Por Huilo Ruales
y nosotros, acá en los graderíos, oyendo el galope de la sangre. Y nosotros, acá en la sangre, oyendo el galope de los graderíos. Porque se oye la sangre en las sienes, en el pulso. Se oye el corcoveo del miedo, el gemido húmedo de la eternidad a punto de trisarse en los músculos del futbolista. En la desesperación de sus zapatos que hundiéndose en la tierra y despeinando el césped, corre, huye, apropiado del planeta de cuero, perseguido por un tumulto de zapatos y jadeos decididos a frenarlo, a sumirlo en el yerro. Porque de eso se trata la contienda llamada fútbol: una suma de gestos heroicos, despliegue de tácticas y decisiones súbitas, como puñaladas, como evocaciones fulminantes que, si no cuentan con la ayuda de la magia o el milagro, terminan de forma sistemática en el fiasco. Dos, tres, cinco pespuntes en el césped. Dos tres cinco pases que inician el tejido maravilloso, vehemente de una danza. Y, nuevamente, en forma ineluctable, la atesorada esfera es recuperada por el equipo adversario que, a su vez, después de tres o cuatro pases, el libreto termina en añicos. Noventa minutos dura el tejido invisible que, si al final del match un holograma permitiera verlo, sería un compuesto de contados segmentos bellos, compactos, coloridos y una gigantesca telaraña furiosamente rota, andrajosa, tejida por el fracaso. Pero esa obra trágica, invisible, cuenta en el fútbol más bien como un sistema estimulador, como un mecanismo multiplicador de ansia, apetito, adrenalina. Tal cual la vida, incluida la muerte. Y al fondo del alma y del rectángulo de césped palpite como un animal espléndido que muy de vez en cuando llega y que se llama Gol. El Gol. El pie asesta el golpe en el balón y este, por disposición divina, abre un sendero súbito entre el tumulto de piernas y el vuelo del arquero, para inflar las redes, las gargantas, los corazones, pues, por fin ha llegado el premio, el rizo, el poema, el gol, la sensación de victoria, aunque fuese tan fugaz como el grito. Y tan estridente como el silencio de muerte que al mismo tiempo viven los adversarios en la cancha y en el graderío. Pero qué sentido tendría el denuedo, la destreza, la furia de los dos equipos si no hubiese al fondo de cada lado un rectángulo en el cual meter la pelota. ¿Qué sentido tendría si el juego endiablado del fútbol careciese de goles? Sin ellos, el fútbol sería un laberinto para locos, incluidos los que colman el graderío. Algo así como el castigo de Sísifo, como un castigo perpetuo al aire libre. Tejer y tejer pelotazos, figuras de aire, engaños milagrosos, golpes accidentales, apropiación y expropiación del balón, ir y venir, sudorosos, atrapados en el juego y sin escapatoria, como reos, porque el solo escape, aparte del tiempo de juego, está en el arco. Allí se ubica el paredón en el que se cumple o no se cumple el fusilamiento que lleva a la gloria a unos, y a otros, a la derrota. Y, acentuando la hipotética locura, qué sería el fútbol si, además de carecer de arco y de goles, se careciera de pelota. Veintidós gladiadores de anatomías helénicas y una fuerza de semidioses corriendo por la cancha sin derrotero preciso, buscando en el aire, en el vacío, un destino para sus piernas. Un sentido para la pasión, para el latido salvaje de la sangre. A menos que por una orden atávica, de pronto, empezaran a gruñir, a morderse, a caerse encima, a combatir a muerte con el solo afán de ser sobrevivientes. A menos que, en los graderíos, la multitud replique el rito antropofágico del césped.