelde, que consideraba vetusta, anquilosada y reaccionaria a la sociedad capitalista, con su prosperidad económica y sus valores tradicionales.
Los pensadores marxistas, empezando por Herbert Marcuse y Theodor Adorno, eran los forjadores intelectuales de un movimiento de protesta cada día más resuelto y masivo, que se difundía raudo e imparable por las mayores ciudades occidentales.
Y sus símbolos eran el ‘Che’ Guevara y Rosa Luxemburgo.
Había empezado 1968 (sí, hace medio siglo) y, en el fervor y la alegría de las protestas constantes, los movimientos callejeros —organizados unos, espontáneos otros— anunciaron que exigían “todo e inmediatamente”. “El poder con fusiles o sin fusiles”, según la advertencia rotunda que unas semanas más tarde, en mayo, en París, lanzó Daniel Cohn-Bendit, ‘Dany el Rojo’, el líder del levantamiento estudiantil que hizo temblar desde sus cimientos a la orgullosa Quinta República Francesa (recuadro). Pero lo más impactante en ese comienzo de año fue la proximidad, que ya empezaba a vislumbrarse, de la primera derrota del para entonces jamás vencido ejército de los Estados Unidos.
Fue así que el mismísimo 1° de enero, en Saigón, la capital de Vietnam del Sur, la embajada americana fue atacada por guerrilleros del Vietcong, quienes en los meses siguientes efectuaron una ofensiva masiva y cruenta, la del Têt, que terminó de hundir la Guerra de Vietnam ante la opinión pública estadounidense, lo que fue el primer paso para la derrota de su ejército. Así, 1968 anticipó, desde su primer día, que sería un año memorable, de larga recordación. Pero, al final, fue mucho más que eso: fue un año de cambio de época y transformaciones profundas, que en el mundo entero se lo vivió día por día con asombro, pasión y emoción, viendo pasar la historia ante los ojos de los 3.500 millones de seres humanos que por entonces habitaban este planeta.
DEL INCONFORMISMO A LA AGITACIÓN
El final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, había dejado al mundo dividido en dos mitades antagónicas e irreconciliables. En el un lado, el occidental, estaban las democracias liberales, con los Estados Unidos como eje y emblema, y en el otro lado, el oriental, estaba el bloque socialista, con la Unión Soviética al frente. Era evidente que, tarde o temprano, esa rivalidad sin tregua estallaría en un conflicto de alta intensidad en que estaría en riesgo la permanencia de la vida en la Tierra. La especie humana vivía al borde del abismo. Si algo podía impedir la Tercera Guerra Mundial era el “equilibrio del terror”: la conciencia de que nadie sobreviviría a un holocausto nuclear.
La Guerra Fría y su peligro incesante de devastación final hicieron que, en el fondo de la mente humana, la vida fuera percibida como algo efímero y frágil, que podía terminar en cualquier momento. El existencialismo se convirtió en una fuerza vigorosa (“la vida es una chispa entre dos nadas”, según la críptica descripción de Jean-Paul Sartre), al mismo tiempo que se expandían la urgencia y el hedonismo, con las drogas como recurso inmediato. Eran los años del amor libre y la revolución sexual, en que, con la familia tradicional en entredicho, fueron ensayadas formas alternativas de convivencia, como las comunas. Toda la estructura de las sociedades occidentales, incluidos sus valores morales, sufrieron estremecimientos duraderos.
Es así que, al llegar 1968, en los más diversos lugares del mundo (de Praga a la Ciudad de México, de Hanói a París y de costa a costa en los Estados Unidos) se estaban gestando unas agitaciones sociales prolongadas, que pocas semanas más tarde irrumpieron con una fuerza arrolladora. Por aquellos días ya era notorio que una contracultura radical, antisistema, había sobrepasado a las élites y había llegado a las masas de los países avanzados, donde la protesta inicial contra la Guerra de Vietnam había derivado en la expansión vertiginosa del movimiento ‘hippie’, con su cuestionamiento integral del sistema de valores predominante, incluidas la sexualidad, la función social de las mujeres, las formas de la autoridad y hasta la legitimidad de la ley.
Ahí estaban el movimiento antinuclear y el delos derechos civiles, los grupos feministas y de homosexuales, los partidarios de la legalización de las drogas, el cine independiente americano, la Nouvelle Vague francesa (Chabrol, Truffaut, Godard…), el neorrealismo italiano (Fellini, Bertolucci, Pasolini…), la película 2001: Odisea del Espacio, la obra musical Hair, el rock sicodélico, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jefferson Airplane, Bob Dylan, Pink Floyd y, por supuesto, los Beatles y los Rolling Stones, además de Angela Davis, Jane Fonda, Hugh Hefner, Timothy Leary, Yoko Ono, Muhammad Ali…
EN LA OTRA MITAD
En el mundo socialista, mientras tanto, todo era placidez y sosiego: sus fuerzas militares, con armas atómicas desde 1949, ya eran las mayores del planeta, sus gobiernos, tutelados desde Moscú, estaban sólidos como rocas, y sus pueblos permanecían en un silencio que demostraba su conformidad completa con su forma de vida y con el sistema de partido único, Estado todopoderoso e ideología oficial. Las protestas callejeras en el mundo capitalista, sus democracias dependientes del consenso, sus gobiernos surgidos de elecciones frecuentes, su prensa alborotadora y sus movimientos contraculturales repletos de pacifismo y drogas eran vistos como una prueba irrefutable de la decadencia irremediable del Occidente y de la inminencia de su colapso final. Las profecías de Marx esperaban a la vuelta de la esquina.
Sólo había un elemento perturbador. Y es que el 5 de enero, el líder soviético, Leonid Brezhnev, ordenó que el jefe del gobierno de Checoslovaquia, Antonin Novotný, un comunista cuadriculado y obediente, pero torpe e impopular, fuera reemplazado por una camada de políticos jóvenes (Alexander Dubcek, Ludwig Svovoda, Ota Sik, Frantisek Kriegel…), en busca de un “ímpetu socialista renovado”. Pero el tiro le salió por la culata: los nuevos gobernantes, con Dubcek a la cabeza, empezaron a hacer reformas hacia un “socialismo con rostro humano”, un proceso que muy pronto sería conocido, a los dos lados del Muro de Berlín, como la “Primavera de Praga”.
Por entonces, en el mundo crecía la primera generación “globalizada”, fruto de las comunicaciones instantáneas, en que el habitante de cada país sabía lo que ocurría al otro lado del planeta y, además, entendía que tarde o temprano todo eso terminaría afectándole, para bien o para mal. Y, claro, los sucesos en Checoslovaquia generaron un torrente enorme de ilusiones: tal vez sí sería posible una tercera vía, distinta del capitalismo —eficiente pero despiadado— y del socialismo —igualitario pero opresivo y empobrecedor—. En Moscú el sentimiento era otro: la ortodoxia socialista se le estaba yendo de las manos y, para colmo, había el peligro de que en los otros países de la órbita cundiera el mal ejemplo checo.
El 20 de agosto, la Primavera de Praga fue enfriada a cañonazos: medio millón de soldados del Pacto de Varsovia, la estructura militar del bloque socialista, apoyados por 2.340 tanques y 700 aviones, entraron en Checoslovaquia, coparon las calles, dispersaron las multitudes, llenaron las cárceles y apresaron a Dubcek y a los demás integrantes “liberales” del gobierno, los metieron en un avión, los llevaron a Moscú y los substituyeron por gente dócil y entregada. La revuelta quedó sofocada, como había sucedido en Hungría en 1956.
Pero 1968 era un año distinto y, claro, la reacción ya no fue de aceptación mansa y callada, sino de reflexión prolija: detrás de las proclamas liberadoras e igualitarias del socialismo, ¿no se esconderá, tal vez, un sistema autoritario en lo político, ineficiente en lo económico y opresivo en lo social, que sólo se sostiene a fuerza de propaganda y represión…? Unos años más tarde, en 1989, los pueblos de Europa Oriental y Asia Central, de Alemania a Mongolia y de Estonia a Turkmenistán, Rusia incluida, respondieron a esa pregunta con elocuencia.
LA AGONÍA AMERICANA
Pero en 1968 era el Occidente, con su sistema y sus valores, el que estaba arrinconado. La Guerra de Vietnam, en la que los Estados Unidos llegaron a inmolar unos sesenta mil soldados, había perdido respaldo en la opinión pública, que la veía como un conflicto sangriento, duradero (había empezado en 1955) y sin sentido: ¿qué hacen nuestros jóvenes tan lejos de su hogar? El 16 de marzo, con los combates y los bombardeos en plena escalada, soldados americanos llegaron a un poblado selvático y, al no encontrar guerrilleros del Vietcong, acusaron a los aldeanos de encubrirlos y desataron una carnicería enloquecida de mujeres, ancianos y niños. Unas quinientas personas fueron masacradas. La Matanza de My Lai se convirtió en el punto de quiebre: desde ese día las protestas contra la guerra fueron multitudinarias y enardecidas.
La prensa fue fundamental en ese quiebre. Y es que los partes de guerra oficiales, siempre con noticias alentadoras, se habían vuelto sospechosos: si todo iba tan bien, ¿por qué la guerra se prolongaba y tantos jóvenes morían? Los grandes diarios y las cadenas de televisión empezaron, ese año, a enviar corresponsales a las áreas de combate. Sus reportes fueron devastadores, pues revelaron que entre los soldados reinaba la desmoralización y que en los campamentos se multiplicaban la adicción a las drogas, el alcoholismo, la homosexualidad y el mercado negro. A partir de entonces, gracias al periodismo independiente, la opinión pública se nutrió de información verificada y veraz, lo que redobló la presión para que fuera negociado el final de la guerra, aunque el cese del fuego recién fue acordado en enero de 1973.
EL ORIGEN: El inicio de la ola transformadora se produjo en Estados Unidos, donde los estudiantes salieron a las calles para protestar contra la Guerra de Vietnam y a favor de los derechos de la población negra. De ahí las protestas saltaron a Europa: en París, los estudiantes arrancaban los adoquines y coreaban “¡La imaginación al poder!”. Una huelga general paralizó Francia. Y también en Alemania una movilización a favor de mejores condiciones de estudio acabó en revuelta contra el sistema de valores dominante.
Fuente:www.losandes.com.ar
Pero en 1968 los Estados Unidos no tuvieron reposo. Fue así que el ambiente de turbulencia por la guerra se agitó aún más por dos crímenes que estremecieron a la sociedad americana y la llevaron a un esfuerzo de introspección sobre las causas de sus índices aterradores de violencia interna: Martin Luther King, el líder de la comunidad afroamericana, fue asesinado el 4 de abril en Memphis, y Robert Kennedy, precandidato demócrata a la presidencia, murió el 6 de junio, un día después de haber sido atacado a tiros en Los Ángeles. Fueron dos atentados desconcertantes que, sin embargo, sirvieron para que el movimiento de los derechos civiles recibiera un impulso formidable, que en los años siguientes se tradujo en una serie de reformas y avances.
Ese ambiente turbulento y agitado no fue, sin embargo, exclusivo de los Estados Unidos. “En 1968 el planeta se inflamó”, contaba ‘Dany el Rojo’ muchos años después. “Parecía surgir una consigna universal y tanto en París como en Berlín, en Roma como en Turín, la calle y los adoquines se convirtieron en símbolos de una juventud rebelde”. En efecto, grupos de extrema izquierda, unos manejados desde Moscú, otros inspirados por Mao y todos dispuestos a llegar al poder por las armas habían surgido en varios de los países capitalistas más prósperos de Europa, e incluso en el Japón. Todos, con alguna excepción, se dispersaron en la menos acelerada década siguiente. “Quedó el idealismo, pero los tiempos cambiaron”, según la conclusión de Cohn-Bendit.
TODO SUCEDIÓ ESE AÑO
México fue uno de los países en que los adoquines fueron el símbolo de la juventud rebelde. Allí, 1968 había empezado de una manera extraña e inusual: el 9 de enero nevó en la capital, presagiando un año especial, diferente. Y fue diferente porque en octubre se efectuaron los Juegos Olímpicos (en los que, dicho sea al paso, Bob Beamon hizo un salto de longitud increíble, de 8,90 metros, 55 centímetros por sobre la marca mundial previa). Pero, sobre todo, fue un año diferente, y trágico, porque el 2 de octubre una manifestación universitaria derivó en enfrentamientos en los que habrían muerto 68 estudiantes y un policía (la cifra es del escritor Jorge Castañeda, cuya versión, en medio de una enorme disparidad de números, parece la más objetiva). Fue la ‘Matanza de Tlatelolco’, que pudo haber sido uno de los detonantes de la lucha armada —y, como contrapartida, de las dictaduras militares— que en la década siguiente llegó a varios países de América Latina.
Aún hubo más en ese asombroso 1968. Sí, en plena Nochebuena, los astronautas de la nave Apolo 8, que fue la primera misión tripulada que salió de la órbita terrestre, tomaron desde el espacio unas fotos de la Tierra que, cuando fueron difundidas, causaron un impacto muy hondo por la comprobación de la magnitud del deterioro ambiental: el planeta está siendo destruido. Una de esas fotos fue seleccionada por la revista Life como la primera entre las cien “que cambiaron el mundo”. Y cambió el mundo, en efecto, pues esas imágenes detonaron una conciencia ambiental poderosa, antes inexistente, que derivó, como expresión inaugural, en la proclamación del Día de la Tierra, el primero de los cuales fue celebrado un año más tarde. Desde entonces, el ecologismo es un movimiento planetario, cada día más influyente.
En definitiva, todo sucedió en 1968. Todo, desde el cuestionamiento masivo al capitalismo hasta el principio del fin del socialismo. “La generación del 68 soñaba, en el Occidente, con la revolución, y logró una reforma social, y soñaba, en el Oriente, con una reforma, y desató —unos años más tarde— una revolución”, de acuerdo con la síntesis del historiador alemán Stefan Wolle. Sí, fue un año increíble, prodigioso como pocos, que cambió mentalidades, procederes y actitudes, como unos años más tarde lo haría la Internet. A propósito: en 1968 empezó a operar (como un proyecto militar secreto de los Estados Unidos) la interconexión de computadoras puestas en red. Sí, la Internet. Nada menos.
ESE MAYO JOVEN Y FELIZ …
El jueves 30 de mayo, Francia se había sumido en el caos: las calles de todas las grandes ciudades estaban tomadas por manifestaciones multitudinarias que no dejaban de crecer, las movilizaciones obreras eran incesantes, nueve millones de trabajadores habían acogido una convocatoria a huelga general y, al final, quedaron paralizados el transporte público, los ferrocarriles, los aeropuertos, la televisión, la industria, el comercio… El gobierno se desbarrancaba. Esa noche, furioso, agobiado y sin salidas, el presidente Charles de Gaulle llamó a elecciones generales para cuarenta días después.
Cuatro semanas antes, al empezar mayo, reinaban la tranquilidad y la calma. Francia era un país en plena prosperidad, con alguna conflictividad social menor, pero aun así modelo de derechos y libertades y destino anhelado por filósofos, artistas y enamorados del mundo entero. No había en este planeta ningún lugar mejor que París. El viernes 3, ocho estudiantes revoltosos, que habían sido detenidos la semana previa por promover una protesta callejera, comparecieron ante un comité de disciplina de la Universidad de Nanterre apoyados por cientos de compañeros. Y la chispa saltó.
La policía rodeó a los estudiantes, que reaccionaron indignados, con gritos y desafíos. Decenas de ellos fueron a dar con sus huesos en la cárcel. Al día siguiente ya eran miles los manifestantes. Y su número no dejó de crecer. Fue entonces cuando aparecieron, escritos en paredes y pancartas, los lemas maravillosos que hicieron inolvidable a ese mayo joven, tumultuoso y feliz: “La barricada cierra la calle pero abre el camino”, “La pasión de la destrucción es una alegría creadora”, “Mis deseos son la realidad”, “Sean realistas: pidan lo imposible” y, por supuesto, “Prohibido prohibir”. La imaginación se había tomado el poder.
La revuelta de París fue emblemática y tuvo repercusión mundial en aquellos tiempos de agitación y cambio. Sus lemas, inspirados, combativos y poéticos, llegaron a ser inolvidables. Sus líderes, empezando por Daniel Cohn-Bendit y Bernard Kouchner (quien tres años más tarde, en 1971, fundaría Médicos sin Fronteras) se convirtieron en celebridades internacionales. En tan sólo 27 días, Francia pasó del sosiego inconmovible al caos estridente, con una masiva movilización obrera y una convocatoria apurada a elecciones nacionales, en un ambiente prerrevolucionario de comuna callejera. Y si bien De Gaulle renunció y se retiró once meses más tarde, en abril de 1969, Mayo del 68 no tuvo repercusiones políticas significativas más allá del corto plazo.
Dany el Rojo lo explica así: “Los pobres quieren triunfar, quieren el éxito, no la revolución”. Además, a pesar del intento por ideologizar la revuelta que hicieron los comunistas, encabezados por Jean-Paul Sartre y Louis Aragon (que al principio la menospreciaron como “una manifestación de burguesitos”), el movimiento de París fue estudiantil, no político. Y sus repercusiones sociales sí fueron importantes, en especial porque –como dice Cohn-Bendit- “ahora ya sabemos que es indispensable integrar el idealismo con la democracia…”.